Martin se retorcía en la silla, pero volvió a murmurar algo más audible:
– Pia.
– Ah, bueno, Pia… Fíjate, jamás me lo habría imaginado. Veamos, ¿cuánto lleváis? Tres meses, ¿no? Eso debe de ser un récord para ti, ¿verdad? -le chinchó Patrik.
Hasta el verano pasado, Martin había sido famoso por ser algo así como un especialista en historias de amor breves y desgraciadas, principalmente por su capacidad infalible de caer enamorado de objetivos ya ocupados que por lo general no perseguían más que una aventura transitoria. Pero Pia no sólo estaba libre, sino que además era una joven encantadora y muy formal.
– Celebraremos los tres meses el sábado -confirmó Martin con un destello en los ojos-. Y vamos a mudarnos a vivir juntos. Justo me llamaba para decirme que ha encontrado un apartamento perfecto en Grebbestad. Iremos a verlo esta tarde.
El rubor iba palideciendo, pero el joven no podía ocultar que estaba enamorado hasta los huesos.
Patrik recordó cómo era entre él y Erica al principio de su relación. PB, prebebé. La amaba con locura, pero aquel enamoramiento arrebatador se le antojaba ahora como un sueño lejano y desdibujado. Al parecer, los pañales llenos de caca y las noches en vela surtían ese efecto.
– ¿Y tú qué? ¿Cuándo vas a convertir a Erica en una mujer decente? No puedes consentir que se pasee por ahí con un hijo ilegítimo…
– Pues sí, mira, eso es para pensárselo -dijo Patrik con una sonrisa socarrona.
De repente su semblante adoptó una expresión más seria, pues recordó que se enfrentaban a algo muy distinto de una broma.
– Acaba de llamar Pedersen. El informe sobre la autopsia de Sara nos llegará por fax, pero me hizo una síntesis de lo que contiene; y esa síntesis implica que su ahogamiento no fue un accidente. La asesinaron.
– ¿Qué demonios estás diciendo? -Martin volcó el lapicero al gesticular presa de la mayor estupefacción, pero no se molestó en recogerlo y centró toda su atención en Patrik.
– Al principio, él también estaba en nuestra onda y pensaba que había sido un accidente. No había lesiones visibles en el cadáver; iba totalmente vestida con ropa adecuada a la estación en que estamos, salvo que no llevaba cazadora, pero se le pudo salir y desaparecer flotando. Lo más importante: cuando examinó los pulmones, encontró agua -dijo antes de guardar silencio unos segundos.
Martin se encogió de hombros y arqueó las cejas inquisitivo:
– Pero, dime, ¿qué encontró en el cadáver que no encajara con el accidente?
– Agua de la bañera.
– ¿Agua de la bañera?
– Sí, sus pulmones no contenían agua del mar, como cabría esperar en una persona que se ha ahogado en el mar, sino agua de la bañera. Quizá deba añadir «probablemente». En cualquier caso, Pedersen halló en el agua restos de jabón y champú, lo que indica que se trata del agua de una bañera.
– O sea que la ahogaron en una bañera -concluyó Martin en tono incrédulo. Estaban tan convencidos de que se trataba de un caso de ahogamiento, trágico pero accidental, que le costaba cambiar de idea.
– Sí, eso parece. Y, además, concuerda con los moratones que había en el cadáver.
– ¿Decías que no había ninguna marca en el cuerpo?
– No, a primera vista no las había. Pero cuando le retiraron el cabello de la nuca y miraron con más detenimiento, vieron claramente unos moratones que bien podrían coincidir con las marcas de una mano. La mano de alguien que le mantuvo la cabeza bajo el agua de forma violenta.
– ¡Joder!
Martin parecía a punto de vomitar. Patrik experimentó la misma sensación cuando oyó la noticia del forense.
– Es decir, nos enfrentamos a un caso de asesinato -dedujo Martin como para convencerse a sí mismo del hecho.
– Sí, y ya hemos perdido dos días. Tenemos que empezar a hacer una ronda de interrogatorios por el barrio, preguntarle a la familia y a los parientes, y averiguar cuanto podamos de la pequeña y sus más allegados.
Martin hizo un mohín de repulsa y Patrik comprendió su reacción. Las tareas que tenían ante sí no eran nada agradables. La familia estaba ya destrozada y ahora ellos se verían obligados a remover en sus despojos. Con demasiada frecuencia, los asesinatos de niños resultaban cometidos por aquellos que más deberían lamentarlos, de ahí que en esos casos no pudiesen mostrar la compasión que podía esperarse en el trato con una familia que acaba de perder a un hijo.
– ¿Has hablado ya con Mellberg?
– No -confesó Patrik con un suspiro-. Ahora voy. Puesto que fuimos nosotros los que acudimos a la llamada el otro día, pensé que podríamos llevar el caso juntos. ¿Te importa?
Sabía que se trataba de una pregunta retórica, pues ninguno de los dos deseaba ver a los colegas Ernst Lundgren o Gösta Flygare como los responsables de nada más complejo que el robo de una bicicleta.
Martin asintió sin más.
– Vale -dijo Patrik-. Mejor será que termine cuanto antes.
El comisario Mellberg observaba la carta que tenía ante sí como si fuese una serpiente venenosa.
Era de lo peor que podía ocurrirle. Incluso el indignante incidente de Irina del verano anterior palidecía a su lado.
Pequeñas gotas de sudor perlaban su frente, pese a que la temperatura en su despacho era más bien baja. Mellberg se limpió el sudor con la mano y, sin querer, se desbarató el mechón que con tanto cuidado se había enroscado sobre la calva. Justo cuando, irritado, intentaba restituirlo a su lugar, llamaron a la puerta. Le dio a toda prisa el último toque a su obra antes de gritar un enojado:
– ¡Entre!
Hedström se mostró impertérrito ante el tono de Mellberg, pero éste advirtió que su semblante delataba una gravedad inusual. Por lo general y a juicio del comisario, Patrik era más bien demasiado graciosillo para su gusto. Él prefería trabajar con hombres como Ernst Lundgren, que siempre trataba a sus superiores con el respeto que merecían. Con Hedström siempre tenía la sensación de que era capaz de sacarle la lengua en cuanto se diese media vuelta. Pero el tiempo separaba la paja del grano, se decía Mellberg con amargura. Gracias a su dilatada experiencia en la policía, sabía que los endebles y los bromistas solían ser los primeros en caer.
Por un segundo logró olvidar el contenido de la carta, pero cuando Hedström se sentó al otro lado del escritorio, se dio cuenta de que quedaba claramente visible para él, por lo que se apresuró a guardar la misiva en el primer cajón. Llegado el momento, se encargaría de aquel asunto.
– Bien, ¿cuál es el problema?
Mellberg oyó el temblor de su propia voz, pues aún estaba afectado por la conmoción, y se esforzó por estabilizarla. No dar nunca muestras de debilidad, ése era su lema. Si les ofrecías el cuello a tus subordinados, te clavaban los dientes sin pensarlo.
– Un asesinato -dijo Patrik sucintamente.
– ¿Qué ha pasado ahora? -suspiró Mellberg-. ¿Alguno de los bestias de nuestros viejos amigos le ha arreado a la parienta en la cabeza con más ímpetu que el de costumbre?
El semblante de Hedström no se alteró.
– No -respondió-. Se trata del ahogamiento accidental del otro día. Resulta que, después de todo, no fue un accidente. A la niña la ahogaron.
Mellberg soltó un leve silbido.
– No me diga, no me diga -contestó impreciso mientras las ideas se cruzaban por su mente con notable confusión.
Por un lado, siempre le indignaban los crímenes cometidos contra niños; por otro, intentaba dilucidar en qué medida tan inesperado suceso podía afectarle en calidad de jefe de la policía de Tanumshede. Había dos maneras de considerarlo: o bien como un montón de exceso de trabajo y de papeleo, o bien como un ascenso en el curso de su carrera y la vuelta a Gotemburgo y a verse en el ojo del huracán. Claro que no tenía otro remedio que admitir que las dos exitosas investigaciones de asesinato en las que había participado hasta aquel momento no habían surtido el efecto deseado, pero, tarde o temprano, algo convencería a sus jefes de que su lugar estaba en la oficina de la capital. Y quién sabía si no sería éste el caso que lo restituiría a su puesto.
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