– No lo sé, Lasse -dijo la mujer varias veces, casi gimoteando.
– ¿Por qué crees que van a volver? -continuó Lasse-. Les has dicho que estaba navegando, ¿no?
– Pero Lasse, ya saben en qué naviera trabajas. Han oído hablar del coche que viene de la naviera, se le ha escapado al negro, y el policía danés se ha cabreado, era evidente. Seguro que ya saben que llevas varios meses en tierra. Que estás en el departamento de catering. Se van a enterar, Lasse, lo sé. También que envías aquí varias veces por semana la comida que sobra en coches de la naviera, basta hacer una llamada, Lasse, no puedes evitarlo. Y entonces volverán. Creo que han ido a por una orden de registro. Han preguntado si podían echar un vistazo por la casa.
Merete contuvo el aliento. ¿La policía iba a volver? ¿Con una orden de registro? ¿Eso creían? Miró la muñeca ensangrentada y apretó con fuerza un dedo sobre la herida.
Bajo el pulgar la sangre seguía manando, se concentraba en los pliegues bajo la muñeca y desde allí goteaba lentamente sobre su regazo. Sólo soltaría la presa si estaba convencida de que la batalla estaba perdida. Seguramente la vencerían, pero en aquel momento estaban en apuros. Qué sensación tan maravillosa.
– ¿Para qué querían ver la finca? -preguntó Lasse.
La presión de los oídos de Merete aumentó. Apenas podía compensar la diferencia de presión. Trató de bostezar y se puso a escuchar con atención. Empezó a notar una presión en la cadera. En la cadera y en las muelas.
– El policía danés ha dicho que tenía un hermano que trabaja en una farmacéutica y que le gustaría visitar el lugar donde empezó una gran empresa como Interlab.
– Vaya estupidez.
– Por eso te he llamado.
– ¿Cuánto hace que han estado?
– No hará ni veinte minutos.
– Entonces puede que no nos quede ni una hora. También debemos recoger el cadáver y deshacernos de él, no va a darnos tiempo. Necesitamos tiempo para limpiar y baldear. No, esperaremos hasta después. Ahora se trata de que no encuentren nada y nos dejen en paz.
Merete trató de alejar de sí la palabra «recoger». ¿Era realmente ella de quien hablaba Lasse? ¿Cómo podía haber gente tan cínica y repugnante?
– ¡Ojalá os agarren antes de que escapéis! -gritó-. ¡Ojalá os pudráis en la cárcel como unos cerdos, que es lo que sois! Os odio, ¿lo entendéis? ¡Os odio a todos!
Se levantó poco a poco, mientras las sombras del otro lado se desplazaban tras la superficie de vidrio destrozado.
– ¡Entonces puede que finalmente sepas lo que es el odio! ¿Lo entiendes ahora? -gritó Lasse con voz helada.
– Lasse, no habrás pensado hacer saltar la casa por los aires, ¿verdad?
Merete escuchaba, concentrada.
Hubo una pausa. Lasse debía de estar pensando. Pensando en matarla. En cómo matarla con el mínimo riesgo. Ya no se trataba de ella, la daban por muerta. Se trataba de ellos.
– No, no podemos hacerlo en estas condiciones, hay que esperar. No tienen que sospechar nada. Si hacemos saltar todo por los aires ahora, nuestro plan se va al garete. El seguro no nos pagará, mamá. Nos veremos obligados a desaparecer. Para siempre.
– No podría soportarlo, Lasse -se lamentó la mujer.
Pues entonces muere conmigo, bruja, pensó Merete.
– Ya lo sé, mamá. Ya lo sé -respondió Lasse. Merete no lo había oído hablar con tal dulzura desde que lo miró a los ojos el día de su cita en el Bankeråt. Por un momento su voz sonó humana, pero después llegó la pregunta que hizo que ella apretara con más fuerza la herida-. ¿Dices que ha atascado la compuerta?
– Sí. ¿No lo oyes? La descompresión va demasiado despacio.
– Pues pondré en marcha el temporizador.
– ¿El temporizador? Pero las toberas tardan veinte minutos en abrirse. ¿No hay otra solución? Se ha pinchado la vena, Lasse. ¿No podemos parar la renovación de aire?
¿Temporizador? ¿No le habían dicho que podían disminuir la presión cuando quisieran? ¿Que no tendría tiempo de hacerse daño antes de que abrieran las compuertas? ¿Era mentira?
La histeria iba apoderándose de ella. Cuidado, Merete, sintió una voz que la atravesaba. Reacciona. No te encierres en ti misma.
– ¿De qué nos va a valer parar la renovación de aire? -sonó la voz claramente irritada de Lasse-. Cambiamos el aire ayer. Tarda por lo menos ocho días en gastarse. No, pondré el temporizador en marcha.
– ¿Tenéis problemas? -gritó Merete-. ¿No funciona vuestro cachivache, Lasse?
Éste intentó hacer que funcionara, como si se riera de ella, pero no la engañó. Era evidente que estaba cabreadísimo por su tono burlón.
– Por eso no te preocupes -dijo Lasse con voz controlada-. Mi padre lo construyó. Era la cámara para pruebas de presión más avanzada del mundo. Aquí se fabricaban los mejores sistemas de contención, los más comprobados del mundo. Normalmente se bombea agua al contenedor y se hacen pruebas de presión interna, pero en la fábrica de mi padre los contenedores se exponían también a presión externa. Se hacía todo con el mayor cuidado. El temporizador controlaba la temperatura y la humedad de la cámara, ajustaba todos los factores para que la descompresión no fuera demasiado rápida. De lo contrario aparecerían grietas en los contenedores durante el control de calidad. ¡Por eso se necesita tiempo, Merete! ¡Por eso!
Estaban todos locos.
– ¡Tenéis problemas de verdad! -chilló-. Porque estáis locos. Estáis completamente perdidos, igual que yo.
– ¿Problemas? ¡Ya te voy a dar yo problemas! -gritó Lasse con voz exaltada.
Merete oyó alboroto al otro lado y ruido de pasos rápidos en el pasillo. Después apareció una sombra a un lado del cristal, y los altavoces reprodujeron dos estruendos ensordecedores. Después vio que uno de los cristales volvía a cambiar de color: ahora era completamente blanco y opaco.
– A menos que pulvericéis la casa completamente, he dejado aquí dentro tantas tarjetas de visita que no podréis borrarlas. No vais a escapar, Lasse -los amenazó, riendo-. No vais a escapar. Me he ocupado de que sea imposible.
En el minuto que siguió oyó otras seis detonaciones. Eran disparos, tres disparos dobles. Pero ambos cristales aguantaron.
Al poco sintió una presión en la articulación del hombro. No mucha, pero era desagradable. También sentía presión en los senos frontales y laterales y en la articulación de la mandíbula. La piel le tiraba. Si eso era consecuencia de la descompresión mínima provocada por el silbido y el resquicio al otro lado, lo que le esperaba cuando hicieran una descompresión total sería completamente insoportable.
– ¡Llega la policía! -gritó-. ¡Lo presiento!
Hundió la cabeza y miró su brazo ensangrentado. La policía no iba a llegar a tiempo, ya lo sabía. Pronto se vería obligada a levantar el pulgar de la herida. Dentro de veinte minutos iban a abrirse las toberas.
Sintió una corriente cálida recorrer el otro brazo. La primera herida había vuelto a abrirse traicioneramente. Las profecías de Lasse iban a cumplirse. Cuando la presión interna de su cuerpo aumentara, la sangre iba a brotar a mares.
Retorció un poco el cuerpo para poder apretar la herida abierta contra su rodilla, y por un segundo rió. Parecía un juego de niños de tiempos pasados.
– Voy a activar el temporizador, Merete -la informó Lasse al otro lado-. Dentro de veinte minutos se abrirán las toberas y vaciarán la presión de la cámara. Al cabo de otra media hora la cámara estará a una atmósfera. Es cierto que puedes quitarte la vida antes de eso, no lo dudo. Pero ya no podré verlo, ¿comprendes, Merete? No podré verlo, porque los cristales están totalmente opacos ahora. Y si yo no puedo ver, tampoco pueden ver otros. Vamos a sellar la cámara de descompresión, Merete, tenemos montones de placas de pladur. Y tú vas a morir, de una manera u otra.
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