Tuvo que salir subiéndose al muelle de la dársena para petróleos. Tendida entre dos balizas amarillas, perdió el conocimiento por un momento, pero el miedo y la adrenalina mantuvieron a raya el entumecimiento. Consiguió refugiarse del viento y comprobó el contenido de su bolso. Tras unos intentos, su móvil volvió a funcionar y llamó a un taxi para que la recogiera en la terminal petrolera de Loudden. Al imbécil del chófer le parecía que estaba demasiado mojada para dejarla subir al coche, pero ella había insistido y al final él la había llevado hasta ese destartalado motel.
Cerró los ojos y se los frotó.
El taxista era un problema. No había duda de que la recordaría y probablemente contaría lo que fuera si le ofrecían dinero.
Realmente debería marcharse. Recoger sus cosas y marcharse esa misma noche.
De pronto le entró la prisa. Se levantó, un poco más estable ahora que las medicinas parecían estar empezando a surtir efecto y a bajarle la fiebre, y se puso sus ropas arrugadas. Los bolsillos del abrigo aún estaban húmedos.
Cuando guardaba el botiquín en su bolso, se oyó un golpe en la puerta. El corazón le dio un vuelco, lo que le hizo jadear ligeramente.
– Aida. -La voz era grave y sedosa, apagada a través de la puerta. El juego del gato y el ratón.
– Sé que estás aquí, Aida.
Ella cogió su bolso y se precipitó al baño. Cerró la puerta con llave, se subió a la bañera y abrió la pequeña ventana. Entró un viento helado. Arrojó la cartera por la ventana, se quitó el abrigo y lo empujó por la abertura. En ese momento, oyó un ruido de cristales rotos que venía de la habitación del motel.
– ¡Aida!
Ella tomó impulso y se lanzó por la ventana, extendiendo las manos para frenar la caída y dando unas volteretas al llegar al suelo. Los golpes en la puerta del baño y el sonido de la madera astillándose resonaron a través de la ventana abierta. Se puso el abrigo, agarró el bolso y salió corriendo hacia la autopista.
Annika se bajó del autobús en la parada final de la línea 41. Soltó el aliento y miró cómo el bus desaparecía detrás de un edificio administrativo de poca altura. Todo estaba tranquilo, no se veía a nadie. El día se apagaba, agotado antes de que hubiera emergido. Ella no lo echó de menos.
Se colgó el bolso al hombro y caminó unos pasos observando los alrededores. Reinaba una atmósfera extraña entre aquellos edificios y almacenes. Aquí terminaba Suecia. Un cartel a la izquierda indicaba la dirección a Tallin, Klaipeda, Riga, San Petersburgo, las economías emergentes, las jóvenes democracias.
Capitalismo, pensó Annika. Responsabilidad personal, libre empresa. ¿Es ésa la solución?
Volvió la cara al viento, entrecerrando los ojos. Todo era gris. El mar. Los muelles, los edificios, las grúas. Frío, aguaceros persistentes. Cerró los ojos, dejó que el viento la azotara.
Tengo todo lo que siempre he querido, pensó. Así es como quiero vivir mi vida. Fue decisión mía. Nadie tiene la culpa.
Miró directamente hacia el viento, lo que hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas. Enfrente tenía las oficinas centrales de Puertos de Estocolmo, un hermoso edificio antiguo de ladrillo, con recovecos, terrazas y tejados metálicos en diferentes niveles. La terminal de ferrys a Estonia estaba a la izquierda, y a continuación el muelle; a la derecha había una dársena con grúas y almacenes a ambos lados.
Se levantó el cuello de la chaqueta y se ajustó la bufanda; luego empezó a caminar lentamente en dirección a las oficinas. Había un ferry con destino a Tallin asomando detrás de los edificios. La ventana de los países bálticos hacia occidente.
Cuando rodeó la esquina del edificio de oficinas, vio la zona acordonada por la policía. Las cintas de plástico azul y blanco se agitaban al viento junto a los silos, abandonados allí en el frío. No había policías a la vista. Se detuvo y examinó la lengua de tierra que se extendía ante ella. Debía de ser el corazón del puerto. La zona ocupaba varios centenares de metros de largo y estaba bordeada de enormes almacenes a ambos lados. Al otro extremo, más allá de la zona acordonada, vislumbró un aparcamiento para camiones. Las únicas personas que había por allí, junto a los camiones, eran algunos trabajadores con brillantes chalecos amarillos.
Annika se acercó lentamente al escenario del crimen, mirando los imponentes silos. A pesar de estar con los pies en el suelo, la altura le dio cierta sensación de vértigo. La parte alta de los silos parecía fundirse a la perfección con el cielo, gris sobre gris. La siguió con la mirada, hasta que notó en el muslo el roce de la áspera cinta de la zona acordonada.
Entre los silos había un espacio estrecho adonde no llegaba la luz diurna. Allí fue donde los dos hombres habían perdido la vida. Parpadeó varias veces para acostumbrarse a la oscuridad y pudo distinguir las oscuras manchas de sangre. Los cuerpos se encontraron al comienzo del pasaje, no escondidos entre las sombras.
Volvió la espalda a la muerte y miró alrededor. Hileras de grandes focos se extendían a lo largo del muelle. Por las noches, toda la zona portuaria debía de estar bañada por la luz, con excepción, claro, de esos pasajes entre los silos.
Si fueras a matar a alguien, ¿por qué dejarle a la luz de los focos? ¿Por qué no esconderlo entre las sombras? Supongo que dependería de si tuvieras prisa o no, se dijo.
Bajó la mirada, dio zapatazos en el suelo y sopló sobre sus manos, salpicando nieve fangosa a su alrededor. ¡Menudo invierno! Más allá de la zona acordonada vio dos almacenes donde la SVT, la cadena de televisión sueca, guardaba utilerías y decorados. ¿Es aquí donde está?, pensó.
Annika pasó junto al escenario del crimen. Tiritaba de frío bajo aquella llovizna que se tornaba glacial con los gélidos vientos procedentes del Báltico. Le dio otra vuelta a la bufanda alrededor del cuello y se dirigió hacia el muelle, siguiendo la valla metálica que constituía la frontera con los Estados bálticos. Un camión que había conocido días mejores arrojaba humo por el tubo de escape al otro lado; ella se tapó la nariz con la bufanda. La valla terminaba en un gran portón junto al aparcamiento para camiones. Tres oficiales de aduana inspeccionaban el penúltimo camión del día, el último era el peligro medioambiental que tenía a sus espaldas.
– ¿Puedo ayudarla en algo? -El hombre, vestido con el uniforme de oficial de aduanas bajo su chaleco amarillo, estaba colorado por el frío. Sus ojos tenían una expresión radiante y jovial. Annika sonrió.
– Sólo curioseaba. Trabajo en un periódico y he leído sobre los asesinatos de ahí -dijo, señalando por encima del hombro.
– Si piensa escribir algo, será mejor que se ponga en contacto con nuestro encargado de las relaciones con la prensa -respondió el hombre en tono cordial.
– No, no, no soy reportera, yo sólo reviso los artículos y compruebo que todo está bien. Por eso a veces es bueno salir y mirar un poco, para ver el enfoque de los reporteros.
El aduanero se rió.
– Vaya, entonces debes de tener bastante que hacer -dijo.
– Como usted, supongo -respondió Annika.
Se estrecharon las manos y se presentaron.
– ¿Es el último por hoy? -preguntó Annika señalando el último vehículo, que se dirigía echando humo hacia el portón.
El hombre dejó escapar un suspiro.
– Sí, al menos para mí. Estos últimos días han sido un quebradero de cabeza, con el escenario del crimen y demás. Por no hablar de los cigarrillos.
Annika enarcó las cejas.
– ¿Ha sucedido algo especial hoy?
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