Unos metros por delante de él, algo parecido a un gigantesco cangrejo estaba moviendo sus pinzas en medio de un chorro de rosado vapor.
Atado por los tobillos, cabeza abajo, las piernas del asesino se abrían y cerraban por las rodillas. La túnica le había caído sobre la cabeza, pero sus brazos se agitaban hacia arriba entre la nube de tela, esforzándose por aferrarse a sus propias piernas. El borde de la túnica flotaba en un baño de tinte. Estaba suspendido sobre una hirviente cuba, donde la grúa lo había transportado en el instante en que Yashim sintió el peso de su cuerpo contra su brazo.
Yashim tiró de la cuerda hasta enderezarse, pero en el momento en que aflojaba su presa el asesino cayó. Yashim tiró hacia atrás y enrolló un trozo de cuerda en torno a su muñeca. Luego se apoyó sobre la cuba que tenía a sus espaldas.
«No puedo soltar», pensó.
Las piernas del hombre se agitaron y se volvieron a abrir. ¿Qué estaba haciendo? Yashim echó una mirada de reojo: colgaba sobre una tina de turbio líquido que olía espantosamente. Pudo ver las pieles rodando unas sobre otras. Necesitaba mantener su peso equilibrado allí, mantener sus pies apoyados contra el borde de la cuba, moverlos a lo largo del grasiento saliente, y poco a poco subir la cuerda.
Entonces vio lo que el hombre estaba tratando de hacer: con un cuchillo en sus manos estaba proyectándose hacia arriba, moviendo las piernas para acortar la distancia, lanzándose contra el nudo con la hoja.
El asesino no sabía dónde estaba.
Si cortaba la cuerda, se zambulliría en el tinte.
Yashim, mientras tanto, estaba también peligrosamente cerca de una cuba de venenoso, hirviente, líquido. Sólo el peso del asesino le impedía caer en la cuba.
Y en cualquier momento la cuerda podía romperse y Yashim caería de espaldas en el hirviente caldo.
Estaban equilibrados.
La cuerda produjo un ruido sordo y se aflojó unos cinco o seis centímetros. Yashim la tensó. Miró a través de las columnas de púrpura y amarillo, y vio que las oscuras puertas situadas en el otro extremo de las tenerías se estaban abriendo.
Un grupo de hombres se destacó en la oscuridad y empezó a andar a grandes pasos a través de la reluciente superficie de las tenerías hacia él.
Y por la dirección de donde procedían, y la forma en que se movían, Yashim no pensó que fueran amigos.
La cuerda dio otra sacudida y Yashim trató desesperadamente de mantener el equilibrio. Su pie derecho perdió el apoyo y por un momento se quedó a unos centímetros de la espuma de la cuba. Para recuperar el equilibrio tuvo que soltar más cuerda, hasta que estuvo casi horizontal. Notaba el calor en la nuca y cómo el líquido le iba empapando la ropa.
No fue tanto una decisión como un instinto lo que le hizo tirar brutalmente de la cuerda para recobrar su equilibrio. La respuesta de su contrapeso humano le hizo ponerse momentáneamente vertical: el asesino se soltó y cuando el bulto golpeó el agua hirviente sus piernas hicieron convulsivamente un movimiento de tijera antes de que la cuerda se partiera. Yashim forcejeó y, recuperando el equilibrio, llegó a tiempo de ver una mano que sobresalía del recipiente antes de hundirse en el agitado líquido.
No tenía tiempo de considerar lo que había ocurrido. Evitando la resbaladiza superficie que había entre las cubas, los hombres procedentes de la puerta estaban ahora abriéndose en dos filas a los gritos de «¡Cerradle el paso!» y «¡Cerrad la entrada!». Yashim empezó a retroceder zigzagueando hacia la puerta del rincón por la que había entrado. Pero tenía que moverse con cautela, mientras los otros, lejos del borde de las cubas, estaban ya acercándose.
Varios curtidores se encontraban ya en la puerta cuando Yashim pasó por delante de la reja por la que había descendido. Alargó la mano izquierda y cogió la rejilla, como si fuera un escudo; en la otra mano blandía su daga. Pero sabía que el gesto era vano. Los hombres de la puerta tenían ya las piernas arqueadas, aguardando la lucha. Y los otros, viendo su oportunidad, habían decidido acercarse a él a través de las cubas.
Giró en redondo. Un hombre que se encontraba a sus espaldas arremetió, y Yashim le cruzó la cara con la daga. Otro hombre se acercó y Yashim lo embistió con la rejilla como si fuera un guante de hierro, golpeándolo y haciéndolo retroceder. Dándose la vuelta, vio que la puerta estaba infestada de hombres: no había escape posible en aquella dirección.
Percibió un movimiento y se volvió nuevamente, un poco demasiado tarde. Tuvo tiempo solamente de ver una cara ensombrecida por la furia antes de sentir un golpe contundente sobre su ojo derecho, y cayó al suelo. Esgrimió la daga a ciegas y esperó a que otro hombre o bien lo atacara frontalmente, o bien lo esquivara y luego luchara cuerpo a cuerpo con él; pero al ver que nada ocurría se dio la vuelta para levantar la rejilla como un escudo.
Fue justo a tiempo de ver al hombre de la cara negra girar a su derecha obligado por un tirón. El hombre que estaba tirando de él se agachó, se alzó ágilmente y golpeó con la cabeza al asaltante en la nariz. El asaltante cayó y el hombre que había descargado el golpe se volvió hacia Yashim y sonrió.
– Larguémonos de una puñetera vez -dijo.
Se dijo que el combate -ellos sólo lo llamaban una reyerta- continuó mucho después de que Murad Eslek hubiera ayudado a Yashim a abrirse camino en la tenería a golpes, patadas y cuchilladas y salir a la silenciosa oscuridad que reinaba en el exterior.
Mientras seguían su camino a tientas por los callejones, veían brillar algunas lucecitas tras los postigos cerrados que había sobre sus cabezas. De vez en cuando una puerta se cerraba de golpe. A lo lejos un perro empezó a ladrar. Sus pasos resonaban ahogadamente en los adoquines. Un frío viento transportaba el olor de yeso húmedo, así como el persistente perfume de las especias de la noche.
– ¡Uy! ¡Cómo hueles, amigo! -dijo Murad Eslek, sonriendo.
Yashim asintió.
– De no ser por ti -dijo-, no habría quedado nada para oler. Te debo la vida.
– Olvídalo, effendi. Fue una buena pelea, eso es todo.
– Pero dime, ¿cómo…?
Yashim hizo una mueca de dolor. Ahora que todo había acabado, sus pies escaldados empezaban a escocerle.
– Fue bastante fácil -replicó Eslek-. Te vi corriendo como un demonio… Quizás te habían robado, o algo así. Pero cuando comenzaste a dirigirte a las curtidurías, la cosa no pintaba bien… quiero decir, son duros esos tipos. Entonces fue cuando empecé a pensar que ibas a necesitar un poco de artillería pesada. Así que volví disparado hacia atrás y reuní a los chicos. Recorrí un par de bares. Pasé el aviso. ¿Una buena pelea en la tenería? Sin problemas. O sea, que cuando llegamos y vimos el apuro en que te encontrabas, los chicos se lanzaron como asnos sobre una zanahoria. Buen trabajo.
Yashim sonrió. Ya estaban de regreso en la ciudad a esas alturas. Las calles aparecían vacías y era demasiado tarde, pensó, para conseguir un baño. Eslek pareció adivinar sus pensamientos.
– Yo estoy en el transporte. Nosotros trabajamos por las noches, effendi. Nos ocupamos de los mercados… verduras principalmente, y ganado pequeño. Estaba en ello cuando tú y yo volvimos a tropezamos. La cuestión es que hay un hammam que nosotros usamos, abierto toda la noche, que tú, como caballero, podrías tal vez desconocer. Quiero decir, es pequeño pero limpio. Por lo menos, te evita volver a casa y apestar tu propio cuchitril. No es falta de respeto -añadió apresuradamente-, pero en esas tenerías el olor se te mete bajo la piel. Es la grasa.
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