– Hoy te has salido con la tuya, ¡pero mañana no! -gritó la mujer. La furia de su voz era un consuelo-. Te daré comida podrida hasta que hayas limpiado los cristales, ¿entendido?
Después apagó los tubos fluorescentes del techo.
Merete estuvo un rato mirando con fijeza las manchas marrones ligeramente iluminadas de los cristales de espejo, y el pequeño cuadrado limpio, que estaba algo más iluminado. Se dio cuenta de que la mujer intentaba llegar arriba para poder mirar, pero Merete lo había colocado a propósito demasiado arriba. ¿Cuánto tiempo llevaba sin sentir que la invadía una sensación placentera de victoria? Aquello iba a durar poco, ya lo sabía, pero tal como iban las cosas momentos como aquél eran el único incentivo que tenía para vivir.
Eso y las fantasías de venganza, los sueños de una vida en libertad y de volver a encontrarse con Uffe.
Aquella misma noche encendió la linterna por última vez. Se dirigió al pequeño cuadrado de uno de los cristales de espejo y se iluminó la cavidad bucal. El agujero de la encía era enorme, pero tenía buena pinta, por lo poco que podía ver en aquellas circunstancias. La punta de la lengua decía lo mismo. La curación estaba en marcha.
A los pocos minutos la luz de la linterna empezó a debilitarse, y Merete se arrodilló para examinar el mecanismo de cierre de la compuerta. Lo había visto miles de veces antes, pero puede que esta vez tuviera que memorizarlo de verdad. ¿Quién sabía si iban a volver a encender la luz del techo alguna vez?
La compuerta era curvada y con toda probabilidad cónica, para poder cerrar el hueco herméticamente. La parte inferior, el portillo propiamente dicho de la compuerta, tendría unos setenta y cinco centímetros de altura, y allí también las rendijas eran casi imposibles de sentir al tacto. En la parte frontal de la base había un perno soldado que hacía que la compuerta se detuviera en posición completamente abierta. Lo estuvo examinando a conciencia hasta que la luz de la linterna se apagó.
Después se quedó a oscuras, pensando en qué iba a hacer.
Había tres cosas que quería controlar. Para empezar, qué era lo que sus secuestradores iban a ver de ella, y ese problema ya lo había resuelto. Hacía mucho, muchísimo tiempo, cuando acababan de apresarla, estuvo palpando todas las superficies con minuciosidad en busca de algo que pudiera parecer una cámara espía, pero no había nada. Los monstruos que la tenían encerrada habían depositado su confianza en los cristales de espejo. Nunca debieron hacerlo. Por eso ahora podía caminar por su celda sin que la vieran.
En segundo lugar, siempre trataría de no venirse abajo mentalmente. Había días y noches en las que no se reconocía, y había semanas en las que las ideas daban vueltas y más vueltas, pero jamás arrojó la toalla. Cuando cayó en la cuenta de adonde podía llevarla eso, se obligó a pensar en otros que lo habían conseguido antes que ella. Los que habían estado aislados en celdas durante decenios sin sentencia. La historia y la literatura universales ofrecían muchos ejemplos. Papillon, el conde de Montecristo y muchos otros. Si ellos pudieron hacerlo, también ella podría. Y se obligó con todas sus fuerzas a pensar en libros, en películas y en sus mejores recuerdos de la vida, y logró superar la situación.
Porque quería ser ella misma, Merete Lynggaard, hasta el fin de sus días. Era una promesa que se proponía cumplir.
Y cuando por fin llegara el día, quería poder decidir cómo morir. Esa era la tercera cosa. La mujer del otro lado había dicho que era aquel tal Lasse quien tomaba las decisiones, pero llegada la situación la loba podría fácilmente tomar las riendas. El odio la había dominado antes, y podría volver a suceder. Para abrir de manera definitiva la compuerta y descomprimir la cámara bastaba con un instante de locura. Y ese instante llegaría, sin duda.
Durante los casi cuatro años que llevaba enjaulada Merete, la mujer también había sufrido los efectos del paso del tiempo. Tal vez tuviera los ojos más hundidos, tal vez le hubiera cambiado la voz. En aquellas circunstancias era difícil calcular su edad, pero tenía la suficiente para no temer lo que pudiera depararle la vida. Y eso la hacía peligrosa.
Pero no parecía que los dos del otro lado tuvieran un control especial de los aspectos técnicos. Si no eran capaces de arreglar un interruptor que se había atascado, tampoco sabrían disminuir la presión excepto abriendo la compuerta, al menos era lo que esperaba. De manera que, si podía evitar que abrieran la compuerta a menos que ella lo quisiera, eso le daría tiempo para suicidarse. El instrumento serían las tenazas. Podría apretar las venas con ellas y desgarrarlas en caso de que aquellos dos quisieran de pronto reducir la presión de la cámara. Merete no sabía bien qué podría ocurrir, pero la advertencia de la mujer de que Merete reventaría por dentro era horrible. No había peor muerte. Por eso quería decidir ella el cuándo y el cómo.
Si aquel Lasse tenía otras ideas, Merete no se hacía ilusiones. Por supuesto, la cámara tendría otros modos de reducir la presión que abrir la compuerta. Quizá pudiera emplearse también el sistema de renovación de aire. No sabía para qué se construyó en su origen la cámara, pero no había sido barata. Por eso supuso que aquello para lo que se fabricó la cámara tenía también valor o importancia, así que seguro que habría mecanismos de emergencia. Había visto indicios de toberas metálicas en los armazones de los tubos fluorescentes colgados del techo. No eran mucho mayores que un dedo meñique, pero era más que suficiente. Puede que le bombearan desde allí el aire fresco, no lo sabía, también podían ser mecanismos para la descompresión. Pero una cosa era segura: si aquel Lasse quería hacerle daño, seguro que sabía qué botones apretar.
Hasta entonces había intentado solamente centrarse en hacer frente a los peligros que parecían más inmediatos. O sea, que desenroscó la base de la pequeña linterna, sacó las pilas y comprobó satisfecha que el metal del tubo de la linterna era duro, recio y afilado.
No había más que un par de centímetros desde el borde de la compuerta hasta el suelo, de modo que si cavaba un agujero muy preciso en torno al perno que estaba soldado para detener la compuerta cuando se abría por completo, podría colocar la linterna en el agujero y así evitar que la puerta se abriera.
Estrechó en sus manos la pequeña linterna. Poseía un instrumento que le infundía la sensación de tener cierto control sobre su vida, y aquello le hacía sentirse fenomenal. Igual que la primera vez que tomó un anticonceptivo. Igual que la vez que se enfrentó a la familia adoptiva y se escapó con Uffe a rastras.
Trabajar con el hormigón fue mucho más difícil de lo que había imaginado. Los primeros dos días con comida y bebida pasaron rápido, pero cuando el cubo con comida fresca se vació, la fuerza de sus dedos desapareció con gran rapidez. No tenía mucha fuerza para resistirse, pero la comida que le habían pasado en el cubo los últimos días era absolutamente incomible. Se estaban vengando de ella. El olor bastaba para mantenerla apartada de los cubos. Apestaba como animales muertos en putrefacción. Cada noche pasaba cinco o seis horas royendo con la linterna el suelo bajo la compuerta, y eso la agotaba. Al mismo tiempo, de nada valía que hiciera una chapuza, ése era el problema. El agujero no debía ser tan grande que la linterna no quedara ajustada, y como la linterna era de por sí la herramienta para cavar, tenía que retorcerla en la base para que el diámetro del agujero fuera el adecuado, y después ir raspando con cuidado el hormigón en capas delgadísimas.
Al quinto día había cavado menos de dos centímetros, y el estómago le ardía a la altura del diafragma.
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