Suspiró y empujó con el pie un montón de papeles que había en el centro de la mesa. Su pierna derecha tenía unas ganas locas de dar una patada en el culo a Børge Bak. Si el antiguo grupo de investigación había hecho una lista de las llamadas al teléfono del despacho de Merete Lynggaard, debía de haberse traspapelado, porque en el expediente no estaba.
Bueno, esa parte de la cuestión tendría que dejársela a Assad el lunes, mientras estaba en terapia con Mona Ibsen.
En la tienda de juguetes de Allerød había un surtido de figuras de Playmobil que no estaba nada mal, pero el precio también se las traía. Le parecía incomprensible cómo los ciudadanos podían permitirse traer niños al mundo. Eligió el conjunto más barato de más de dos figuras, un coche de policía con dos agentes por 269,75 coronas, y pidió el tique de compra. Porque seguro que Morten Holland querría cambiarlo.
En el instante en que vio a Morten en la cocina de casa, confesó su falta. Sacó las cosas prestadas de la bolsa de plástico y añadió la nueva caja. Le dijo a Morten que lo sentía muchísimo y que no volvería a hacerlo. Que nunca más entraría en sus dominios cuando no estaba en casa. La reacción de Morten era totalmente previsible, pero aun así lo sorprendió que aquel enorme y fofo ejemplo de la nefasta combinación entre la dieta grasienta y la falta de movimiento fuera capaz de tensar tanto su cuerpo por la cólera física. Que un cuerpo pudiera estremecerse tanto ante un agravio y que la decepción pudiera expresarse con tantas palabras. No sólo le había pisado los callos a Morten, sino que por lo visto se los había aplastado a conciencia contra el parqué.
Carl miró cabreado la pequeña familia de plástico dispuesta en el borde de la mesa de la cocina, deseando que aquello no hubiera ocurrido nunca, cuando la presión del pecho volvió de forma completamente diferente.
Ocupado como estaba en explicarle entre resoplidos que tendría que buscarse otro inquilino, Morten no reparó en el problema de Carl hasta que éste se desplomó entre espasmos desde la garganta hasta el ombligo. Esta vez no se trataba sólo de dolores en el pecho. Era como si la piel fuera demasiado pequeña, como si los músculos bulleran por exceso de riego, como si los espasmos de los músculos del estómago empujaran sus entrañas contra la columna vertebral. La verdad es que no le hacía daño, pero le impedía respirar.
A los pocos segundos Morten estaba sobre él con sus ojitos de cerdo abiertos como platos, preguntándole si quería un vaso de agua. ¿Para qué coño quiero un vaso de agua?, era la pregunta que ocupó su mente mientras el pulso bailaba a ritmo irregular. ¿Iba a echársela encima para que su cuerpo tuviera un pequeño recuerdo entrañable de la repentina lluvia de verano, o es que había pensado forzarlo a beber entre los dientes apretados por donde en aquel momento circulaba como podía su limitada capacidad respiratoria?
– Gracias, Morten -se apresuró a decir. Cualquier cosa con tal de que pudieran encontrarse a mitad de camino en medio del suelo de la cocina.
Cuando volvió a ponerse en pie y Morten lo sentó en la esquina más gastada del sofá, el susto de Morten fue sustituido por el pragmatismo.
Si un tipo tan reposado como Carl era capaz de acompañar sus disculpas de un ataque tan impresionante, debía de ser sincero.
– Bien. Entonces vamos a correr un tupido velo sobre esto, ¿de acuerdo, Carl? -propuso con los párpados hinchados.
Carl asintió en silencio. Cualquier cosa que le garantizase la paz doméstica y un montón de descanso antes de que Mona Ibsen se pusiera a excavar en su mente.
2007
Tras los libros de la estantería de la sala Carl tenía escondidas un par de botellas mediadas de ginebra y whisky que Jesper aún no había encontrado y ofrecido generosamente en alguna fiesta improvisada.
La calma no se adueñó de él hasta que bebió la mayor parte de ambas, y las horas interminables del fin de semana transcurrieron en un sueño profundísimo. En los dos días sólo se levantó tres veces, y tres veces arrambló con el contenido del frigorífico. De todas formas Jesper no estaba en casa y Morten estaba en Nasstved visitando a sus padres, de modo que ¿quién iba a preocuparse por las fechas de caducidad y la inadecuada composición del menú?
Cuando llegó el lunes le tocó a Jesper zarandear a Carl para despertarlo.
– ¡Pero levántate, Carl! ¿Qué ocurre? Necesito guita para comprar comida. No queda nada en el frigorífico.
Carl miró a su hijo postizo con ojos que se negaban a comprender, y menos a aceptar, la luz del sol.
– ¿Qué hora es? -murmuró; por un instante no supo qué día era.
– Venga, Carl. Voy a llegar tardísimo, joder.
Carl miró el despertador que Vigga se dignó dejar en la casa. A ella le daba igual cuánto duraban las noches.
Abrió del todo los ojos, de pronto completamente despierto. Eran las diez y diez. Dentro de menos de cincuenta minutos tenía que estar sentado en su silla, soportando la cualificada mirada profesional de Mona Ibsen.
– Ultimamente te cuesta levantarte, ¿verdad? -observó la psicóloga, mirando de manera fugaz el reloj de pulsera. Después continuó, como si hubiera tenido acceso a una correspondencia con su almohada-. Veo que sigues durmiendo mal.
Carl sintió rabia. Tal vez habría mejorado las cosas si hubiera tenido tiempo de ducharse antes de salir pitando de casa. Espero no apestar, pensó, acercando la cabeza hacia las axilas.
Ella estaba tranquila y lo miraba con las manos sobre el regazo y las piernas cruzadas envueltas en sus pantalones negros de terciopelo. Llevaba el pelo cortado a capas y más corto que la última vez, las cejas negras como el carbón. Todo sumamente intimidador.
Carl contó la historia de su colapso junto a los sembrados rociados de purines, esperando tal vez un poquito de simpatía.
– ¿Te parece que abandonaste a tus compañeros en el incidente del tiroteo? -le preguntó la psicóloga, yendo directamente al grano.
Carl tragó saliva un par de veces, se puso a divagar sobre una pistola que podría haber sacado más rápido y unos instintos tal vez embotados por años de trato con delincuentes.
– Estoy convencida de que crees que abandonaste a tus compañeros. Si es así, eso te hará sufrir, a menos que reconozcas que las cosas no podían haber ocurrido de otro modo.
– Las cosas siempre podían haber ocurrido de otro modo -repuso él.
La psicóloga no le hizo caso.
– Has de saber que también estoy tratando a Hardy Henningsen. Por eso veo la cuestión desde dos ángulos y debería haberme declarado inhábil. Pero como no hay ningún reglamento que lo exija, voy a preguntarte si, sabiendo eso, sigues queriendo hablar conmigo. Has de saber que no puedo entrar en las cosas que me ha contado Hardy Henningsen, igual que también tú, por supuesto, estás protegido por mi secreto profesional.
– Me parece bien -repuso Carl, pero no era verdad. Si las mejillas de Mona Ibsen no hubieran estado cubiertas de suave pelusa y sus labios no gritaran por que los besasen, se habría levantado y la habría mandado a tomar por culo-. Pero hablaré con Hardy. Entre él y yo no puede haber secretos, no puede ser.
Ella asintió con la cabeza y enderezó la espalda.
– ¿Te has encontrado alguna otra vez en situaciones que te parecía que no podías controlar?
– Sí -asintió Carl.
– ¿Cuándo?
– Ahora mismo -respondió, dirigiéndole una mirada penetrante.
Ella no le hizo caso. Una tía fría.
– ¿Qué darías por que Anker y Hardy pudieran estar aquí? -preguntó, y siguió enseguida con otras cuatro preguntas que crearon en él una extraña sensación de pesar. Tras cada pregunta, la mujer lo miraba a los ojos y anotaba en un cuaderno sus respuestas. Carl lo percibía como si ella quisiera empujarlo al límite. Como si tuviera que derrumbarse para que ella pudiera echarle una mano.
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