– ¿Conocen a este hombre? -preguntó la mujer.
La miraron, desconcertados.
– ¿Qué hombre? -quiso saber Rakel.
– Ese -respondió la mujer, poniendo el dedo bajo la cabeza del hombre.
Rakel presintió peligro. Igual que aquella terrible tarde en el pueblo de Baobli, cuando los soldados preguntaron por el camino.
Por el tono, por la situación.
Allí estaba pasando algo raro.
– Tiene que irse -la apremió-. Tenemos prisa.
Pero la mujer no se movió.
– ¿Lo conocen? -se limitó a decir.
Vaya, o sea que era eso. Era otro diablo azuzándolos. Otro diablo con aspecto de ángel.
Rakel cerró los puños y se puso delante.
– Ya sé quién eres, y debes marcharte. ¿Crees que no sé que te ha enviado ese cerdo? Sigue tu camino. Ya sabes que no tenemos tiempo que perder.
Entonces notó con sobresalto que su interior se resquebrajaba. Que de pronto ya no podía reprimir las lágrimas. Que la furia y la impotencia la arrastraban hasta el fondo.
– ¡VETE! -gritó con los ojos cerrados y las manos apretadas sobre el pecho.
Entonces, la mujer se levantó y se acercó a ella. La tomó por los hombros y la sacudió suavemente hasta que sus miradas se cruzaron.
– No sé de qué está hablando, pero créame: si alguien odia a ese hombre, esa soy yo.
Y Rakel abrió los ojos y lo vio. Tras la mirada apacible de aquella mujer refulgía el odio. Profundo y ardiente.
– ¿Qué ha hecho? -preguntó la mujer-. Díganme lo que les ha hecho y yo les diré lo que sé de él.
La mujer lo conocía, y no de nada bueno, era evidente. La cuestión era si aquello podría ayudarlos. Rakel no lo creía. Solo el dinero podía ayudarlos, y pronto sería demasiado tarde.
– ¿Qué sabe de él? Dígalo rápido, o nos vamos.
– Se llama Mads Fog. Mads Christian Fog.
Rakel sacudió la cabeza.
– A nosotros nos dijo que se llamaba Lars. Lars Sørensen.
La mujer movió lentamente la cabeza arriba y abajo.
– De acuerdo. Entonces no es seguro que se llame una cosa ni la otra. Tenía otro nombre cuando lo conocí, Mikkel Laust. Pero he visto algunos de sus documentos. Tengo una dirección, y el dueño de esa casa es un tal Mads Christian Fog. Creo que es su verdadero nombre.
Rakel jadeó en busca de aire. ¿Habría escuchado sus plegarias la Madre de Dios? Miró a la mujer a lo más profundo de sus ojos. ¿Podían confiar en ella?
– ¿De qué dirección habla? ¿Dónde? -Joshua tenía el rostro blanco azulado. Era obvio que no lograba comprenderlo.
– En un lugar del norte de Selandia, cerca de Skibby. Se llama Ferslev. Tengo la dirección en casa.
– ¿De dónde sabe todo eso? -exclamó Rakel con voz temblorosa. Deseaba creerlo, pero ¿acaso podía?
– Ha estado viviendo en mi casa hasta el sábado. Lo eché de casa el sábado por la mañana.
Rakel se cubrió la boca con la mano para no hiperventilar. Pero era espantoso. Así que había ido directamente de la casa de la mujer a la suya.
Miró la hora con una terrible inquietud, pero se obligó a escuchar cómo se había aprovechado el hombre de la mujer que tenía delante. Cómo la había embelesado con su naturaleza en apariencia amable. Cómo había cambiado de personalidad en un momento.
Rakel asentía con la cabeza en reconocimiento de todo cuanto decía, y cuando la mujer terminó su relato Rakel miró a su marido. Estuvo un momento ausente, como si tratase de ver todo desde otra perspectiva, pero después asintió en silencio. Sí, tenían que contarle lo suyo, decían sus ojos. Tenían una causa común.
Rakel tomó la mano de Isabel.
– Lo que voy a contarle no puede contárselo a nadie en el mundo, ¿entendido? Al menos ahora, no. Se lo voy a decir porque creo que puede ayudarnos.
– Si tiene que ver con algún delito no puedo garantizar nada.
– Tiene que ver. Y no somos nosotros los delincuentes. Es el hombre que usted echó. Y es… -respiró hondo y fue entonces cuando reparó en que le temblaba la voz-, para nosotros es lo peor que podía ocurrir. Ha secuestrado a dos de nuestros hijos, y si usted se lo cuenta a alguien los va a matar, ¿comprende?
Habían transcurrido veinte minutos, e Isabel nunca había pasado tanto tiempo en estado de conmoción. Ahora veía todo tal y como era. El hombre que había vivido en su casa, y que ella por un breve y fervoroso período había considerado candidato probable para convertirse en su pareja, era un monstruo que sin duda estaba dispuesto a todo. Ahora se daba cuenta. De cómo le pareció que sus manos le apretaban el cuello un poco en exceso, con profesionalidad. De cómo el acecho a que había sometido su vida podría haber tenido un desenlace fatal con un poco de mala suerte. Y sentía sequedad en la boca cuando pensaba en el momento en que le desveló que había estado recogiendo información sobre él. ¿Y si la hubiera dejado inconsciente en ese instante? ¿Si no hubiera tenido tiempo de decir que había dado aquellas informaciones a su hermano? ¿Y si él se había dado cuenta de que era un farol? ¿De que jamás en la vida habría involucrado a su hermano en sus chapuzas sexuales?
No se atrevía a pensarlo.
Y cuando miraba a aquellas personas conmocionadas sufría con ellas. Ah, cómo odiaba a aquel hombre. Hizo un pacto consigo misma: costara lo que costase, el tipo no iba a escapar.
– De acuerdo, los ayudaré. Mi hermano es agente de policía. Bien es verdad que está en Tráfico, pero podemos hacer que emita una orden de busca y captura. Hay posibilidades. Podemos distribuir el mensaje por todo el país en nada de tiempo. Tengo la matrícula de su furgoneta. Puedo describirlo todo con bastante exactitud.
Pero la mujer que tenía delante sacudió la cabeza. Deseaba hacerlo, pero no se atrevía.
– Le he dicho antes que no podía decírselo a nadie, y lo ha prometido -dijo por fin-. Quedan cuatro horas para que cierren los bancos, y para entonces debemos reunir un millón en metálico. No podemos quedarnos más tiempo aquí.
– Escuche: se tarda menos de cuatro horas en llegar a su casa si salimos ahora.
Rakel volvió a sacudir la cabeza.
– ¿Por qué cree que habrá llevado allí a los niños? Sería la mayor estupidez que podría cometer. Mis hijos pueden estar en cualquier parte de Dinamarca. Puede haber pasado la frontera con ellos. En Alemania tampoco hay nadie que controle nada. ¿Comprende lo que quiero decir?
Isabel asintió con la cabeza.
– Sí, tiene razón.
Miró al hombre.
– ¿Tiene un móvil?
El hombre sacó un teléfono del bolsillo.
– Este -dijo.
– ¿Y está cargado?
El hombre hizo un gesto afirmativo.
– Y usted ¿tiene también otro, Rakel?
– Sí -respondió la mujer.
– ¿Y si nos dividimos en dos grupos? Joshua intenta conseguir el millón y nosotras dos salimos en coche para Selandia. ¡Ya!
Los dos cónyuges se miraron un momento. Qué bien entendía a aquella pareja. Isabel no tenía hijos, y aquello le causaba pesar. ¿Qué debía de sentirse, entonces, al confrontarse con perder quizá los que se tenían? ¿Qué debía de sentirse cuando la decisión dependía de uno mismo?
– Nos hace falta un millón -dijo el hombre-. La empresa vale mucho más, pero no podemos ir sin más al banco y hacer que nos den el dinero, y desde luego no en metálico. Quizá fuera posible hace uno o dos años, cuando corrían mejores tiempos, pero no ahora. Por eso tenemos que recurrir a la comunidad, y es muy arriesgado; aun así, es lo único que podemos hacer para reunir esa suma.
La miró con ojos penetrantes. Su respiración era irregular, tenía los labios algo azulados.
– A menos que pueda ayudarnos. Creo que podría hacerlo, si quisiera.
En aquel momento, Isabel vio por primera vez al hombre oculto detrás de aquel que era conocido por lo bien que lleva su negocio. Uno de los mejores ciudadanos del Ayuntamiento de Viborg.
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