Ella lo tenía calado.
Después sacó con cuidado el archivador. Ni siquiera necesitó abrirlo. Dejó caer la cabeza y habló con suavidad.
– ¿Por qué no podías dejar mis cosas en paz?
¿Qué es lo que había visto? ¿Había pasado ella algo por alto?
Se quedó mirando la espalda de él; después miró al taburete, y de nuevo a su espalda.
¿Qué significaban aquellos papeles de la caja de madera? ¿Por qué tenía él los puños apretados y los nudillos blancos?
La mujer se llevó las manos al cuello y sintió el pulso desbocado.
Él se volvió hacia ella con los ojos entornados. Era una mirada espantosa. Reflejaba una repugnancia tan condensada que apenas la dejaba respirar.
El taburete seguía estando a tres metros.
– No he andado en tus cosas -replicó ella-. ¿Qué te hace creerlo?
– No es algo que crea. ¡Lo sé!
La mujer dio un pasito hacia el taburete. Él no reaccionó.
– ¡Mira! -exclamó entonces, volviendo hacia ella la parte frontal de la caja de madera. No se veía nada.
– ¿Qué tengo que mirar? -preguntó ella-. No se ve nada.
Cuando el aguanieve cae majestuosa se puede ver cómo se evaporan los copos mientras caen al suelo. Cómo lo bello y ligero es absorbido de nuevo en el aire, de donde había surgido, y el momento mágico termina.
Se sintió igual que uno de aquellos copos cuando él la agarró de las piernas y la hizo caer. Mientras caía, vio que su vida se disolvía y que todo cuanto conocía se pulverizaba. Lo único que sintió cuando su cabeza golpeó el suelo fue que él la seguía agarrando.
– No, no se ve nada en la caja, pero debería verse -dijo él entre dientes.
Ella sintió que manaba sangre de la sien, pero no le dolía.
– No sé a qué te refieres -se oyó decir.
– Había un hilo en la tapa -dijo su marido, bajando la cabeza hasta ella-. Y ahora no está.
– Suéltame. Déjame ponerme en pie. Seguro que se ha caído solo. ¿Cuánto tiempo llevas sin mirar en las cajas? ¿Cuatro años? ¿Sabes cuántas cosas pueden suceder en cuatro años?
Después hinchó sus pulmones de aire y gritó con todas sus fuerzas.
– ¡QUE ME SUELTES!
Pero no la soltó.
Cuando la arrastró al interior del cuarto de las cajas, vio que la distancia al taburete se hacía cada vez mayor. Vio el rastro de sangre que quedó en el suelo. Oyó sus juramentos y resoplidos cuando él le pisó la espalda para que no se levantara.
Quiso gritar otra vez, pero le faltaba aire.
Entonces él aflojó la presión del pie, la agarró de pronto con fuerza de las axilas y la arrastró hasta el cuarto. Allí se quedó, sangrando y paralizada en el pasillo de cajas de mudanza.
Tal vez hubiera podido reaccionar, pero lo que ocurrió no pudo preverlo.
Solo registró las piernas de él dando dos pasos rápidos a un lado, y que levantaban la caja de mudanzas que tenía encima.
Después él dejó caer con pesadez la caja sobre el pecho de ella.
Por un momento se quedó sin aire, pero instintivamente se retorció un poco a un lado y consiguió cruzar una pierna sobre la otra. Después llegó volando la segunda caja de cartón, que bloqueó su antebrazo contra las costillas y no la dejaba mover el cuerpo. Y para terminar, otra caja encima.
Tres cajas de mudanzas que pesaban demasiado.
Veía algo de la abertura de la puerta y el pasillo en el extremo de sus pies, pero también aquello desapareció cuando él cerró el hueco con una pila de cajas sobre su pantorrilla y finalizó con una última pila de cajas en el suelo, justo contra la puerta.
Su marido no dijo nada mientras lo hacía. Tampoco dijo nada cuando cerró la puerta con llave y la dejó completamente encerrada entre cajas.
No tuvo tiempo ni de gritar pidiendo ayuda. Claro que ¿quién iba a ayudarla?
¿Pensará dejarme aquí?, se preguntó mientras el diafragma se encargaba de la respiración del pecho. Solo llegaban unos resquicios de luz procedentes de la ventana Velux de arriba, y únicamente veía superficies marrones de cartón.
Cuando al fin llegó la oscuridad, sonó el móvil de su bolsillo trasero.
Sonó y sonó, hasta que también eso terminó.
En los primeros veinte kilómetros camino de Karlshamn, Carl fumó cuatro cigarrillos para superar los temblores producidos por el terrorífico café de Tryggve Holt.
Si hubiera terminado el interrogatorio la víspera, habría podido volver a casa justo después, y en aquel momento estaría calentito en su cama con el periódico sobre la tripa y el olor penetrante de los buñuelos de arroz de Morten en las fosas nasales.
Saboreó su propio mal aliento.
Sábado por la mañana. Dentro de tres horas estaría en casa. Mientras tanto, tendría que apretarse los machos.
Acababa de sintonizar a duras penas con Radio Blekinge cuando el timbre del móvil interrumpió un vals ejecutado por violines noruegos.
– ¡Vaya! ¿Dónde estás, Charlie? -dijo la voz al otro extremo de la línea.
Carl volvió a mirar el reloj. Solo eran las nueve, aquello no anunciaba nada bueno. ¿Cuál fue la última vez que su hijo postizo había estado levantado tan temprano un sábado?
– ¿Qué ocurre, Jesper?
El joven parecía cabreado.
– No aguanto más en casa de Vigga. Voy a volver a casa, ¿vale?
Carl bajó el volumen de la radio.
– ¿A casa? Oye, Jesper, escucha. Vigga acaba de darme un ultimátum. También ella quiere volver a casa, y si me parece mal prefiere vender la casa y quedarse con la mitad. ¿Dónde coño vas a vivir entonces?
– No puede hacer eso.
Carl sonrió. Era asombroso lo mal que conocía aquel chico a su madre.
– ¿Qué pasa, Jesper? ¿Por qué quieres volver a casa? ¿Te has cansado de los agujeros del techo de la cabaña de tu madre? O ¿es que te hizo fregar los platos anoche?
Sonrió para sí. El sarcasmo les venía bien a las contracciones del diafragma.
– El insti de Allerød queda en el quinto pino. Una hora para ir y otra para volver, es una putada. Y Vigga está chillando todo el tiempo. Estoy harto de oírla.
– ¿Chilla? ¿A qué te refieres? -preguntó, pero era una pregunta estúpida-. Deja, olvídalo, Jesper. No tengo ninguna gana de oír eso.
– ¡No, hombre! ¡No me refiero a eso! Chilla cada vez que no hay un tío en casa, y en este momento no hay ninguno. Es un coñazo, ni más ni menos.
¿No tenía ningún tío? Entonces, ¿qué coño había pasado con el poeta de gafas de concha? ¿Había encontrado una musa con más dinero en la cartera? ¿Una que fuera capaz de cerrar el pico de cuando en cuando?
Carl miró al paisaje empapado. El GPS decía que tenía que pasar por Rödby y por Bräkne-Hoby, y parecía un terreno accidentado y embarrado. Joder, cuántos árboles había en aquel país.
– Por eso quiere volver a Rønneholtparken -continuó el muchacho-. Allí al menos te tiene a ti.
Carl sacudió la cabeza. Menudo cumplido.
– Bueno, Jesper. Vigga no puede volver a casa de ninguna de las maneras. Escucha: te doy mil coronas si le quitas la idea de la cabeza.
– Vaya. ¿Y cómo voy a hacerlo?
– ¿Cómo? Encuéntrale un novio, chaval, ¿es que no tienes ideas? Dos mil si lo consigues antes del fin de semana. Entonces podrás volver a casa; si no, no.
Dos pájaros de un tiro, Carl estaba satisfecho de sí mismo. El joven al otro extremo de la línea estaba estupefacto.
– Y otra cosa: si vuelves a casa, no quiero volver a oírte refunfuñar porque Hardy vive con nosotros. Si no te gustan las reglas no tienes más que seguir viviendo en la casita de la pradera.
– ¿Cómo?
– ¿Está claro? Te doy dos mil si lo arreglas antes de este fin de semana.
Hubo un momento de silencio. La idea tenía que atravesar un filtro adolescente compuesto de falta de voluntad, pereza y una buena dosis de torpeza resacosa.
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