– Pues que te mueres.
– Ya, pero ¿en cuánto tiempo?
– No tengo ni idea, pero desde luego no es nada agradable.
– ¿Por qué?
– Porque revientas por dentro. Los alvéolos hacen reventar los pulmones. El nitrógeno de los huesos desgarra el tejido, los órganos, todo el cuerpo se dilata, porque hay aire por todo el cuerpo. Trombosis, hemorragia cerebral, hemorragias generalizadas, incluso…
Carl lo interrumpió.
– ¿Quién puede ayudar en esa situación?
Kurt Hansen volvió a carraspear. Tal vez no lo supiera.
– ¿Es una situación real, Carl? -añadió después.
– Me temo que sí.
– Entonces llama a Holmen. Tienen una cámara de descompresión móvil. Una Duocom de Dräger -dijo. Le dio el número de teléfono y Carl le dio las gracias.
Fue cuestión de un momento poner en antecedentes de la situación a la gente de la Marina de Guerra.
– Daos prisa, es muy importante -suplicó Carl-. Tenéis que traer taladros y cosas así. No sé qué obstáculos vais a encontrar. Y avisad a Jefatura. Necesito refuerzos.
– Creo que me hago cargo de la situación -lo tranquilizó la voz.
Se acercaron con sumo cuidado al último de los edificios. Exploraron con atención la tierra, para ver si se había enterrado algo recientemente. Miraron con detenimiento a los pringosos cubos de plástico alineados junto a la pared, como si pudieran contener una bomba.
También aquella puerta estaba cerrada con un candado que Assad rompió con el hierro plano. A ese paso iba a convertirse en parte de su curriculum.
Había un olor dulzón en la entrada. Como una mezcla del agua de colonia del dormitorio de Lasse Jensen y de carne pasada. O quizá más bien como el olor de las jaulas de animales salvajes del zoo un cálido y floreado día de primavera.
En el suelo había un montón de relucientes contenedores de acero inoxidable de diversas longitudes. En la mayoría estaban sin terminar de montar los instrumentos de medida, pero algunos estaban acabados. Las interminables estanterías de una de las paredes sugerían que se había esperado que la producción fuera grande. Pero no lo fue.
Carl indicó a Assad con un gesto que lo siguiera a la próxima puerta y se llevó el índice a los labios. Assad asintió en silencio y agarró el hierro hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Caminaba algo agachado, como si quisiera ofrecer un blanco menor. Casi parecía un reflejo.
Carl abrió la siguiente puerta.
Había luz en la estancia. Las lámparas de cristal reforzado iluminaban una zona de pasillos en la que a un lado había puertas que llevaban a una serie de oficinas sin ventanas, y al otro una puerta que llevaba a otro pasillo más. Carl hizo un gesto con la mano para que Assad registrara las oficinas, y se adentró en el pasillo largo y estrecho.
Era algo repugnante. Como si durante años hubieran arrojado mierda o suciedad a las paredes y al suelo. Algo incompatible con el espíritu con el que Henrik Jensen, fundador de la fábrica, había deseado crear aquel entorno. A Carl le costaba imaginar a ingenieros con bata blanca en aquel ambiente. Le costaba muchísimo.
Al final del pasillo había una puerta, que Carl abrió con cuidado mientras apretaba la navaja que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
Encendió la luz y vio que se encontraba en un espacio que hacía las veces de almacén, con un par de mesas sobre ruedas y montones de placas de pladur y diversas bombonas de hidrógeno y oxígeno. Dilató de manera instintiva las ventanas de la nariz. Olía a pólvora. Como si hubieran disparado un arma recientemente.
– No había nada en ninguna oficina -oyó que le decía Assad por detrás en voz baja.
Asintió en silencio. Al parecer, tampoco allí había nada. Aparte de la misma impresión de sordidez que acababa de percibir antes en el pasillo.
Assad entró en la estancia y miró alrededor.
– Ese Lasse tampoco está aquí.
– Ahora no lo buscamos a él.
– ¿A quién buscamos, entonces? -preguntó Assad arrugando el entrecejo.
– Shhh -susurró Carl-. ¿No lo oyes?
– ¿Qué?
– Escucha con atención. Se oye un silbido muy débil.
– ¿Un silbido?
Carl levantó la mano para hacer que callara, y cerró los ojos. Podría ser un ventilador lejano. Podría ser el agua corriendo por las cañerías.
– Es ruido de aire, Carl. Como si algo estuviera pinchado.
– Ya, pero ¿de dónde viene?
Carl giró poco a poco sobre sí mismo. Era sencillamente imposible de localizar. La estancia tendría a lo sumo tres metros y medio de ancho por cinco o seis de largo, y aun así parecía que el sonido procedía de todas partes y de ninguna parte.
Hizo una fotografía mental de la estancia. A su izquierda había cuatro montones de unas cinco placas de pladur apoyadas en la pared. En el extremo de la pared del fondo había una placa de pladur torcida. La pared de la derecha estaba desnuda.
Miró al techo y vio cuatro paneles con pequeños agujeros, y entre ellos manojos de cables y tubos de cobre que iban desde el pasillo y pasaban al otro lado de las placas de pladur.
Assad también lo vio.
– Debe de haber algo, o sea, al otro lado de las placas, Carl.
Este asintió con la cabeza. Tal vez la pared exterior, tal vez otra cosa.
Con cada placa que retiraban y colocaban en la pared opuesta era como si el sonido se hiciera más audible.
Finalmente se encontraron frente a una pared en cuya parte superior había una gran caja negra y también diversos interruptores basculantes, instrumentos de medida y botones. A un lado de aquel panel de control había incrustada una puerta arqueada de dos secciones, forrada con placas metálicas, y al otro dos enormes ojos de buey con cristal blindado y completamente blanco donde habían pegado con cinta adhesiva unos cables entre un par de barras que supuso podrían ser detonadores. Debajo de cada ojo de buey había una cámara de vigilancia sobre un soporte. No era difícil de imaginar para qué se habían utilizado y cuál podía ser el objetivo de los detonadores.
Debajo de las cámaras había unas pequeñas bolas negras. Las recogió y comprobó que eran perdigones. Palpó la estructura del cristal y retrocedió un paso. No había duda de que habían disparado contra los cristales. De modo que los habitantes de la granja no controlaban quizá por completo la situación.
Pegó la oreja a la pared. El sonido sibilante procedía de ahí dentro. No de la puerta ni de los cristales, sino de dentro. Debía de ser un sonido sumamente penetrante para poder atravesar el recinto macizo.
– Indica más de cuatro bares, Carl.
Éste alzó la vista hacia el manómetro al que Assad daba golpecitos. Era verdad. Y cuatro bares era el equivalente de cinco atmósferas. O sea, que la presión de la cámara había descendido una atmósfera.
– Assad, creo que Merete Lynggaard está ahí dentro.
Su compañero se quedó quieto mirando la puerta metálica arqueada.
– ¿Tú crees?
Carl asintió en silencio.
– La presión está bajando, Carl.
Era cierto. El movimiento de la aguja era visible.
Carl miró los numerosos cables. Los finos que había entre los detonadores terminaban con los cabos aislados en el suelo. Seguramente habían pensado conectarlos a una batería o algún otro componente explosivo. ¿Sería eso lo que querían hacer el 15 de mayo, cuando bajaran la presión a una atmósfera, tal como ponía en la parte trasera de la foto de Merete Lynggaard?
Miró en derredor tratando de encontrar una lógica a aquello. Los tubos de cobre entraban directamente en la cámara. Habría unos diez en total, pero ¿cómo saber cuál servía para disminuir la presión y cuál para aumentarla? Si cortaban uno de ellos, había un gran riesgo de que empeorase la situación de quien estaba en la cámara de descompresión. Lo mismo ocurriría si metían mano en los cables eléctricos.
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