Estás a punto de perder el control, rugió su voz interior cuando se dejó caer en el asiento delantero. Después sonó el móvil.
Assad no le preguntó cómo se encontraba, ¿por qué había de hacerlo?
– Carl, tenemos un problema -fue lo único que dijo mientras Carl juraba para sus adentros.
– Los técnicos no se atreven a retirar la tachadura de la lista de teléfonos de Merete Lynggaard -continuó Assad, infatigable-. Dicen que el número de teléfono y la tachadura están hechos con el mismo bolígrafo, o sea que, aunque los secados sean diferentes, existe demasiado riesgo de que ambas capas desaparezcan.
Carl se llevó la mano al pecho. Se sentía tan mal como cuando se traga aire al beber. Dolía de cojones. ¿Sería realmente un ataque al corazón? ¿O es que daba esa sensación, sin más?
– Dicen que hay que mandar todo a Inglaterra. Parece ser que allí combinan algún procedimiento digital con una maceración química o como se diga.
Debía de esperar a que Carl lo corrigiera, pero Carl no estaba para corregir nada. Bastante tenía con cerrar los ojos y tratar de contrarrestar con la mente los nauseabundos espasmos que golpeaban su pecho.
– Creo que todo eso va a llevar demasiado tiempo. Dicen que no tendremos resultados hasta dentro de tres o cuatro semanas. ¿No te parece mucho tiempo?
Carl trató de concentrarse, pero Assad estaba impaciente.
– Quizá no debiera decírtelo, Carl, pero creo que puedo confiar en ti, o sea que te lo diré: conozco a un tío que puede hacerlo -añadió. En ese punto Assad esperaba alguna reacción, pero se equivocaba-. ¿Sigues estando ahí, Carl?
– Sí, joder -repuso Carl con un susurro, seguido de una profunda aspiración en la que sus pulmones se hincharon totalmente. Cojones, cómo dolía un momento antes de aligerarse la presión. Trató de relajarse y preguntó-. ¿Quién es?
– No puedo decírtelo, Carl. Pero es un tío muy hábil que viene de Oriente Próximo. Lo conozco bastante bien, es hábil. ¿Le encargo el trabajo?
– Espera un poco, Assad, déjame pensar.
Salió tambaleándose del coche y estuvo un rato encorvado con la cabeza colgando y las manos en las rodillas. La sangre volvió al cerebro. La piel de su rostro recobró su color y la presión del pecho fue desapareciendo. Aaah, qué bien se sentía. A pesar del hedor que ocupaba el espacio como una enfermedad, el aire que circulaba entre los setos casi parecía refrescante.
Entonces se enderezó y se sintió mejor.
– Sí, ya estoy aquí, Assad -dijo por el móvil-. No podemos tener al servicio de la policía a un falsificador de pasaportes, ¿comprendes?
– ¿Quién dice que es un falsificador de pasaportes? Yo, desde luego, no.
– ¿Entonces…?
– Lo que pasa es que en su país de origen era bueno para esas cosas. Es capaz de borrar sellos sin dejar rastro, así que podrá borrar un poco de tinta. No necesitas saber más, entonces. Tampoco él va a saber qué tiene entre manos. Es rápido, Carl, y no va a costar nada. Me debe favores.
– ¿Cómo de rápido?
– Podemos tenerlo para el lunes, si queremos.
– Pues pásaselo, Assad. Pásaselo.
Assad murmuró algo al otro lado. Probablemente «de acuerdo» en árabe.
– Otra cosa, Carl. Tengo que decirte de parte de la señora Sørensen de Homicidios que la testigo del asesinato del ciclista ha empezado a hablar un poco. Me acabo de enterar de que…
– Assad, para. No es nuestro caso -lo interrumpió Carl, y volvió a sentarse dentro del coche-. Bastante trabajo tenemos con lo nuestro.
– La señora Sørensen no quería decírmelo directamente, pero creo que los del segundo piso quieren saber tu opinión, pero sin preguntarte directamente.
– Sácale todo lo que sepa, Assad. Y el lunes por la mañana haz una visita a Hardy y cuéntaselo todo. Estoy seguro de que le divertirá más que a mí. Coge un taxi, y después nos reuniremos en Jefatura, ¿vale? Puedes cogerte fiesta ya. Que te vaya bien. Saluda a Hardy de mi parte y dile que lo visitaré la semana que viene.
Apretó el botón de colgar y miró por el parabrisas, que parecía haber pasado por un suave chaparrón. Pero no era lluvia, se olía desde dentro. Era pis de cerdo á la carte. El menú rural de primavera.
Sobre la mesa de Carl había una tetera enorme profusamente adornada, hirviendo. Si Assad había pensado que la llama de petróleo iba a mantener el té con menta caliente y rico hasta que volviera Carl, se había equivocado, porque el contenido del recipiente se había evaporado tanto que crujía en el fondo. Apagó la llama de un soplo, se dejó caer pesadamente en la silla y volvió a sentir la presión del pecho. Era lo que solían decir. Un aviso, y después el alivio. Y después quizá otro aviso breve, y después… ¡zas!, ¡muerto! Una perspectiva de lo más optimista para un hombre a quien todavía le quedaban montones de años para jubilarse.
Cogió la tarjeta de Mona Ibsen y la sopesó en la mano. Veinte minutos pegado a su cálido y suave cuerpo, y seguro que se sentiría mejor. La cuestión era si se sentiría igual si tuviera que conformarse con pegarse a su mirada cálida y suave.
Cogió el receptor y marcó su número de teléfono, y mientras esperaba volvió la presión. ¿Era un latir optimista o un aviso de lo contrario? ¿Cómo podía saberlo?
Se quedó jadeando cuando Mona respondió.
– Soy Carl Mørck -balbuceó-. Estoy preparado para la confesión.
– Entonces tendrás que ir a la Iglesia católica -repuso ella con sequedad.
– No, de verdad. Creo que he tenido un ataque de angustia. No me siento bien.
– Entonces nos vemos el lunes a las once. ¿Llamo a la farmacia para que te preparen un ansiolítico o podrás arreglártelas durante el fin de semana?
– Ya me las arreglaré -dijo, aunque no se sentía muy seguro al colgar.
El reloj avanzaba sin piedad. Apenas quedaban dos horas para que Morten Holland llegara a casa tras su trabajo de tarde en la tienda de vídeos.
Desenchufó del cargador el móvil de Merete Lynggaard y lo encendió.
«Introduzca su pin», apareció en la pantalla. O sea que la batería todavía funcionaba. Aquellos viejos Siemens nunca fallaban.
Entonces tecleó 1-2-3-4, y apareció un mensaje de error. Después lo intentó con 4-3-2-1 y recibió el mismo mensaje. Por tanto, sólo le quedaba un cartucho, antes de enviar el trasto a los peritos. Abrió el expediente y buscó la fecha de nacimiento de Merete Lynggaard. Claro que también podría haber usado la fecha de nacimiento de Uffe. Estuvo un rato hojeando la información hasta que encontró la fecha. También podía ser una combinación de ambas fechas, o algo completamente diferente. Decidió combinar las dos primeras cifras de sus fechas de nacimiento, la de Uffe primero, y tecleó el número.
Cuando apareció en la pantalla una imagen sonriente de Uffe agarrado al cuello de Merete, la presión de su pecho desapareció por un momento. Otros habrían soltado un grito de victoria, pero Carl pasó. En su lugar colocó los pies encima de la mesa.
En aquella incómoda postura abrió el registro de llamadas y examinó la lista de llamadas entrantes y salientes desde el 15 de febrero de 2002 hasta el día en que desapareció Merete Lynggaard. Había bastantes. Algunos de aquellos números tendría que pedírselos a la compañía. Números que habían cambiado y vuelto a cambiar. Parecía difícil, pero al cabo de una hora el cuadro era nítido: Merete Lynggaard se había comunicado solamente con colegas y portavoces de grupos de presión durante todo el período. Treinta de las llamadas eran de su propia oficina, entre ellas la última, del 1 de marzo.
O sea, que las posibles llamadas del falso Daniel Hale estuvieron dirigidas a su teléfono fijo de Christiansborg. En el caso de que hubiera habido alguna llamada de él.
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