Camilla Läckberg - Las Hijas del Frío

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Strömbad, 1923. La joven y bella Agnes, hija de un rico empresario, se encapricha de Anders, uno de los trabajadores de su padre, y se queda embarazada, lo que da lugar a una serie de acontecimientos terribles y dramáticos cuyas consecuencias se arrastran hasta el presente.
Fjällbacka, época actual. La escritora Erica Falck y su pareja, el detective Patrik Hedström, acaban de tener una hija, pero a pesar de la alegría que trae la pequeña al hogar, la pareja debe hacer frente a toda una serie de nuevas preocupaciones. La niña llora mucho, su madre sufre una depresión posparto y Patrik está constantemente cansado. Afortunadamente, Erica encuentra mucho apoyo en Charlotte, madre de Sara, una niña de siete años, pero entonces se produce un terrible drama: un pescador halla el cadáver de la pequeña en el mar.
Al principio, todo apunta a que se trata de un accidente, sin embargo la autopsia revela que la niña fue ahogada en una bañera antes de ser arrojada al mar… La abuela de la víctima acusa inmediatamente a Kaj, un vecino malhumorado con el que la familia mantiene un grave enfrentamiento desde hace años.
Cuando a los pocos días otro niño es atacado, el pánico cunde en la pequeña población de Fjällbacka y Patrik, muy afectado por este caso que parece complicarse por momentos, llega incluso a temer por la seguridad de su propia hija.
Tan sólo gracias a su gran constancia, el infatigable detective Patrik logra finalmente establecer los lazos entre esa trágica historia de conflictos familiares del pasado y el crimen ocurrido en la actualidad.

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Comprendió que Hedström esperaba algún otro tipo de reacción por su parte y se apresuró a añadir:

– ¿Quiere decir que alguien ha matado a una niña? Bueno, ese miserable no escapará -dijo cerrando el puño como para marcar el peso de sus palabras, aunque sólo consiguió provocar un destello de preocupación en los ojos de Patrik.

– ¿Tiene alguna pregunta sobre la causa de la muerte? -preguntó Hedström para guiarlo un poco.

Su tono de voz le pareció a Mellberg de lo más irritante.

– Por supuesto, justo a eso iba ahora mismo. A ver, que dijo el forense al respecto?

– Que se ahogó, pero no en el mar. Sólo encontraron agua dulce en sus pulmones y, puesto que estaba mezclada con restos de jabón y cosas así, Pedersen dedujo que probablemente fuese agua de la bañera. Es decir, la niña, Sara, fue ahogada en el interior de una casa, en una bañera, y luego trasladada al mar, donde la arrojaron para que pareciese un accidente.

El panorama que el relato de Hedström suscitó en su imaginación lo llevó a olvidar sus posibilidades de ascenso por un segundo. Consideraba que, en sus años de servicio, había visto de todo, pero los asesinatos de niños no dejaban impasible a nadie. Lo de emprenderla con una niña pequeña era algo que sobrepasaba los límites de toda decencia y la indignación que en él suscitaba un caso como aquél no era, por inusual, menos desagradable.

– ¿Algún sospechoso claro? -preguntó. Hedström negó con la cabeza.

– No, no sabemos de ningún problema con la familia y tampoco tenemos otros casos de agresión a niños en Fjällbacka. Nada como esto. De modo que supongo que tendremos que empezar hablando con la familia, ¿no? -inquirió Patrik tanteando el asunto.

Mellberg comprendió enseguida lo que pretendía. Y por él, no había objeción. En otras ocasiones había funcionado bien dejar que Hedström hiciese todo el trabajo preliminar y después, cuando todo estuviese aclarado, colocarse él en medio de los focos. Tampoco era nada de qué avergonzarse. No en vano, la clave de un liderazgo de éxito precisamente consistía en saber delegar.

– ¿Se diría que quiere dirigir esta investigación?

– Bueno, la verdad es que ya he empezado, puesto que fuimos Martin y yo quienes acudimos a la llamada de emergencia cuando dieron la alarma y ya hemos hablado con la familia y eso.

– Bien, me parece una buena idea -dijo Mellberg con un gesto de aprobación-. Pero procure mantenerme informado.

– De acuerdo -respondió Hedström también satisfecho-. Entonces, Martin y yo nos pondremos manos a la obra.

– ¿Martin? -preguntó Mellberg con insidia.

Seguía irritándolo el tono irrespetuoso de Patrik y en ese momento vio la oportunidad de ponerlo en su sitio. A veces Hedström se comportaba como si fuese el jefe de la comisaría y aquélla era una ocasión ideal para demostrarle quién mandaba allí.

– No, no creo que pueda prescindir de Martin por ahora. Ayer lo puse a investigar una serie de robos de vehículos, seguramente una liga de los países bálticos que opera en la zona, así que creo que tiene más que de sobra. En cambio, Ernst -dijo retardando las palabras y disfrutando de la expresión torturada de Patrik-, no tiene mucho que hacer en estos momentos, así que lo ideal es que los dos trabajen con este caso.

El policía se retorcía ante él como si lo estuviesen torturando y Mellberg sabía que había puesto el dedo en el lugar adecuado, justo en la llaga. No obstante, resolvió paliar ligeramente el padecimiento de Hedström.

– Pero lo nombro a usted responsable de la investigación, de modo que Lundgren tendrá que informarlo directamente.

Aunque Ernst Lundgren era un colega mucho más agradable, Mellberg no era tan imbécil como para ignorar que el hombre tenía sus limitaciones. Sería una insensatez tirar piedras contra el propio tejado… En cuanto Hedström se marchó y cerró la puerta, Mellberg volvió a sacar la carta y a leerla, seguramente por décima vez.

Morgan estiró los dedos y los hombros antes de sentarse delante de la pantalla del ordenador. Sabía que a veces se perdía por completo en aquel mundo y que podía permanecer en la misma postura durante horas y horas. Comprobó exhaustivo que tenía cuanto necesitaba para no tener que levantarse hasta que no fuese del todo necesario. Sí, allí estaba todo, una botella de Coca-Cola grande, una chocolatina Dajm grande y una chocolatina Snickers grande. Con ello se mantendría un buen rato.

El archivador que le había dado Fredrik y que ahora tenía sobre las rodillas era pesado. Todo aquel mundo fantástico que él era incapaz de crear estaba reunido entre las pastas duras del archivador, a la espera de convertirse en unos y ceros. Eso sí era algo que él dominaba. Por algún misterio de la naturaleza, los sentimientos, la imaginación, los sueños y los cuentos no tenían cabida en su cerebro; en cambio, dominaba lo lógico, lo fácilmente predecible de los unos y los ceros, los pequeños impulsos eléctricos del ordenador que se hacían visibles en la pantalla.

A veces se preguntaba qué se sentiría cuando, como Fredrik, uno era capaz de sacarse de la cabeza otros mundos, crear y vivir los sentimientos de otras personas. Por lo general, aquellas cavilaciones no lo llevaban más que a encogerse de hombros y a desecharlas como algo carente de importancia, pero en los períodos de depresión profunda que a veces sufría, podía sentir todo el peso de su limitación y desesperar al saberse tan distinto del resto de la gente.

Al mismo tiempo, era un consuelo saber que no estaba solo. Solía entrar en páginas web para gente como él y había intercambiado correos electrónicos con algunos de ellos. En una ocasión incluso llegó a aceptar una cita en Gotemburgo, pero se trataba de una experiencia que no deseaba repetir. El hecho de que fueran tan esencialmente distintos de las demás personas les dificultaba la relación entre sí y el encuentro constituyó un fracaso de principio a fin.

Sin embargo, fue un alivio saber que había más como él. Esa certeza le bastaba. En realidad, no sentía la menor nostalgia de participar en esa comunidad social que tan importante parecía para las personas normales. Como más a gusto estaba era solo, en su pequeña cabaña, con la única compañía de los ordenadores. De vez en cuando toleraba la presencia de sus padres, pero eran los únicos. Le infundía seguridad verse con ellos. Había tenido muchos años para aprender e interpretar el complejo lenguaje gestual, en forma de expresiones faciales y corporales, y otras miles de pequeñas señales para cuyo manejo su cerebro simplemente no parecía estar construido. También ellos aprendieron a adaptarse a él, a hablar de un modo tal que él comprendiese, al menos relativamente.

La pantalla vacía parpadeaba ante él. Le gustaba aquel instante. La gente normal tal vez diría que amaban un instante así, pero él no sabía exactamente qué significaba amar. Aunque quizá fuese justo lo que él sentía en aquel momento: aquella honda sensación de satisfacción, de estar en casa, de ser normal.

Morgan empezó a escribir deslizando sus ágiles dedos por el teclado. De vez en cuando bajaba la vista hacia el archivador que reposaba sobre sus rodillas, pero por lo general tenía la mirada fija en la pantalla. Nunca dejaba de sorprenderlo que los problemas que tenía para coordinar su cuerpo y sus dedos desapareciesen como por milagro cuando se ponía a trabajar. Entonces, de repente, era tan ágil y se sentía tan seguro con la mano como siempre debería estarlo.

Dificultades del aparato motor, llamaban a los problemas que tenía para hacer obedecer a sus dedos cuando quería atarse los zapatos o abotonarse una camisa. Era parte del diagnóstico, lo sabía. Y sabía perfectamente qué lo distinguía de los demás, pero no podía hacer nada por cambiarlo. Además, consideraba erróneo calificar a los otros de normales y a los de su clase de anormales. En realidad, eran sólo las normas sociales las que hacían que el fallo fuese suyo. Él era, sencillamente, distinto. El hilo de su pensamiento se movía en otras direcciones, eso era todo. No necesariamente peores, sólo diferentes.

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