Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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– Pero, a cambio, has de hacerme un favor.

Una declaración así, procediendo de quien procedía, podía significar problemas del todo insuperables.

– Creo… -alcanzó a decir antes de que lo interrumpieran.

– Mi madre quiere que la visites. Habla mucho de ti, Carl, sigues siendo su gran favorito. Por eso he decidido que la visites una vez por semana. ¿Te parece bien? Pues empiezas mañana.

Carl volvió a tragar saliva. Eran cosas como aquella las que dejaban a un hombre con la garganta seca. ¡La madre de Vigga! Aquella señora extraña que tardó cuatro años en darse cuenta de que Carl y Vigga se habían casado. Una persona que vivía convencida de que Dios creó el mundo solo para el disfrute de ella.

– Sí, sí, ya sé en qué estás pensando, Carl. Pero ya no está tan mal. Desde que está senil.

Carl respiró hondo.

– No sé si podrá ser una vez por semana, Vigga.

Observó enseguida que los rasgos de ella se agudizaban.

– Pero lo intentaré.

Ella le tendió la mano. Era curioso que siempre acordaran algo que él estaba obligado a mantener y que para ella era un arreglo provisional.

Aparcó el coche en una calle lateral del pantano de Utterslev y se sintió muy solo. En casa había vida, sin duda, pero no era la suya. También en el trabajo se perdía en ensoñaciones. No tenía aficiones ni practicaba deporte alguno. No le gustaba andar con extraños ni estaba lo bastante sediento para ahogar su soledad en los tentadores bares.

Y ahora un hombre con turbante se había armado de valor y se había cepillado a su casi exmujer en menos tiempo del necesario para alquilar una peli porno.

Su supuesto colega ni siquiera vivía en la dirección que le había dado, o sea que tampoco podía andar de juerga con él.

No era de extrañar que lo estuviera pasando mal.

Aspiró poco a poco el oxígeno del terreno pantanoso entre sus labios afilados y volvió a notar que se le ponía carne de gallina en los brazos mientras sudaba a chorros. ¿Iba a volver a estar tan jodido otra vez? Dos veces en menos de un día.

¿Estaba enfermo?

Cogió su móvil del asiento del copiloto y miró un buen rato el número que había buscado. Solo ponía «Mona Ibsen». ¿Sería peligroso?

Cuando a los veinte minutos notó que su ritmo cardíaco iba a más, apretó el botón de llamada y rezó por que la noche del domingo no fuera tabú para una psicóloga de emergencias.

– Hola, Mona -dijo en voz baja cuando oyó la voz de ella-. Soy Carl Mørck. Me s…

Habría querido decir que se sentía mal. Que tenía necesidad de hablar. Pero no llegó a decirlo.

– ¡Carl Mørck! -lo interrumpió Mona. No sonaba muy sociable, que se diga-. Llevo esperando tu llamada desde que volví a Dinamarca. Desde luego, ya era hora.

Estar sentado en su sofá, en una sala con tanto aroma de mujer, era como cuando en otros tiempos estuvo tras unos barracones de madera, en una excursión escolar, con la mano de una chica de piernas largas bien metida en sus pantalones. De lo más desconcertante, y a la vez de lo más excitante y transgresor.

Y Mona tampoco era ninguna pecosa hija del panadero de la calle Mayor; las reacciones de su cuerpo así lo confirmaban. Cada vez que oía los pasos de ella en la cocina sentía aquel martilleo amenazante a la altura del bolsillo del pecho. Desagradable a más no poder. Solo le faltaba caerse redondo ahí mismo.

Habían intercambiado frases corteses y hablado un poco de su último ataque. Bebieron un Campari con soda y, animados por eso, bebieron otro par. Hablaron de su viaje a África y estuvieron a punto de besarse.

Tal vez fuera la idea de lo que debería ocurrir lo que desencadenó la sensación de pánico.

Mona entró en la sala con unos triangulitos que llamó bocados de medianoche, pero ¿quién podía pensar en ellos cuando estaban solos y ella llevaba la blusa tan condenadamente ajustada?

Vamos, Carl, pensó. Si un hombre que se llama Carcamal y lleva trenzas en la barba puede, también tú puedes.

Capítulo 22

Había encerrado a su mujer en una cárcel de cajas pesadas, y allí iba a seguir hasta que todo terminara. Sabía demasiado.

Durante un par de horas oyó ruido de raspado contra el suelo del piso de arriba, y cuando volvió a casa con Benjamin oyó también algún gemido sofocado.

Ahora que había metido todas las cosas del niño en el coche, se hizo el silencio en el trastero.

Puso un CD de música infantil en el equipo del coche y sonrió a su hijo por el retrovisor. Cuando llevara una hora conduciendo llegaría la calma. Un paseo así por Selandia siempre funcionaba.

Su hermana sonaba medio dormida al teléfono, pero enseguida espabiló cuando le dijo cuánto se proponía darles por cuidar de Benjamin.

– Sí, has oído bien -le dijo-. Te daré tres mil coronas a la semana. Pasaré de vez en cuando para comprobar que lo estáis haciendo bien.

– Tendrás que pagar un mes por adelantado -advirtió ella.

– Vale. Lo pagaré.

– Y además tienes que seguir pagándonos como antes.

Asintió en silencio. Aquella exigencia tenía que llegar.

– Tranquila, no voy a cambiar nada.

– ¿Cuánto tiempo va a estar ingresada tu mujer?

– No lo sé. Ya veremos cómo evoluciona. Está muy enferma. Puede llevar mucho tiempo.

Ella no expresó ninguna empatía o pesar.

Eva no era así.

– Ve adonde tu padre -ordenó su madre con voz áspera. Tenía el pelo revuelto y el vestido como retorcido en el talle. Así que su padre había vuelto a darle bien.

– ¿Por qué? -preguntó él-. Tengo que terminar la Epístola a los Corintios para los rezos de mañana, lo ha dicho papá.

En su ingenuidad infantil, pensó que ella lo salvaría. Que se interpondría. Que lo apartaría del abrazo ahogador de su padre y por una vez lo dejaría marchar. Lo de Chaplin no era más que un juego que le gustaba. No era nada que molestara a nadie. También Jesús jugaba de niño, lo sabían.

– ¡Entra ahí ahora mismo!

Su madre apretó los labios y lo agarró del cuello. Era la presa que tantas veces lo había acompañado camino de los golpes y humillaciones.

– Entonces diré que miras al vecino cuando se quita la camiseta en el prado -dijo.

Ella se estremeció. Ambos sabían que no era verdad. Que el menor guiño hacia la libertad y una vida diferente eran el camino directo al infierno. Lo oían en la comunidad, en las oraciones de la mesa y en cada palabra surgida del libro negro que su padre llevaba siempre dispuesto en el bolsillo. Satanás estaba en las miradas de la gente, decía el libro. Satanás estaba en la sonrisa y en cualquier forma de contacto físico. Lo ponía en el libro.

Y no, no era cierto que su madre mirase al vecino, pero su padre tenía siempre la mano suelta, nunca daba a nadie el beneficio de la duda.

Entonces su madre dijo aquello que habría de separarlos para siempre.

– Hijo del Diablo -declaró con frialdad-. Ojalá Satanás te arrastre abajo, de donde vienes. Que las llamas del infierno carbonicen tu piel y te causen dolor eterno.

Movía la cabeza arriba y abajo.

– Sí, pareces asustado, pero Satanás te tiene atrapado ya. No vamos a preocuparnos más de ti.

Abrió la puerta y lo empujó a la habitación que apestaba a oporto.

– Ven aquí -lo instó su padre mientras enrollaba el cinturón en torno al puño.

Las cortinas estaban corridas, así que entraba muy poca luz.

Tras el escritorio estaba Eva como una estatua de sal con su vestido blanco. Al parecer no la había pegado, pues no estaba remangado, y el llanto de ella era controlado.

– Vaya, así que sigues jugando a Chaplin -se limitó a decir su padre.

Al instante reparó en que la mirada de Eva evitaba mirar hacia donde estaba él.

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