– De acuerdo -repuso Carl-. Ahora quiero que veas esta última foto -dijo, y pinchó el icono de enviar.
– Veo una foto del chico que estaba también en la segunda foto, creo. Se llamaba Dennis Knudsen, ¿no? Aquí es un chaval, pero esa expresión divertida siempre se reconoce. Qué pómulos más graciosos. Seguro que conducía karts de chaval. Qué curioso, igual que mi primo Gorm.
Sería antes de que pesara quinientos kilos, habría querido añadir Carl.
– Mira al otro chico, al que está detrás de Dennis Knudsen. ¿Te dice algo?
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Hasta el de la espalda dolida cerró el pico. Carl dejó pasar el tiempo. No en vano se decía que la paciencia era la virtud del policía. Sólo se trataba de estar a la altura.
– De hecho, es bastante inquietante -se oyó por fin. La voz de Helle Andersen se desinfló de repente-. Es él. Estoy segurísima de que es él.
– ¿Te refieres al que le entregó la carta en casa de Merete?
– Sí -asintió la mujer. Volvió a producirse una pausa, como si la asistenta tuviera que adaptar la imagen del chico al paso del tiempo-. ¿Es el que buscan? ¿Cree que tiene algo que ver con lo que le pasó a Merete? ¿Tengo razones para temerlo?
Parecía preocupada de verdad. Y puede que en algún momento hubiera habido razones para ello.
– Han pasado cinco años, así que no tienes nada que temer, Helle. Estate tranquila -dijo Carl, mientras la oía suspirar-. Dices que estás convencida de que es la misma persona que el hombre de la carta. ¿Estás completamente segura?
– Tiene que ser él. Sí, completamente. Tiene unos ojos muy característicos, ¿no le ha pasado nunca? Uf, me hacen sentir rara.
Será la pizza, pensó Carl. Le dio las gracias, colgó y apoyó la espalda en el asiento.
Miró una de las fotos de prensa en color de Merete Lynggaard que había encima del expediente. En aquel momento sintió con más fuerza que nunca que era una especie de eslabón entre la víctima y el autor del crimen. Sí, por una vez se sentía seguro. Aquel Átomos había dicho adiós a su niñez y se había entregado a actos diabólicos, como se decía antes. La maldad que lo habitaba lo había llevado hasta Merete Lynggaard, y entonces las preguntas eran sólo el por qué, el dónde y el cómo. Puede que Carl no las respondiera nunca, pero ganas no le faltaban, desde luego.
Mientras tanto, una tía como Mona Ibsen ya podía esperar sentada con su alianza.
Después envió las fotos a Bille Antvorskov. Antes de cinco minutos ya tenía la respuesta en el correo. Sí, uno de los chicos de la fotografía podría parecerse al hombre que lo había acompañado a Christiansborg. Pero no se atrevía a asegurar que fuera él.
Carl estaba contento. Estaba seguro de que Bille Antvorskov nunca aseguraba nada sin haberlo analizado antes de arriba abajo.
Entonces sonó el teléfono, y no era Assad ni el hombre de Godhavn, como creía, sino de todos los seres del mundo, válgame el cielo, Vigga.
– ¿Dónde estás, Carl? -sonó su voz vibrante.
Carl intentó descifrar qué estaba pasando, pero no logró ningún resultado hasta que llegó la parrafada.
– La recepción ha empezado hace media hora y todavía no ha venido nadie. Tenemos diez botellas de vino y veinte bolsas de patatas fritas. Si tampoco vienes tú, me va a dar algo.
– ¿Hablas de tu galería?
Oyó cómo se sorbía las lágrimas, lo que le indicó que estaba a punto de echarse a llorar.
– No sé nada de ninguna recepción.
– Hugin envió cincuenta invitaciones anteayer -declaró, sorbiéndose las lágrimas por última vez, y a continuación surgió la auténtica Vigga-. ¿Por qué no puedo contar por lo menos con tu apoyo? ¡Tú has puesto dinero en esto!
– Pregúntaselo a tu espectro ambulante.
– ¿A quién llamas espectro? ¿A Hugin?
– ¿Es que tienes más cenutrios zanganeando por ahí?
– Hugin está por lo menos tan interesado como yo en que esto funcione.
Carl no lo dudaba. ¿Dónde iba a exhibir, si no, sus pedazos desgarrados a mano de anuncios de ropa interior y figuras rotas del Happy Meal de McDonald's, todo bien embadurnado con la pintura más barata del híper?
– Sólo te digo que si ese Einstein recordó echar las cartas al correo el sábado, como sostiene, la gente las leerá cuando vuelvan del trabajo más tarde.
– Oh, no, ¡qué putada! -gimió.
Había un tipo vestido de negro que aquella noche no se iba a comer un rosco. Qué placer.
Tage Baggesen llamó al marco de la puerta del despacho de Carl en el mismo instante en que éste encendía uno de esos cigarrillos que llevan horas pidiendo a gritos que los fumen.
– ¿Sí…? -dijo con los pulmones llenos de humo, reconociendo al hombre, que lucía una media curda llevada con gracia y esparció un aroma a coñac y cerveza por la estancia.
– Verá, siento haber terminado nuestra conversación por teléfono de forma tan brusca. Necesitaba tiempo para pensar, ahora que están saliendo cosas de todos modos.
Carl le pidió que tomara asiento y le preguntó si quería beber algo, pero el parlamentario movió una mano en señal de rechazo y con la otra encontró la silla. No, no parecía estar sediento.
– ¿A qué cosas se refiere? -preguntó Carl para que sonara como si tuviera más ases en la manga, lo que no era el caso en absoluto.
– Mañana voy a dejar mi puesto en el Parlamento -declaró Baggesen, mirando alrededor con ojos tristes-. De aquí voy directamente a ver al portavoz del grupo. Merete ya me advirtió que iba a pasar esto si no escuchaba, pero no la escuché. Y después hice lo que nunca debería haber hecho.
Carl entornó los ojos.
– Entonces está bien que hagamos tabla rasa antes de que se confiese ante Dios y los hombres.
Aquel hombre hecho y derecho asintió en silencio con la cabeza gacha.
– Compré acciones en 2000 y 2001 y gané dinero con ello.
– ¿Qué acciones?
– De todas clases. Y contraté a un nuevo asesor financiero que me recomendó invertir en fábricas de armas de Estados Unidos y Francia.
Al asesor del banco local de Allerød ni se le ocurría recomendar a Carl que invirtiera sus ahorros. Dio una profunda calada y apagó la colilla. Desde luego, no era la clase de decisiones por las que deseaban ser conocidos destacados miembros del partido pacifista Radicales de Centro, Carl lo comprendía perfectamente.
– También alquilé dos de mis propiedades a clínicas de masaje. Aunque al principio no lo sabía, después me enteré. Estaban en Stroby Egede, cerca de donde vivía Merete, y en la zona se hablaba de ello. En aquella época tenía muchos negocios. Por desgracia, fanfarroneé de mis negocios ante Merete. Estaba muy enamorado, y ella no me hacía ni caso. A lo mejor esperaba que se interesara más en mí si actuaba a lo grande, pero por supuesto, no se interesó -confesó, masajeándose el cuello con la mano-. Ella no era así.
Carl siguió el humo hasta que se dispersó por el despacho.
– ¿Y le pidió que lo dejara?
– No, no me lo pidió.
– ¿Entonces…?
– Dijo que a lo mejor le diría algo sin querer a su secretaria de entonces, Marianne Koch. La intención era clara. Con aquella secretaria, todos se enterarían enseguida. Merete me avisó, sin más.
– ¿Por qué se interesaba por sus cosas?
– No se interesaba. Esa era la razón de todo -declaró, suspirando y sujetando la cabeza con las manos-. Había intentado ligármela tanto tiempo que al final Merete sólo quería que la dejara en paz. Y en ese sentido consiguió su objetivo. Estoy seguro de que, si hubiera continuado presionándola, habría filtrado información sobre mí. No se lo reprocho. ¿Qué coño podía hacer, si no?
– Así que, ¿la dejó en paz pero continuó con sus negocios?
Читать дальше