– Dos mil, dices -se oyó después-. Vale. Pegaré algunos anuncios por ahí.
– Vaya.
Carl dudaba de la bondad del método. Él había imaginado más bien que Jesper debía invitar a un montón de pintores frustrados a la cabaña con huerta. Así verían con sus propios ojos el magnífico -y sobre todo gratuito- taller que podían conseguir por la adquisición de una hippy bien usada.
– ¿Y qué vas a escribir en esos anuncios?
– Ni puta idea, Charlie.
Se quedó cavilando un momento. Seguro que se le ocurría algo especial.
– Podría ser algo de este estilo: «Hola, mi madre está buena y busca un tío bueno. Abstenerse amargados y pobretones» -declamó, y se rio.
– Vaya. Igual deberías pensar alguna otra cosa.
– ¡Pues claro! -Jesper volvió a reír con voz ronca por la resaca-. ¡Charlie, tío! Ya puedes ir sacando el dinero del banco.
Luego cortó la comunicación.
Carl miró algo desconcertado al salpicadero y al paisaje de casas pintadas de rojo y vacas que pacían bajo el aguacero.
No había nada como la tecnología moderna para amalgamar los elementos de la vida.
Hardy dirigió a Carl una mirada triste y mustia cuando este entró en la sala.
– ¿Dónde has estado? -preguntó en voz baja mientras Morten le retiraba puré de patata de la comisura de los labios.
– Bueno, dando una vuelta por Suecia. He ido a Blekinge y he pasado la noche allí. De hecho, esta mañana me he plantado en la puerta de una comisaría bastante bonita de Karlshamn y he llamado, en vano. Esos son casi peores que nosotros. Como ocurra algún delito en sábado, mala suerte.
Se permitió reír con ironía, pero a Hardy no le hizo gracia.
Pero lo que decía Carl no era del todo cierto. En la comisaría había de hecho un portero automático. «Apriete B y diga qué quiere», ponía en un letrero al lado. Y él lo intentó, pero no entendió ni jota cuando el guardia le respondió. Luego debió de chapurrear en inglés con fuerte acento sueco, y Carl no entendió ni papa de lo que decía. Así que se marchó.
Carl dio una palmada en el hombro de su corpulento inquilino.
– Gracias, Morten. Ya me encargo yo de darle la comida. ¿Me haces mientras tanto un café? Pero que no esté muy fuerte, por favor.
Siguió con la vista el majestuoso trasero de Morten dirigiéndose hacia la zona de la cocina. ¿Había estado comiendo tarta de queso día y noche las dos últimas semanas? Sus glúteos parecían ruedas de tractor.
Después volvió la cabeza hacia Hardy.
– Pareces triste. ¿Ha ocurrido algo?
– Morten me está matando poco a poco -susurró Hardy, jadeando ligeramente en busca de aire-. Me obliga a comer todo el día, como si no hubiera otra cosa en que ocuparse. Comida grasienta que me hace cagar todo el tiempo. No entiendo que se tome la molestia; joder, luego me tiene que limpiar el culo él. ¿No puedes pedirle que me deje en paz? ¿Al menos de vez en cuando?
Sacudió la cabeza cuando Carl quiso meterle otra cucharada en la boca.
– Y no para de hablar todo el santo día. Me vuelve loco. Paris Hilton y la nueva ley de sucesión al trono, el pago de pensiones y chorradas así. ¿Qué me importa a mí? Los temas de conversación vuelan por el aire como en una corriente espesa de banalidades varias.
– ¿No puedes decírselo tú?
Hardy cerró los ojos. Vale, por lo visto lo había intentado. A Morten no era fácil hacerlo cambiar de parecer.
Carl asintió con la cabeza.
– Claro que se lo diré, Hardy. ¿Cómo va todo, por lo demás? -preguntó con el mayor cuidado. Era una de esas preguntas que estaban rodeadas de un campo de minas.
– Tengo dolores fantasma.
Carl vio la nuez de Hardy luchando por tragar saliva.
– ¿Quieres agua?
Cogió la botella de agua del soporte lateral de la cama e introdujo con cuidado la pajita doblada entre los labios de Hardy. Si Hardy y Morten se enfadaban, ¿quién iba a hacer aquello todo el día?
– ¿Dolores fantasma, dices? ¿Dónde? -quiso saber Carl.
– En la parte trasera de la rodilla, creo. Joder, no es fácil de saber. Pero me duele como si alguien me estuviera pegando con un cepillo metálico.
– ¿Quieres una inyección?
Asintió en silencio. Se la pondría Morten enseguida.
– Lo de la sensibilidad del dedo y el hombro ¿cómo va? ¿Aún puedes mover la muñeca?
Las comisuras de Hardy se hundieron. Fue respuesta suficiente.
– Oye, ¿tú no estuviste colaborando en un caso con la Policía de Karlshamn?
– ¿Por qué? ¿Por qué lo preguntas?
– Verás, es que me hace falta un dibujante de la Policía para que haga el retrato de un asesino. Tengo un testigo en Blekinge que puede describirlo.
– ¿Y…?
– Me hace falta el dibujante ahora mismo, y la puñetera Policía sueca es tan hábil a la hora de cerrar sus comisarías locales como nosotros. Pues eso, que a las siete de la mañana estaba frente a un edificio amarillo enorme en la Erik Dahlsbergsvägen de Karlshamn, leyendo un letrero. «Cerrado sábados y domingos. Resto de la semana, abierto de 9.00 a 15.00», nada más. ¡Un sábado !
– Ya. ¿Y qué quieres que haga?
– Podrías pedir a tu amigo de Karlshamn que le hiciera un favor al Departamento Q de Copenhague.
– Joder, vete a saber si mi amigo sigue trabajando en Karlshamn. De aquello hace por lo menos seis años.
– Entonces estará en otro sitio. Lo buscaré en la red, basta que me digas el nombre. Seguramente seguirá en la Policía sueca, ¿no era un alumno modelo? Lo único que tienes que pedirle es que levante el receptor y llame a un dibujante de la Policía. Solo se trata de eso. ¿No lo harías acaso por nuestro compañero sueco si él te lo pidiera?
Los pesados párpados de Hardy no anunciaban nada bueno.
– Sale caro haciéndolo en fin de semana -informó después-. Y eso si es que hay algún dibujante cerca de tu testigo que quiera tomarse la molestia.
Carl miró a la taza de café que le había dejado Morten en la mesilla. Si no fuera porque sabía que no, podría pensarse que había cogido una lata de aceite y la había consumido al fuego para oscurecerlo más.
– Menos mal que has venido -comentó Morten-. Así puedo salir.
– ¿Salir? ¿Adónde vas?
– Al cortejo fúnebre de Mustafá Hsownay. Sale de la estación de Nørrebro a las dos de la tarde.
Carl asintió con la cabeza. Mustafá Hsownay, una víctima inocente más de la lucha por el mercado de hachís entre los círculos de moteros y las bandas de inmigrantes.
Morten levantó el brazo e hizo ondear por un breve segundo una bandera que seguramente sería iraquí. A saber de dónde diablos la había sacado.
– Fui a clase con uno que vivía en Mjølnerparken, donde mataron a tiros a Mustafá.
Otros quizá habrían vacilado ante la debilidad de los argumentos solidarios.
Pero Morten estaba hecho de otra pasta.
Estaban tumbados muy cerca uno del otro. Carl en el sofá con los pies en la mesa baja, y Hardy en la cama de hospital con su largo cuerpo paralizado vuelto de costado. Había tenido cerrados los ojos desde que Carl encendió el televisor, y la expresión amarga de su boca se había difuminado poco a poco.
Eran como un matrimonio de ancianos que por fin se abandonan al final del día en la compañía insustituible de noticias y presentadores maquillados. Durmiendo en paz un sábado por la noche. Solo faltaba que se cogieran de la mano para que la imagen fuera perfecta.
Carl levantó con trabajo sus pesados párpados y observó que el noticiario que estaba viendo era el último del día.
Así que ya era hora de preparar a Hardy para dormir y meterse en la cama como es debido.
Se quedó mirando la pantalla, donde el cortejo de Mustafá Hsownay se movía con lentitud por Nørrebrogade con digna calma y en silencio. Miles de rostros silenciosos pasaron ante las cámaras, mientras desde los balcones arrojaban tulipanes de color rosa hacia el coche fúnebre. Inmigrantes de todo tipo, y otros tantos daneses de segunda generación. Muchos cogidos de la mano.
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