Del mueble más fino de la sala, un secreter de nogal chapado, cogió una foto enmarcada en la que aparecía toda la familia: Camilla, Dennis y los padres. Sería de por lo menos diez años antes, y los padres resplandecían como dos soles ante el arreglo floral de sus bodas de plata. «Enhorabuena por los 25 años, Grete y Henning», ponía. Camilla llevaba unos vaqueros ajustados que apenas dejaban nada a la fantasía, y Dennis vestía un chaleco de cuero y una gorra de béisbol donde ponía Castrol Oil. Es decir, que, en suma, había banderas, sonrisas y felicidad en Skaevinge.
Sobre la repisa de la chimenea había un par de fotografías más. Preguntó por los que aparecían en ellas, y a juzgar por las respuestas de la mujer la familia no había tenido mucha vida social.
– A Denis le encantaba todo lo que corriera rápido -declaró Camilla, y lo arrastró a lo que en otra época había sido el cuarto de Dennis Knudsen.
Las lámparas de lava y los enormes altavoces eran de esperar, pero aparte de eso la estancia contrastaba con el resto de la casa. Allí los muebles eran de colores claros y casaban bien. El armario era nuevo y estaba lleno de ropa bonita suspendida de las perchas. De la pared colgaban incontables diplomas enmarcados, y encima, sobre la estantería de abedul, estaban todas las copas que había ganado Dennis a lo largo de los años. Carl hizo un cálculo aproximado. Habría cien o más, era bastante impresionante.
– Sí -continuó la mujer-. Dennis ganaba en todo en lo que participaba. Competiciones de velocidad con motos, carreras de coches preparados, de tractores, rallies y todo tipo de carreras de motor. Tenía un talento nato. Era bueno en casi todo lo que le interesaba, también escribiendo, haciendo cuentas y todo eso. Fue muy triste que muriera.
Movió la cabeza arriba y abajo, con la mirada desenfocada.
– Su muerte destrozó a papá y mamá. Era un buen hijo y un buen hermano pequeño, ya lo creo.
Carl le dirigió una mirada comprensiva, aunque no comprendía gran cosa. ¿Sería realmente el mismo Dennis Knudsen del que le había hablado Lis a Assad?
– Me alegro de que se hayan ocupado del caso -añadió la mujer-, pero habría preferido que lo hicieran en vida de papá y mamá.
Carl la miró y trató de penetrar en lo que escondían sus palabras.
– ¿A qué caso te refieres? ¿Al del accidente de coche?
La mujer asintió en silencio.
– Sí, a eso y a la muerte de Dennis poco tiempo después. Dennis era capaz de agarrarse una buena borrachera, pero antes nunca había tomado drogas, ya se lo dijimos entonces a la policía. De hecho, era bastante impensable. Había trabajado con jóvenes y les recomendaba que no tomaran drogas, pero a la policía no pareció importarle. Se limitaron a mirar su ficha y cuántas multas tenía por exceso de velocidad. Por eso, ya lo habían condenado de antemano cuando encontraron esas repugnantes pastillas de éxtasis en su bolsa de deportes -dijo. Sus ojos se achicaron-. Pero era imposible, porque Dennis no tocaba esas cosas. Porque no podía reaccionar con rapidez cuando conducía. Odiaba esa basura.
– Puede que lo atrajera el dinero fácil y quisiera venderlo. Puede que quisiera probar un poco. ¡Si supieras lo que vemos en Jefatura…!
Al oír aquello las arrugas de la boca de la mujer se pronunciaron.
– Alguien lo engatusó, y ya sé quién. También lo dije entonces.
Carl sacó su cuaderno.
– ¿Ah, sí? -dijo. El sabueso que llevaba dentro levantó la cabeza y olfateó contra el viento. Percibió algo inesperado. Y se puso alerta-. ¿Quién fue?
La mujer se acercó a una pared cuyo papel pintado era sin duda el original de cuando construyeron la casa a principios de los sesenta, y descolgó una fotografía de un clavo. Su padre le hizo una parecida a Carl cuando ganó una copa de natación en Bronderslev. El documento mostraba a un padre orgulloso de lo mucho que había aprendido su hijo. Carl calculó que Dennis tendría en la foto diez o doce años a lo sumo; estaba elegante con su traje de piloto de kart y orgullosísimo del pequeño casco plateado que llevaba en la mano.
– Ese de ahí -señaló Camilla, señalando a un chico rubio que había detrás, con el brazo echado sobre los hombros de Dennis-. Lo llamaban Átomos, no sé por qué. Se conocieron en una pista de carreras. Dennis se pirraba por Átomos, y Átomos era un cabrón.
– ¿Siguieron manteniendo contacto después?
– No lo sé con seguridad. Creo que se separaron cuando Dennis tenía dieciséis o diecisiete años, pero sé que el último año se habían visto, porque mamá siempre se quejaba.
– ¿Y por qué crees que ese Átomos pudo tener que ver con la muerte de tu hermano?
La mujer miró la fotografía con ojos melancólicos.
– Era un grandísimo hijo de puta que tenía el alma podrida.
– Vaya expresión más extraña. ¿Qué quieres decir con eso?
– Que estaba mal de la cabeza. Dennis decía que decir eso era una tontería, pero era verdad.
– Entonces, ¿por qué era tu hermano tan amigo suyo?
– Porque Átomos era siempre el que lo animaba a conducir. Además, era un par de años mayor. Dennis lo admiraba.
– Tu hermano murió ahogado en su propio vómito. Había tomado cinco pastillas y tenía una tasa de alcohol de 4,1 gramos por litro. No sé cuánto pesaba, pero de todas formas había empinado el codo de lo lindo. ¿Sabes si había alguna razón para que bebiera? Lo de beber ¿era algo reciente? ¿Se quedó muy deprimido después del accidente?
La mujer lo miró con ojos tristes.
– Mis padres decían que el accidente lo afectó mucho. Dennis era fantástico al volante. Era el primer accidente en el que se vio envuelto en su vida, y además murió una persona.
– Según mis informaciones, Dennis estuvo dos veces en la cárcel por conducción temeraria, o sea que tampoco sería tan fantástico.
– ¡Ja! -repuso ella, mirándolo con desdén-. Nunca conducía temerariamente. Cuando conducía a tope por la autopista siempre sabía cuánta calzada quedaba libre. Lo último que quería era poner en peligro la vida y la seguridad de los demás.
¿Cuántos delincuentes se habrían ahorrado si las familias hubieran estado atentas a tiempo? ¿Cuántos idiotas se aferraban a los lazos de sangre? Carl lo había oído miles de veces. Mi hermano, mi hijo, mi marido es inocente.
– Tienes a tu hermano en un pedestal; ¿no es algo ingenuo por tu parte?
La mujer lo asió por la muñeca y acercó tanto su cara a la de él que Carl notó el flequillo de ella contra la nariz.
– Si eres tan inútil en la entrepierna como lo eres en tu investigación, ya puedes marcharte -masculló entre dientes.
Su protesta fue sorprendentemente violenta y provocadora. Así que no debía de frecuentar tanto los pasillos de la alta dirección, pensó Carl retirando la cabeza.
– Mi hermano era legal, ¿lo pillas? -continuó-. Y si quieres seguir adelante con lo que llevas entre manos, te recomiendo que no olvides ese dato.
Después le dio un golpecito en la entrepierna y retrocedió. Se produjo una enorme transformación. Su voz fue de nuevo suave y volvió a inspirar confianza, a ser abierta. Joder, qué profesión le había tocado.
Frunció el entrecejo y avanzó un paso hacia ella.
– Como vuelvas a tocarme la campanilla, te pincho esas bombas de silicona y declaro que ha ocurrido porque te resististe a la detención después de amenazarme con una de las horripilantes copas de tu hermano. Cuando las esposas se cierren en torno a tus muñecas, mientras esperes al médico mirando fijamente a una pared blanca en la comisaría de Hillerod, soñarás con no haberlo hecho. ¿Seguimos adelante o tienes algo que añadir sobre mis partes nobles?
Ella permanecía impasible. Ni siquiera sonrió.
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