El jefe de Homicidios miró a Carl con sosiego, y sin decir ni una palabra abrió la ventana que daba al Tívoli, se inclinó hacia delante, cogió la revista e hizo como que se limpiaba el culo con ella, se volvió hacia la ventana y la arrojó a la calle.
Imposible decirlo más claramente.
Carl sonrió para sí. Un transeúnte iba a conseguir un programa de la tele gratis.
Asintió con la cabeza a su jefe. Había sido de lo más conmovedor.
– Estoy a punto de aportar más información sobre el caso Lynggaard -declaró en justa correspondencia, y se quedó esperando a que le dijeran que podía irse.
El jefe de Homicidios movió la cabeza arriba y abajo en reconocimiento. Era en esa clase de situaciones cuando se veía por qué era tan apreciado y por qué había podido conservar a su encantadora mujer durante más de treinta años.
– Y Carl, recuerda que sigues sin haberte apuntado al cursillo de promoción -añadió-. Quiero que lo hagas antes de pasado mañana, ¿entendido?
Carl asintió con la cabeza, pero aquello no significaba nada. Si el jefe insistía en la formación complementaria, tendría que darse una vuelta por el sindicato.
Los cuatro minutos que duró el trayecto desde el despacho del jefe de Homicidios hasta el sótano fueron un tormento de miradas burlonas y actitudes de reprobación. Eres una vergüenza para nosotros, decían algunas de las miradas; que os den, pensó él. Mejor harían dándole su apoyo. Si lo hicieran, no se sentiría como si un buey bien cebado estuviera dándole cornadas en el pecho.
Incluso Assad había leído el artículo en el sótano, pero al menos él le dio una palmada en la espalda. Pensaba que la foto de la portada estaba bien hecha, pero que la revista era muy cara. Era estimulante conocer otros puntos de vista.
A las diez en punto llamaron de recepción.
– Hay un hombre que dice que está citado contigo -informó el policía de guardia con frialdad-. ¿Esperas a un tal John Rasmussen?
– Sí, enviadlo al sótano.
Cinco minutos más tarde oyeron pasos vacilantes en el pasillo, seguidos de una voz cautelosa.
– ¡Hola! ¿Hay alguien?
Carl atravesó con desgana el vano de la puerta y vio frente a sí a un anacronismo vestido con jersey islandés, pantalones de pana y demás parafernalia del sesenta y ocho.
– Soy John Rasmussen, el que era pedagogo en Godhavn. Tenemos una cita -se presentó, extendiendo la mano con una singular mirada acechante-. Oiga, ¿no es usted el que aparece hoy en la portada de una revista?
Era para volverse loco. La gente vestida como él debería abstenerse de mirar esas cosas.
De entrada, quedó claro que John Rasmussen recordaba a Átomos, y por eso acordaron repasar el caso antes de la visita guiada. Aquello daba a Carl la oportunidad de quitárselo de encima con una mini visita a la planta baja y después una ojeada rápida a los patios interiores.
El hombre parecía simpático, aunque minucioso. En opinión de Carl, no era en absoluto el tipo de persona adecuada para entretener a golfos inadaptados. Pero seguramente había muchas cosas que Carl no sabía acerca de los golfos inadaptados.
– Le enviaré por fax lo que tenemos en el orfanato, ya lo he consultado con la secretaría y podemos hacerlo. Aunque he de decirle que no es gran cosa. El expediente de Átomos desapareció hace unos años, y cuando lo encontramos detrás de una estantería faltaban al menos la mitad de los informes -dijo sacudiendo la cabeza, y al hacerlo la piel floja de su cuello bailó de un lado a otro.
– ¿Por qué lo llevaron a su orfanato?
El hombre se encogió de hombros.
– Ya sabe, problemas en casa, y después alojarlo en una familia adoptiva quizá no fuera la mejor opción. Después llega la reacción, y a veces se pasa de rosca. Por lo visto era un buen chico, pero tenía poco que hacer y demasiado coco. Una mala combinación. Se ve constantemente en los guetos de trabajadores inmigrantes. Esos jóvenes tienen que desfogar la energía contenida.
– ¿Era delincuente?
– En cierto modo, sí, supongo, pero eran cosas sin importancia, creo. Sí, bueno, era capaz de cabrearse mucho, pero no recuerdo que estuviera en Godhavn por violento. No, no recuerdo nada así; claro que han pasado ya más de veinte años, ¿verdad?
Carl sacó el cuaderno.
– Voy a hacerle unas preguntas rápidas, y le agradecería que respondiera de manera breve. Si no puede responder, pasamos a la siguiente. Siempre puede volver a la pregunta si encuentra después la respuesta. ¿De acuerdo?
El hombre saludó amablemente con la cabeza a Assad, que le ofreció uno de sus ardientes y pegajosos brebajes en una tacita pintada con flores amarillas. El hombre la aceptó sonriendo. Ya se arrepentiría, ya.
Después miró a Carl.
– Sí -asintió-, de acuerdo.
– ¿Nombre del chico?
– Parece que se llamaba Lars Erik o Lars Henrik, algo así. El apellido era corriente, creo que Petersen, pero ya lo escribiré en el fax.
– ¿Por qué lo llamaban Átomos?
– Tenía que ver con el trabajo de su padre. Por alguna razón, tenía a su padre en un pedestal. Lo había perdido unos años antes, pero creo que su padre había sido ingeniero y había hecho algo para la estación de pruebas atómicas de Risø, o algo así. Pero podrá investigar eso cuando tenga el nombre y el número de registro civil del chico.
– ¿Siguen teniendo el número de registro civil?
– Sí, había desaparecido con otras cosas de la carpeta, pero teníamos un sistema de contabilidad relativo a las subvenciones de los municipios y del estado, y ahora se ha incorporado al expediente.
– ¿Cuánto tiempo estuvo el chico en la institución?
– Creo que unos tres o cuatro años.
– Eso es bastante tiempo, teniendo en cuenta su edad, ¿no?
– Sí y no. Sucede a veces. No podía seguir en el sistema. No quería ir a otra familia adoptiva, y su propia familia no estuvo en condiciones de albergarlo hasta entonces.
– ¿Han tenido noticias suyas? ¿Sabe qué ha sido de él?
– Lo vi casualmente varios años después, y parecía que le iban bien las cosas. Fue en Helsingor, creo. Debía de trabajar de camarero o de primer oficial, algo así. Al menos iba vestido de uniforme.
– ¿Quiere decir que era marino?
– Sí, creo que sí. Algo así.
Tengo que pedir la lista de la tripulación del transbordador de Schleswig-Holstein a Scandlines, pensó Carl. A saber si se la pidieron los de la Brigada Móvil. Carl volvió a ver frente a sí el rostro contrito de Bak en el despacho del jefe, el jueves anterior.
– Un momento -interrumpió al hombre, y gritó a Assad que subiera al despacho de Bak y le preguntara si habían pedido la lista de la tripulación del transbordador en el que desapareció Merete Lynggaard y, en caso afirmativo, a ver dónde estaba.
– ¿Merete Lynggaard? ¿Esto tiene que ver con ella? -preguntó el hombre con mirada embelesada antes de dar un enorme sorbo de té espeso.
Carl le dirigió una sonrisa que irradiaba lo contento que le ponía que se lo hubiera preguntado. Y después siguió sin más con el turno de preguntas, sin responder.
– ¿El chico tenía rasgos de psicópata? ¿Recuerda si era capaz de mostrar empatía?
El pedagogo miró sediento su taza vacía. Por lo visto era de los que pusieron a prueba las papilas gustativas en los macrobióticos años sesenta. Después arqueó sus cejas grises.
– Muchos de los chicos que nos vienen tienen trastornos emocionales. Naturalmente, a algunos de ellos se les hace un diagnóstico, pero no recuerdo si fue el caso con Átomos. Creo que sí era capaz de mostrar empatía. Al menos solía estar preocupado por su madre.
– ¿Tenía alguna razón para ello? ¿Era drogadicta o algo así?
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