– Me llamo Carl Mørck, creo que ya te lo he dicho. Soy policía, ¿recuerdas?
La mujer rió.
– Si es tan listo, seguro que puede encontrar su número de teléfono, pero le sugiero que espere hasta el lunes y nos llame. ¿De acuerdo?
Carl se echó hacia atrás en el asiento y miró el reloj. Era cerca de la una. Así que aún tenía tiempo para ir al despacho y examinar el móvil de Merete Lynggaard, si es que la batería funcionaba después de cinco años, cosa más que dudosa. En caso contrario tendrían que conseguir una nueva.
En los prados tras las colinas las gaviotas echaron a volar en grupos estridentes. Un vehículo ronroneaba bajo ellas mientras abría surcos en la tierra polvorienta. Después apareció la parte superior de la cabina. Era un tractor, un enorme Landini de cabina azul que retumbaba pausadamente por el campo sembrado. Esas cosas las sabías cuando habías crecido con las botas-zueco cubiertas de estiércol. Así que también ahí abonaban, pensó; y ya había arrancado y se disponía a partir antes de que el hedor se desplazara hacia allí y se adueñara del sistema de aire acondicionado.
En aquel instante divisó al campesino tras las ventanas de plexiglás. Tocado con un gorro, totalmente concentrado en su trabajo y el deseo de romper todas las marcas con la cosecha de verano. Era rubicundo y llevaba una camisa de leñador a cuadros. Una auténtica camisa de leñador a cuadros, de las que había visto tantas antes.
Mierda, pensó. Se había olvidado de llamar a los compañeros de Sorø para decirles cuál era la camisa a cuadros que creía recordar que llevaba puesta el asesino de Amager. Seguramente tendría que volver allí para señalar la camisa por segunda vez.
Marcó el número y habló con la centralita, de donde inmediatamente lo pusieron con el jefe de la investigación, un tal Jørgensen.
– Soy Carl Mørck, de Copenhague. Creo que puedo confirmar que una de las camisas que me enseñasteis era como la que llevaba puesta uno de los asesinos de Amager.
Jørgensen no reaccionó. ¿Por qué no carraspeaba o algo así, para que Carl supiera si se había esfumado al otro lado de la línea?
– Hmmm -carraspeó Carl, pensando que tal vez fuera contagioso; pero el otro no dijo nada. A lo mejor había colgado. Después continuó-: Verás, es que he soñado las últimas noches. He revivido varias de las escenas del tiroteo. También la visión fugaz de la camisa. Ahora lo veo con total claridad.
– Vaya -dijo Jørgensen por fin, después de la correspondiente ración de silencio en el otro lado. Tal vez debiera haberse alegrado, aunque fuera poco.
– ¿No quieres saber cuál de las camisas de la mesa era la camisa en la que pienso?
– O sea que, ¿la recuerdas?
– Si puedo recordar la camisa después de recibir un balazo en la cabeza y tener encima 150 kilos de peso muerto paralizado mientras me salpica medio litro de sangre de mis mejores compañeros, entonces también puedo recordar el orden en que estaban las putas camisas hace cuatro días, ¿no crees?
– No me parece muy normal.
Carl contó hasta diez. Era muy posible que no fuera normal en la Calle Mayor de Sorø. Sería por eso que había aterrizado en un departamento con veinte veces más asesinatos que Jørgensen, ¿no?
– También soy bueno en el Memorama -fue lo que dijo.
Se produjo una pausa, la información tenía que abrirse paso.
– Vaya, ¡no me digas! Pues venga, dímelo -concluyó. Joder, qué palurdo.
– La camisa era la que estaba más a la izquierda -declaró Carl-. O sea, la que estaba más cerca de la ventana.
– Vale -aprobó Jørgensen-. Es la misma que señaló el testigo sin dudar.
– Bien, me alegro. Pues eso era todo. Te mando un mail para que lo tengas por escrito.
El tractor del sembrado se había acercado peligrosamente. Las salpicaduras de pis y mierda salían a borbotones de las mangueras dispuestas en el suelo, era una auténtica gloria.
Subió la ventanilla del copiloto y se dispuso a colgar.
– Un momento, antes de que cuelgues -añadió Jørgensen-. Hemos detenido a un sospechoso. Sí, entre compañeros puedo decir que incluso estamos segurísimos de que hemos cogido a uno de los asesinos. ¿Cuándo crees que podrás venir por aquí a hacer una rueda de reconocimiento? ¿Mañana?
– ¿Reconocimiento? No, no puedo.
– ¿Cómo que no puedes?
– Mañana es sábado, es mi día libre. Cuando me despierte me levantaré, me haré un café y volveré a la cama. Eso puede repetirse e incluso durar todo el día, nunca se sabe. Además, no vi a ninguno de los asesinos de Amager, cosa que he dicho cantidad de veces, si te tomas la molestia de leer los informes. Y como la cara del asesino no se me ha revelado en un sueño, puedes imaginarte que sigo sin haber visto al tipo desde entonces. Por eso no voy a ir, ¿te parece bien Jørgensen?
Volvió a producirse la dichosa pausa. Era más enervante que oír a los políticos en sus nauseabundas y lentas parrafadas haciendo una pausa tras cada palabra.
– Allá tú -respondió Jørgensen-. Los que recibieron sus balazos eran tus amigos. Bueno, pues hemos llevado a cabo un registro en el domicilio del sospechoso, y varios de los efectos encontrados apuntan a que la marcha de los acontecimientos de Amager y de Sorø están relacionados.
– Muy bien Jørgensen, buena suerte. Seguiré el caso por la prensa.
– Ya sabes que tendrás que testificar cuando se celebre el juicio, ¿verdad? Lo que une los dos crímenes en primera instancia es que reconocieras la camisa.
– Sí, hombre, ya iré. Buena caza.
Colgó el receptor y sintió una molestia en el pecho. Una sensación más violenta que otras veces. Tal vez habría que atribuirlo al inmenso tufo que había entrado de pronto en el coche, pero igualmente podía ser la antesala de algo que se avecinaba.
Se quedó un rato esperando hasta que la presión remitió un poco. Después correspondió al saludo del campesino desde su fuerte de plexiglás y puso el coche en marcha. Tras avanzar quinientos metros disminuyó la velocidad, abrió la ventana y se puso a jadear en busca de aire fresco. Se llevó la mano al pecho y arqueó la espalda cuanto pudo para hacer que desapareciera la tensión. Después aparcó a un lado y empezó a hacer inspiraciones cada vez más profundas. Había visto en otros ese tipo de ataque de pánico, pero sentirlo en su propio cuerpo era totalmente surrealista. Entreabrió la puerta, juntó las manos delante de la boca para disminuir la hiperventilación, y después abrió la puerta del todo de una patada.
– ¡Me cago en la puta! -gritó, y se encorvó hacia delante mientras salía tambaleándose al borde del camino sintiendo el martilleo de un pistón tras los bronquios. Las nubes giraron y el cielo volteó hacia él. Entonces se dejó caer al suelo con las piernas abiertas y buscó a tientas el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Joder, no iba a morirse de un ataque al corazón sin haber intentado hacer algo antes.
Un coche aminoró la marcha en la carretera. No podían verlo allí, al otro lado del talud, pero él los oía.
– Qué raro -dijo una voz, y después siguieron conduciendo.
Si les llego a coger la matrícula, se iban a enterar, fue lo último que pensó antes de perder el conocimiento.
Despertó con el móvil pegado al oído y un montón de tierra alrededor de la boca. Humedeció los labios, escupió, miró confuso alrededor. Se llevó la mano al pecho, donde la presión aún no había cedido del todo, y comprobó que no había sido para tanto. Después se puso en pie como pudo y se dejó caer en el asiento delantero. Aún no era la una y media. O sea que no había estado inconsciente mucho tiempo.
¿Qué ha sido, Carl?, se preguntó, con la boca seca y la lengua el doble de gruesa de lo habitual. Sentía heladas las piernas, mientras que en la zona del torso sudaba a mares. Algo bastante grave le había ocurrido a su cuerpo.
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