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Jussi Adler-Olsen: La mujer que arañaba las paredes

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Jussi Adler-Olsen La mujer que arañaba las paredes

La mujer que arañaba las paredes: краткое содержание, описание и аннотация

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En Copenhague, el policía Carl Mørck está atravesando una de las épocas más negras de su vida. Tras ser sorprendido por el ataque de un asesino, un compañero suyo resulta muerto y otro gravemente herido. Su sentimiento de culpabilidad aumenta cuando su jefe y la prensa dudan de su actuación. Relegado a un nuevo departamento dedicado a casos no resueltos, Carl Mørck ve una oportunidad de demostrar su valía al descubrir las numerosas irregularidades cometidas en el caso de Merete Lynggaard. Cuando en 2002 esta mujer, una joven promesa de la política danesa, desapareció mientras realizaba un viaje en ferry, la policía decidió cerrar el caso por falta de pruebas. Sin embargo, Merete Lynggaard sigue viva aunque sometida a un terrible cautiverio. Encerrada y expuesta a los caprichos de sus secuestradores, sabe que morirá el 15 de mayo de 2007. Carl Mørck ha de utilizar todo su ingenio e intuición.

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– ¡No! – chilló Carl, y apenas oyó lo que gritaba. Intentó levantarse, pero se dio cuenta del alcance del disparo que había recibido. Miró al suelo, donde la sangre se había corrido en forma de rayas. Luego se llevó la mano al muslo y apretó mientras se levantaba.

Assad, sangrando, estaba sentado sobre el pecho de Lasse, y tenía la navaja contra su cuello. Carl no lo oyó, pero vio que Assad gritaba al hombre que tenía debajo, y que Lasse escupía a Assad después de cada palabra.

Entonces poco a poco fue recuperando la audición en un oído. Ahora el relé del techo había vuelto a empezar a aspirar aire de la cámara. Esta vez el silbido estaba un tono más alto que antes. ¿O era quizá el sentido del oído que le jugaba una mala pasada?

– ¿Cómo se para este puto trasto? ¿Cómo se cierran las válvulas? ¡Suéltalo! -gritó Assad sabe Dios cuántas veces, seguido cada vez por los escupitajos de Lasse.

Entonces Carl se dio cuenta de que por cada escupitajo que recibía, Assad apretaba un poco más con la navaja la garganta de Lasse.

– ¡He rebanado el pescuezo a mejores personas que tú! -gritó Assad, arañándolo y haciendo que brotara la sangre.

Carl no sabía qué pensar.

– Aunque lo supiera, no lo diría -masculló Lasse entre dientes. Carl miró la pierna de Lasse, donde Assad lo había apuñalado. La hemorragia no parecía grave. No era como cuando se corta la arteria femoral, pero no dejaba de ser peligroso.

Miró al manómetro, donde la presión disminuía lenta pero continuamente. ¿Dónde coño se habían metido los refuerzos? Los de Holmen ¿no habían dado la voz de alarma a sus compañeros, como les pidió? Carl se apoyó en la pared, sacó el móvil y marcó el teléfono del servicio de guardia. Iba a llegar ayuda dentro de pocos minutos. Sus compañeros y las ambulancias iban a tener de qué ocuparse.

No sintió el golpe contra su brazo, sólo observó que el móvil golpeaba el suelo y su brazo caía al costado. Se volvió de pronto y vio que el ser flaco que estaba detrás asía la placa de hierro que habían empleado para romper el candado y golpeaba a Assad en la sien.

Assad cayó a un lado sin decir palabra.

Después el hermano de Lasse avanzó un paso y pisoteó el móvil hasta descuartizarlo.

– Dios mío, ¿es grave, mi niño? -se oyó detrás. La mujer avanzó en su silla de ruedas con el disgusto pintado en su rostro. No prestó atención al hombre desvanecido en el suelo. No veía más que la sangre que brotaba de los pantalones de su hijo.

Lasse se levantó con dificultad y miró cabreado a Carl.

– No es nada, mamá -la tranquilizó, sacando un pañuelo del bolsillo del pantalón, quitándose el cinto de un tirón y apretándolo bien en torno al muslo, ayudado por su hermano.

La mujer pasó junto a ellos y miró al manómetro.

– ¿Cómo te va, puta zorra? -gritó hacia el cristal.

Carl miró a Assad, que respiraba débilmente tumbado en el suelo. Tal vez sobreviviera. Carl deslizó la mirada por el suelo, esperando divisar la navaja. Tal vez estuviera debajo de Assad, tal vez quedara a la vista cuando el tipo flaco se moviera un poco.

Fue como si el flaco lo hubiese notado. Se volvió hacia Carl con una expresión infantil en el rostro. Como si Carl fuera a robarle algo o quizá incluso a pegarlo. La mirada que dirigió a Carl estaba modelada por la soledad de la infancia. Por otros niños que no entendían lo vulnerable que podía ser un individuo cándido. Levantó la placa de hierro y apuntó a la garganta de Carl.

– ¿Quieres que lo mate, Lasse? Puedo hacerlo.

– No hagas nada -gruñó la mujer, acercándose.

– Siéntate, poli de mierda -ordenó Lasse mientras se levantaba completamente-. Ve a buscar la batería, Hans. Vamos a volar la casa. Es lo único que podemos hacer. Date prisa. Dentro de diez minutos estaremos lejos de aquí.

Cargó la escopeta de cartuchos y siguió con la mirada a Carl, quien resbaló por la pared hasta quedar sentado con la compuerta a la espalda.

Entonces Lasse arrancó la cinta adhesiva de los cristales y tiró de las cargas explosivas hacia sí. Con un rápido movimiento de la mano enroscó la mezcla mortal de cables y detonadores en torno al cuello de Carl como si fuera una bufanda.

– No vas a sentir nada, así que no tengas miedo. Pero para ésa va a ser diferente. Así tiene que ser -dijo Lasse con frialdad, y arrastró las bombonas de gas hacia la pared de la cámara de descompresión, detrás de Carl.

En ese momento entró su hermano con una batería y un rollo de cable.

– No, vamos a hacerlo de otra forma, Hans. Vamos a volver a sacar la batería. Sólo tienes que hacer la conexión -declaró Lasse, enseñándole cómo había que conectar las cargas explosivas del cuello de Carl al alargador y después a la batería-. Deja mucho cable. Tiene que llegar hasta el patio.

Rió, mirando a los ojos a Carl.

– Sí, llevaremos la corriente hasta ahí, así la explosión se llevará la cabeza del capullo a la vez que revientan las bombonas de gas.

– Pero hasta entonces ¿qué? ¿Qué hacemos con ése? -preguntó su hermano, señalando a Carl-. Puede romper los cables.

– ¿Ese? -Lasse sonrió y arrastró la batería para alejarla de Carl-. Sí, tienes razón. Dentro de un momento podrás darle una hostia y dejarlo sin sentido.

Después cambió de tono y se volvió hacia Carl con la seriedad pintada en el rostro.

– ¿Cómo has llegado hasta mí? Dices que por Dennis Knudsen y Uffe. No lo entiendo. ¿Cómo los relacionaste conmigo?

– Cometiste mil errores, payaso. ¡Por eso!

Lasse retrocedió un poco con algo muy cercano a la locura profundamente anclado en las cuencas de sus ojos. Con toda seguridad le pegaría un tiro enseguida. Apuntaría tranquilamente y dispararía. Adiós, Carl. No iba a dejarle que impidiera la voladura de todo aquello. Como si no lo supiera.

Con el alma sosegada, Carl levantó la mirada hacia el hermano de Lasse. Estaba manipulando con torpeza los cables, pero éstos se negaban a obedecer. En cuanto los desenrollaba volvían a enrollarse.

En el mismo instante notó que el brazo herido de Assad temblaba contra su pantorrilla. Tal vez no estuviera tan gravemente herido. Triste consuelo en aquella situación. Dentro de poco iban a matarlos, de todas formas.

Carl cerró los ojos y trató de recordar un par de momentos importantes de su vida. Tras unos segundos con la mente en blanco volvió a abrirlos. No le quedaba ni ese consuelo.

Su vida ¿le había dado realmente tan pocos momentos álgidos?

– Ahora tienes que salir, mamá -oyó decir a Lasse-. Sal al patio y aléjate de los muros. Nosotros saldremos enseguida. Y luego desapareceremos.

La madre asintió en silencio. Dirigió la mirada por última vez hacia uno de los ojos de buey y escupió al cristal.

Cuando pasó junto a sus hijos dirigió una mirada burlona a Carl y al hombre que yacía junto a él. Si hubiera podido patearlos, lo habría hecho. Le habían robado la vida, igual que lo habían hecho otros antes. Se encontraba en un estado de amargura y odio permanentes. Ningún elemento extraño debía entrar en su burbuja de cristal.

No hay sitio para que pases, bruja, pensó Carl, y vio lo torcida que estaba una pierna de Assad, estirada hacia un lado.

Cuando la mujer avanzó hacia la pierna de Assad, éste soltó un rugido mientras se levantaba de pronto y se colocaba de un salto entre la mujer y la puerta. Los dos hombres junto a los ojos de buey se volvieron y Lasse alzó la escopeta cuando Assad, con la sangre manándole de la sien, se inclinó tras la silla de ruedas, asió las rodillas huesudas de la mujer y cargó contra los hombres con la silla de ruedas como ariete. Se montó un estrépito infernal: el rugir de Assad, los chillidos de la mujer, el pitido de la cámara de descompresión y los gritos de advertencia, provocados por el tumulto que había causado la silla de ruedas al derribar a los dos hombres.

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