Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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El hervidero de Copenhague había perdido furor por un momento. Todos estaban contra la guerra entre bandas.

Carl asintió en silencio. Estaba bien que Morten estuviera allí. Seguro que no había muchos de Allerød. Joder, tampoco estaba él.

– Mira, Assad -se oyó decir a Hardy en voz baja.

Carl lo miró. ¿Había estado despierto todo el tiempo?

– ¿Dónde?

Miró a la pantalla y vio enseguida la cabeza redonda de Assad asomando entre la gente de la acera.

Al contrario que los demás, no dirigía la mirada hacia el coche fúnebre, sino más atrás, hacia el cortejo. Su cabeza se movía imperceptiblemente de lado a lado como la de una fiera que sigue con la mirada a su presa entre la espesura. Estaba serio. Después la imagen desapareció.

¿Qué coño…?, se dijo Carl.

– Ostras, parecía del Servicio de Información -gruñó Hardy.

Carl despertó en su cama hacia las tres con el corazón martilleándolo y un edredón que pesaba doscientos kilos. No se sentía bien. Era como una fiebre repentina. Como si una horda de virus lo hubiera atacado y paralizado su sistema nervioso simpático.

Jadeó en busca de aire y se llevó la mano al pecho. ¿Por qué siento pánico?, pensó, mientras echaba en falta una mano que agarrar.

Abrió los ojos en la habitación negra.

Esto me ha pasado antes, pensó, y recordó el ataque mientras el sudor le pegaba la camiseta al cuerpo.

Lo que lo provocó la vez anterior fue el tiroteo a que los sometieron a él, a Anker y a Hardy en Amager.

¿Podría ser lo mismo?

«Trata de recordar el episodio para poder distanciarte», solía decirle Mona durante el tratamiento.

Apretó los puños y recordó los temblores del suelo cuando alcanzaron a Hardy y la bala que le rozó la frente a él. La sensación de cuerpo contra cuerpo cuando Hardy lo arrastró en su caída y lo pringó de sangre. El intento heroico de Anker por detener a los atacantes pese a estar herido de gravedad. Y el último disparo mortal que dejó impresa para siempre la sangre del corazón de Anker en las sucias tablas del suelo.

Lo repasó todo varias veces. Recordó su vergüenza por no haber hecho nada, y el asombro de Hardy ante lo sucedido.

Y el corazón de Carl seguía martilleando.

– Me cago en la puta -dijo entre dientes varias veces mientras encendía la luz y un cigarrillo. Mañana mismo iba a telefonear a Mona para decirle que volvía a tener problemas. La llamaría y se lo diría del modo más encantador posible, añadiendo una pizca de impotencia. Puede que así ella correspondiera con más de una consulta. La esperanza es lo último que se pierde.

Sonrió al pensar en ello y se metió el humo hasta el fondo de los pulmones. Luego cerró los ojos y volvió a sentir el corazón percutiendo como un taladro. ¿Estaba enfermo grave, o qué?

Se levantó con dificultad y bajó las escaleras tambaleándose. Mierda, no iba a quedarse solo allí arriba con un ataque al corazón.

Entonces se desplomó, y despertó en el mismo sitio para ver a Morten zarandeándolo con restos de una bandera iraquí pintada en la frente.

Las cejas del médico de guardia expresaban que Carl le había hecho perder el tiempo. El comunicado era breve: exceso de trabajo.

¡Exceso de trabajo! Una ofensa poco habitual, a la que siguieron unas observaciones tópicas del doctor sobre el estrés, y después un par de pastillas que noquearon a Carl y lo enviaron al país de los sueños.

Cuando despertó el domingo a la una y media tenía la cabeza pesada, llena de imágenes horribles, pero el corazón latía normal.

– Que llames a Jesper -dijo Hardy desde su camilla cuando finalmente Carl consiguió bajar del dormitorio-. ¿Estás bien?

Carl se encogió de hombros.

– Me rondan por la cabeza cosas que no puedo controlar -respondió.

Hardy trató de sonreír, y Carl se podía haber mordido la lengua. Era lo jodido de tener a Hardy tan cerca. Había que pensar las cosas antes de abrir la boca.

– He estado pensando en lo de Assad ayer -comentó Hardy-. ¿Qué sabes realmente de él? ¿No deberías conocer a su familia? ¿No es hora de que le hagas una visita?

– ¿Por qué lo dices?

– Es normal que uno se interese por los colegas, ¿no?

¿Colegas? ¿Ahora iba a resultar que Assad era su colega?

– Te conozco, Hardy -dijo-. Algo te traes entre manos. ¿En qué estás pensando?

Hardy torció los labios hacia abajo en una especie de sonrisa. Desde luego, estaba bien que te entendieran.

– Bueno, es que de pronto lo vi diferente en la tele. Como si no lo conociera. ¿Tú conoces a Assad?

– Podrías preguntarme si conozco a alguien por completo. ¿Quién conoce a quién en realidad?

– ¿Dónde vive? ¿Lo sabes ?

– En Heimdalsgade, por lo visto.

– ¿Por lo visto?

¿Dónde vive? ¿Cómo es su familia? Aquello parecía un interrogatorio a fondo. Y por desgracia, Hardy tenía razón. Seguía sin saber un carajo sobre Assad.

– ¿Dices que llame a Jesper? -cambió de tema.

Hardy asintió ligeramente con la cabeza. Estaba claro que no había terminado con el asunto de Assad. Sirviera para lo que sirviese.

– ¿Has llamado? -preguntó a Jesper por el móvil justo después.

– Ya puedes ir aflojando la pasta, Charlie.

Un parpadeo reflejo se apoderó de Carl. Ostras, el chaval parecía seguro.

– ¡Carl! Me llamo Carl, Jesper. Si vuelves a llamarme Charlie, voy a quedarme temporalmente sordo en momentos decisivos; estás avisado.

– Vale, Charlie -rio de forma casi visible-. Pues a ver si puedes oír esto. He encontrado a un pavo para Vigga.

– Vaya. ¿Y vale los dos mil, o lo va a echar a la calle mañana como al poeta rechoncho? Porque entonces no vas a oler la guita.

– Tiene cuarenta años. Conduce un Ford Vectra, tiene una tienda de ultramarinos y una hija de diecinueve años.

– Bueno, bueno. ¿De dónde lo has sacado?

– Puse un anuncio en su tienda. Era el primero que ponía.

¡Joder! Desde luego, no le había costado nada ganar el dinero.

– ¿Y por qué crees que el tendero mercachifle va a ganarse a Vigga? ¿Se parece a Brad Pitt?

– Tú lo flipas, Charlie. Para eso Pitt tendría que quedarse roncando bajo el sol durante una semana.

– ¿Me estás diciendo que es negro?

– Negro no, pero poco le falta.

Carl contuvo el aliento mientras le contaban el resto de la historia con todo lujo de detalles. El hombre era viudo y tenía unos tímidos ojos castaños. Justo lo que Vigga necesitaba. Jesper lo había llevado a la cabaña con huerta, y el tipo alabó los cuadros de Vigga y exclamó embelesado que la cabaña con huerta era el lugar más acogedor que había visto en toda su vida. No hizo falta más. En aquel momento, al menos, estaban almorzando en un restaurante del centro.

Carl sacudió la cabeza. Debería estar más contento que unas pascuas, pero en su lugar volvía a notar una molesta sensación en el estómago.

Cuando Jesper terminó, Carl apagó el móvil a cámara lenta y dirigió la vista hacia Morten y Hardy, que lo miraron como un par de chuchos callejeros esperando las sobras de la comida.

– Toquemos madera, puede que nos hayamos salvado en última instancia. Jesper ha conseguido aparear a Vigga con el hombre ideal, así que tal vez podamos seguir viviendo aquí.

Morten abrió la boca, entusiasmado, y juntó las manos con cuidado.

– ¡No me digas…! -exclamó-. Y ¿quién es el príncipe azul?

– ¿Azul? -Carl trató de sonreír, pero era como si tuviera agarrotados los músculos faciales-. Por lo que dice Jesper, Gurkamal Singh Pannu es el indio con la tez más oscura al norte del Ecuador.

¿Había oído un estremecimiento sofocado de ambos?

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