– Y mira, Carl -le mostró Assad, tomando el primer folio del siguiente montón. Era un recorte del diario regional de Frederiksborg, que informaba de la muerte de Dennis Knudsen en la parte inferior de una página. «Muerto de una sobredosis», decía escuetamente.
Otro más para las estadísticas.
Carl examinó las siguientes hojas del montón. No cabía duda de que Lars Henrik Jensen había ofrecido mucho dinero a Dennis Knudsen por provocar el accidente. Tampoco había duda de que fue el hermano de Lasse, Hans, quien salió a la carretera delante del coche de Daniel Hale y lo obligó a invadir la calzada contraria. Todo como estaba convenido, excepto que Lasse nunca pagó a Dennis lo que le había prometido, y Dennis se enfadó.
Una carta de Dennis Knudsen, sorprendentemente bien escrita, daba a Lasse el ultimátum: o pagaba las trescientas mil coronas o Dennis lo machacaría en alguna carretera un día que Lasse nunca sabría cuándo llegaría.
Carl pensó en la hermana de Dennis. Desde luego, el hermanito pequeño por quien guardaba duelo se las traía.
Miró los tablones de anuncios y tuvo una visión general de los estragos causados por el tiempo en la vida de Lasse Jensen. El accidente de coche, el rechazo de la compañía de seguros. Un rechazo a la solicitud de ayuda que enviaron a la Fundación Lynggaard. Los motivos iban juntándose y se veían con más claridad que antes.
– ¿Crees que se ha vuelto loco de la cabeza por todo eso? -preguntó Assad, extendiéndole un objeto.
Carl frunció las cejas.
– No quiero ni pensarlo, Assad.
Examinó el objeto que le había pasado Assad. Era un pequeño móvil Nokia compacto. Rojo, nuevo y deslumbrante. Detrás estaba escrito «Sanne Jonsson» con pequeñas mayúsculas torcidas y un corazoncito encima. ¿Qué diría la chica cuando supiera que aún existía?
– Tenemos todo aquí -le dijo a Assad, señalando con la cabeza las fotos de la madre de Lasse en la cama del hospital, llorando. Fotografías de los edificios de Godhavn y de un hombre, bajo el cual estaba escrito con trazo grueso «Padre adoptivo Satanás». Viejísimos recortes de periódico que elogiaban HJ Industries y también al padre de Lasse Jensen por el extraordinario trabajo pionero llevado a cabo en la industria danesa de precisión. Había por lo menos diez fotos detalladas del transbordador de Schleswig-Holstein, con horarios, mediciones de distancias y el número de escalones hasta la cubierta de coches. Había también un esquema horario a dos columnas. Una para Lasse, una para su hermano. Así que habían sido dos los autores.
– ¿Qué significa eso? -quiso saber Assad, señalando los números.
Carl no estaba seguro.
– Podría significar que la secuestraron y la mataron en otro lugar. Me temo que podría ser la explicación de todo.
– Y eso, ¿qué significa, entonces? -continuó Assad, señalando la última mesa metálica, donde había varios cuadernos de anillas y una serie de planos técnicos en sección.
Carl tomó el primer cuaderno de anillas. Estaba dividido con separadores de plástico de colores, y en la primera sección ponía «Manual de submarinismo. Escuela de Armas de la Marina de Guerra, agosto de 1985». Hojeó el cuaderno y leyó los titulares: fisiología del buceador, esquemas de válvulas, tablas de descompresión superficial, tablas de tratamiento de oxígeno, Ley de Boyle, Ley de Dalton.
Un auténtico galimatías.
– Un camarero jefe ¿tiene que saber de submarinismo, Carl? -preguntó Assad.
Carl sacudió la cabeza.
– Puede que no sea más que un hobby.
Hojeó en el montón de papeles y encontró un borrador de manual escrito pulcramente con letra cursiva: «Instrucciones para pruebas de presión de contenedores, por Henrik Jensen, HJ Industries, 10/11/1986».
– ¿Puedes leer esto, Carl? -se sorprendió Assad con los ojos pegados al texto. Estaba claro que él no era capaz.
En la primera página había varios diagramas y esquemas de la disposición de las tuberías. Al parecer, se trataba de instrucciones para efectuar cambios en unas instalaciones existentes, probablemente lo que HJ Industries recibió de Interlab al comprar los edificios. Repasó lo mejor que pudo la hoja escrita a mano, y se fijó en las palabras «cámara de descompresión» y «encerrar».
Levantó la cabeza y vio un primer plano de Merete Lynggaard, fijado en el tablón de anuncios encima del montón de papeles. Las palabras «cámara de descompresión» volvieron a resonar en su cabeza.
Sintió un escalofrío al pensarlo. ¿Sería posible? La idea era demasiado espantosa y le provocó un sudor repentino.
– ¿Qué ocurre, Carl? -quiso saber Assad.
– Sal fuera a vigilar el patio. Ahora mismo, Assad.
Su compañero iba a repetir la pregunta cuando Carl se volvió una vez más hacia la última pila de papeles.
– Venga, Assad, y anda con cuidado. Llévate esto -dijo, dándole el hierro con el que habían roto el candado.
Hojeó los papeles rápidamente. Había muchos cálculos matemáticos, la mayoría escritos con letra de Henrik Jensen, aunque también con otras. Pero no había nada que se pareciese a lo que buscaba.
Una vez más observó la foto muy bien enfocada de Merete Lynggaard. Probablemente estaba hecha desde muy cerca, pero no debía de haberse dado cuenta, porque tenía la mirada desviada hacia un lado. Sus ojos tenían una expresión singular. Algo pizpireto y vivaracho que de alguna forma se transmitía al observador. Carl estaba seguro de que Lasse Jensen no la había colgado por eso. Más bien al contrario. Había muchos agujeros en el borde de la foto. Seguramente la habían quitado y puesto muchas veces.
Retiró uno a uno los cuatro alfileres que la sujetaban al tablón, tomó la fotografía en sus manos y le dio la vuelta. Lo que estaba escrito en el reverso era obra de un loco. Lo leyó varias veces.
«Esos ojos repugnantes saldrán de sus órbitas. Tu ridícula sonrisa se ahogará en sangre. Tu pelo se ajará y tu cerebro se desintegrará. Tus dientes se pudrirán. Nadie te recordará más que por lo que eres: una furcia, una zorra, una cabrona, una puta asesina. Como tal has de morir, Merete Lynggaard».
Y debajo, añadido en mayúsculas:
6/7/2002: 2 ATMÓSFERAS
6/7/2003: 3 ATMÓSFERAS
6/7/2004: 4 ATMÓSFERAS
6/7/2005: 5 ATMÓSFERAS
6/7/2006: 6 ATMÓSFERAS
15/5/2007: 1 ATMÓSFERA
Carl miró por encima del hombro. Era como si las paredes se contrajeran a su alrededor. Se llevó la mano a la frente y se quedó pensando muy concentrado. La tenían ellos, de eso estaba seguro. Ella estaba cerca. Allí ponía que iban a matarla dentro de cinco semanas, el 15 de mayo, pero era probable que la hubieran matado ya. Le dio la impresión de que él y Assad lo habían provocado. Y había ocurrido allí cerca. Con toda seguridad.
¿Qué hago? ¿Quién sabe algo?, pensó, rebuscando en su memoria.
Cogió su móvil y tecleó el número de Kurt Hansen, su viejo compañero que había terminado en el Parlamento con el Partido de la Derecha.
Removió inquieto los pies mientras sonaban los tonos. El tiempo estaba riéndose de ellos, lo percibió con total claridad.
Un segundo antes de apagar el teléfono, la voz característica de Kurt Hansen se anunció con un carraspeo.
Carl le pidió que estuviera callado, simplemente que escuchara y pensara con rapidez. Nada de preguntas, sólo respuestas.
– ¿Que qué pasa si se somete a una persona a una presión de seis atmósferas durante cinco años y después se baja a una de repente? -preguntó Kurt-. Vaya pregunta más extraña. Una situación así es muy poco probable, ¿no?
– Tú responde. Eres el único que conozco que sabe algo de esas cosas. No conozco a nadie más que tenga un certificado de buceador profesional. Dime qué ocurre en ese caso.
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