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Jussi Adler-Olsen: La mujer que arañaba las paredes

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Jussi Adler-Olsen La mujer que arañaba las paredes

La mujer que arañaba las paredes: краткое содержание, описание и аннотация

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En Copenhague, el policía Carl Mørck está atravesando una de las épocas más negras de su vida. Tras ser sorprendido por el ataque de un asesino, un compañero suyo resulta muerto y otro gravemente herido. Su sentimiento de culpabilidad aumenta cuando su jefe y la prensa dudan de su actuación. Relegado a un nuevo departamento dedicado a casos no resueltos, Carl Mørck ve una oportunidad de demostrar su valía al descubrir las numerosas irregularidades cometidas en el caso de Merete Lynggaard. Cuando en 2002 esta mujer, una joven promesa de la política danesa, desapareció mientras realizaba un viaje en ferry, la policía decidió cerrar el caso por falta de pruebas. Sin embargo, Merete Lynggaard sigue viva aunque sometida a un terrible cautiverio. Encerrada y expuesta a los caprichos de sus secuestradores, sabe que morirá el 15 de mayo de 2007. Carl Mørck ha de utilizar todo su ingenio e intuición.

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Merete oyó que la mujer reía.

– Ven, hermano, ven a ayudar -oyó decir a Lasse. Ahora sonaba diferente. Recuperado.

Se oyeron ruidos al otro lado, y la cámara fue oscureciéndose poco a poco. Entonces apagaron los focos y colocaron todavía más placas de pladur contra los cristales, hasta que finalmente todo quedó a oscuras.

– Buenas noches, Merete -se despidió Lasse con voz tranquila-. Ojalá te consumas en las llamas eternas del infierno.

Después desconectó los altavoces y todo quedó en silencio.

Capítulo 38

El mismo día

La cola de la autopista E-20 era mucho más larga de lo habitual. Aunque la sirena estaba volviendo loco a Carl dentro del coche, la gente de los demás coches no la oía. Estaban a sus cosas, con la radio del coche a tope, deseando estar muy lejos de allí.

Assad golpeó el salpicadero, cabreado, y los últimos kilómetros hasta la siguiente salida circularon en su mayor parte por el arcén, mientras los coches que los precedían tenían que retirarse para dejarlos pasar.

Cuando finalmente se detuvieron ante la granja, Assad señaló al otro lado de la carretera.

– Ese coche ¿estaba ahí antes? -preguntó.

Carl divisó el coche tras haber recorrido el sendero de gravilla con la mirada hasta llegar a tierra de nadie. Estaba oculto tras unos arbustos unos cien metros más allá. Probablemente la parte delantera del capó de un 4x4 gris metálico.

– No estoy seguro -respondió Carl, tratando en vano de no hacer caso al móvil del bolsillo interior.

Lo sacó de un tirón y miró el número. Era de Jefatura.

– Mørck al aparato -dijo, mirando hacia la granja. Todo estaba como antes. No había señales de pánico o fuga.

Era Lis y parecía satisfecha de sí misma.

– Ya funciona, Carl. Todos los registros han vuelto a funcionar. La señora del Ministerio del Interior ha encontrado el modo de contrarrestar el desbarajuste que ha provocado, y la señora Sørensen ya ha probado con todas las combinaciones posibles del número de registro civil de Lars Henrik Jensen, tal como le pidió Assad. Ha sido un trabajo duro, creo que le debéis un gran ramo de flores, pero ha encontrado al hombre. Efectivamente, tal como suponía Assad, habían cambiado dos de las cifras de su número. Está registrado en Strøhusvej, en Greve -dijo, y le dio el número.

Carl miró las cifras forjadas a mano de la fachada de la granja. En efecto, era el mismo número.

– Muchas gracias, Lis -repuso, tratando de parecer entusiasmado-. Da las gracias a la señora Sørensen. Ha hecho un buen trabajo.

– Pero hay más, Carl.

Carl aspiró profundamente y vio que la mirada sombría de Assad examinaba con detalle la zona que tenían enfrente. Carl lo notaba también. Había algo realmente extraño en la forma en que se había instalado aquella gente. No era nada normal.

– Lars Henrik Jensen no tiene antecedentes penales y es camarero jefe de profesión -siguió parloteando Lis en segundo plano-. Trabaja para la naviera Merconi y navega sobre todo por el Báltico. Acabo de hablar con su empresa, y Lars Henrik Jensen es el responsable del servicio decatering de la mayoría de sus barcos. Dicen que es un buen profesional. Por cierto, todos lo llaman Lasse.

Carl desvió la mirada del patio de la granja que tenía enfrente.

– ¿Tienes el número de su móvil?

– Sólo el de un fijo -contestó Lis. Le dio el número, pero Carl no lo escribió. ¿Para qué iba a servirles? ¿Para llamar y decir que iban a entrar dentro de dos minutos?

– ¿No tiene móvil?

– En esa dirección sólo aparece un tal Hans Jensen.

Vale. Así se llamaba el joven flaco. Escribió su número y volvió a darle las gracias.

– ¿Qué era? -preguntó Assad.

Carl se encogió de hombros y sacó de la guantera el permiso de circulación del coche.

– Nada que no supiéramos ya. ¿Qué…? ¿Nos ponemos en marcha?

El joven flaco abrió la puerta en cuanto llamaron. No dijo nada, sino que los dejó pasar sin más, casi como si los esperasen.

Por lo visto pretendían aparecer como si él y la mujer hubieran estado comiendo con la mayor calma en una mesa con mantel floreado, diez metros más allá. Con toda probabilidad unos raviolis de lata que acababan de abrir. Si los tocaba, seguro que estarían fríos. A él no lo engañaban con gestos para la galería.

– Traemos una orden de registro -comenzó, sacando el permiso de circulación del coche y extendiéndolo ante ellos un breve instante.

El joven se estremeció al verlo.

– ¿Podemos mirar un poco? -preguntó Carl, señalando a Assad los monitores con un gesto de la mano.

– Esa pregunta está de sobra -replicó la mujer. Tenía un vaso de agua en la mano y parecía exhausta. La rebeldía de su mirada se había esfumado, pero no parecía tener miedo alguno; sencillamente, se había resignado.

– Esos monitores ¿para qué los utilizan? -interrogó Carl después de que Assad hubiera registrado el cuarto de baño. Señaló la luz verde que brillaba tras la tela.

– Ah, eso es algo que ha puesto Hans -contestó la mujer-. Vivimos en el campo y se oyen muchas cosas. Decidimos instalar unas cámaras para poder vigilar la zona que rodea la casa.

Carl vio que Assad retiraba la tela y meneaba la cabeza.

– Ninguna tiene imagen, Carl -hizo saber.

– Hans, ¿puedo preguntarte por qué están encendidos los monitores si no están conectados a ninguna parte?

El chico miró a su madre.

– Están siempre encendidos -respondió ella, como si la aclaración fuera necesaria-. La corriente viene de la caja de la acometida.

– De la caja de la acometida, ¡vaya! ¿Y dónde está?

– No lo sé. Eso lo sabe Lasse -repuso la mujer, dirigiéndole una mirada triunfal. El callejón sin salida ya estaba dispuesto. Carl estaba en medio de él, mirando las altas paredes. Eso creía ella.

– En la naviera nos han dicho que en este momento Lasse no está navegando. ¿Dónde está?

La madre sonrió ligeramente.

– Cuando Lasse no está navegando suele tener líos de faldas. No es algo de lo que le hable a su madre, y así tiene que ser.

Su sonrisa se amplió. Los dientes amarillos estaban preparados para morderlo.

– Vamos, Assad -lo llamó Carl-. Aquí no hay nada más que hacer. Vamos a ver los otros edificios.

Su mirada se cruzó brevemente con la de ella al salir por la puerta. La mujer había extendido ya la mano hacia el paquete de cigarrillos que había en la mesa. La sonrisa había desaparecido. Señal de que iban por buen camino.

– Ahora vamos a fijarnos bien en lo que ocurre a nuestro alrededor, Assad. Empezaremos por este edificio -dijo, señalando el que sobresalía por encima de los demás.

– Quédate aquí y vigila por si ocurre algo en los demás edificios, ¿vale?

Assad asintió en silencio.

Cuando Carl se volvió, detrás de él sonó un clic suave pero característico. Se giró hacia Assad y vio que sostenía en la mano una brillante navaja de muelles con una hoja de diez centímetros. Bien utilizada, ponía al contrario en un serio aprieto, y mal utilizada ponía a todos en un aprieto.

– ¿Qué coño haces, Assad? ¿De dónde has sacado eso?

Assad se encogió de hombros.

– Ha sido por arte de magia, Carl. Lo haré desaparecer igual, o sea, te lo prometo.

– No vas a hacer nada.

La sensación de Carl de no haber conocido nada parecido a Assad se estaba afianzando de manera permanente, por lo visto. ¿Un arma completamente ilegal? ¿Cómo diablos se le había ocurrido algo tan demencial?

– Estamos aquí de servicio, Assad, ¿me sigues? Esa navaja no encaja, dámela.

El gesto experimentado con que Assad cerró la navaja en un santiamén era realmente preocupante.

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