– Una se olvida. Es un vicio del harén, me temo. Uno entre varios. Otro son las modas parisinas.
Hizo un gesto hacia las muchachas, que depositaron la bandeja y la pipa. Una de ellas se arrodilló graciosamente a los pies de Eugenia y le ofreció una taza de café.
– La inspección ha comenzado -dijo la Valide secamente.
Eugenia tomó la taza y murmuró unas gracias. La muchacha no hizo ningún esfuerzo para moverse, pero se tocó la frente con la mano y dirigió unas palabras a la Valide.
– Tal como me esperaba -dijo ésta-. Las muchachas se han estado preguntando si te gustaría unirte a ellas en el baño.
Mientras subía por la escalera de caracol, Yashim seguía jubiloso por las noticias.
El chico lo había encontrado en la acera frente al café. Se puso en posición de firmes y soltó el mensaje que había memorizado durante el camino de vuelta.
– La señora dice que su amiga no se va a morir y que yo no debería preguntar por esas cosas. Dice que está herida del brazo y necesita un largo descanso. Dice… dice… -Hizo un visaje-. No puedo recordar lo otro, pero era como la primera parte. Me parece.
Yashim le hizo repetir lo dicho. Permaneció inmóvil unos momentos y luego se rió.
– Lo has hecho muy bien… y me has traído las mejores noticias. Gracias.
El muchacho cogió la moneda con mucha ceremonia y volvió al café a mostrársela a su padre. Yashim empezó a subir por la calle cojeando, en dirección al Cuerno de Oro. No dejaba de canturrear.
Su humor no cambió cuando su cabeza asomó por la escotilla y vio al viejo Palmuk, el bombero, inclinándose sobre el pretil con su espalda vuelta hacia él. Al contrario. Se movió silenciosamente por la terraza. Se quedó quieto detrás de Palmuk y lo agarró súbitamente por la cintura. Antes de que el bombero pudiera reaccionar lo había levantado por encima del pretil.
– ¡Ay, ay! ¡No hagas eso, Orhan! ¡Ay, ay! ¡Déjame! Cabrón. Oh. Oh. Mi corazón. ¿Orhan?
– No soy Orhan -dijo Yashim tranquilamente-. Soy el hombre al que usted mintió ayer. ¿La torre, recuerda? Creo que usted me dijo, también, que no le gustan las alturas. Bueno, ¿qué tengo que creer?
– No me gustan, de verdad, effendi , no me gustan. Y le juro que no le mentí.
Las piernas del viejo Palmuk se agitaban en el aire, pero sus brazos estaban demasiado lejos del pretil para llegar a éste. Yashim empujó un poco más.
– ¡No, por favor! -Estaba casi gritando ahora, y las palabras le brotaban en estallidos-. Lo que dije… era que quería el dinero. Lo devolveré.
– Una tekke -gritó Yashim-. Existe una cuarta tekke, ¿verdad?
Pero el hombre había dejado de resistirse. Yashim frunció el ceño. Se preguntó si no se trataría de una treta. Lo traería hacia sí y entonces… ¡bang! El viejo Palmuk se lanzaría contra su cuello.
– Pues irás para abajo -dijo con voz grave.
O el viejo Palmuk se había desmayado, o era un contrincante muy duro.
Yashim se acordó del asesino, sumergiéndose en el tinte hirviendo. Atrajo al viejo Palmuk hacia la terraza.
La cara del hombre tenía el color de la masilla. Sus ojos se movían alocadamente de izquierda a derecha y parecía tener problemas para respirar. Emitía una serie de secos chasquidos.
Rápidamente lo dejó en el suelo, boca arriba, y le rompió el cuello de la camisa. Le hizo un masaje en el pecho y le movió los brazos arriba y abajo. Un poco de color volvió a las mejillas del viejo Palmuk, y el rápido parpadeo de los ojos se suavizó. Finalmente lanzó un largo y estremecedor suspiro y cerró los ojos.
Yashim no dijo nada. Aguardó.
Los ojos del viejo medio se abrieron, y se deslizaron hacia él.
– No debería haber hecho eso -murmuró-. Se ha aprovechado usted, ¿no? ¿Eh? ¿Effendi?
Yashim, de cuclillas, se balanceó sobre sus talones y respiró con fuerza por la nariz.
– Me mintió -dijo fríamente.
Una astuta sonrisa se dibujó en la cara del viejo Palmuk, y dijo hipando:
– Era lo que usted quería, ¿verdad? -Hablaba muy tranquilamente-. Eh, viejo Palmuk, sirve al cliente. Venga, Palmuk, cuéntanos un cuento. -Volvió a cerrar los ojos-. No debería haber hecho eso.
Yashim se mordió el labio. Sentía deprecio por el viejo Palmuk, pero la noche anterior prácticamente había asesinado a un hombre. Y hoy…
– Lo siento -dijo.
Palmuk se llevó una mano al pecho y trató de juntar los desgarrados bordes de su camisa.
– Era nueva, effendi.
Yashim suspiró.
– Le compraré otra. Le compraré dos. Pero, primero, dígame: ¿Tenían los karagozi una tekke en la torre de incendios de Bayaceto? ¿Como la de aquí?
El viejo Palmuk se quedó mirándolo.
– ¿Una tekke? ¿La torre de Bayaceto?
Empezó a resollar. Yashim tardó un momento en darse cuenta de que se estaba riendo.
– ¿Dónde está la gracia?
– ¿Una tekke en Bayaceto, dijo usted? -El viejo Palmuk se frotó la nariz con la palma de la mano, riendo no muy disimuladamente-. Había una tekke aquí, de acuerdo. La torre estaba construida sobre ella.
Yashim frunció el ceño.
– ¿La Eski Serai?
– Es lo que he oído. Retrocedamos a entonces, cuando los jenízaros guardaban el viejo palacio. Éste se caía a pedazos, ¿no? Pero los karagozi no abandonaron la tekke. Descubrieron una manera de conservarla… de protegerla, digamos. Hicieron construir la torre contra incendios encima de ella, ¿entiende?
Yashim entendía.
– Otra tekke, entonces. Eso es lo que necesito. La cuarta.
El bombero esbozó una sonrisa, como de desprecio.
– Había docenas, effendi. Centenares.
– Sí, pero ¿para los bomberos? ¿No había una… especial?
El viejo Palmuk intentó incorporarse. Se ladeó, moviendo negativamente la cabeza. Cuando habló, su tono era de agravio, como sorprendido.
– Ojalá lo supiera, effendi. Ojalá supiera lo que está usted buscando. No sé quién piensa usted que soy yo, pero se ha equivocado de hombre. Yo… yo no sé qué quiere usted…
Se dio la vuelta para mirar a Yashim, y sus grises ojos estaban bien abiertos.
– Yo hacía de chico de los recados. En los muelles. -Estaba asintiendo con la cabeza, mirando fijamente a Yashim como si lo viera por primera vez-. Entienda eso, effendi. Yo no estuve allí.
Yashim pensó: «Es verdad. Le doy dinero al tipo ese. Le compro camisas. Y él realmente no sabe nada.»
Yashim encontró al embajador polaco con un batín de seda, bordado con leones y caballos en hebra de oro. Yashim supuso que era chino. Estaba tomando té y contemplando silenciosamente un huevo pasado por agua, pero cuando Yashim entró, alzó una mano para hacer pantalla ante sus ojos, volviendo la cabeza a un lado y a otro como una tortuga ansiosa. El sol hacía resaltar las motas de polvo a medida que éstas ascendían hacia las largas ventanas.
– ¿No sabes qué hora es? -dijo Palieski con voz espesa-. Toma un poco de té.
– ¿Estás enfermo?
– Enfermo, no. Pero estoy sufriendo. ¿Por qué no podría estar lloviendo?
Incapaz de dar una respuesta, Yashim se dejó caer en un sillón y dejó que Palieski le sirviera una taza con mano temblorosa.
– Meze -dijo Yashim. Y levantó la mirada-. Meze. Unos bocaditos antes de la comida principal.
– ¿Tenemos que hablar de comida?
– El meze era una manera de llamar la atención de la gente sobre la excelencia del festín que había de venir. No se regateaban esfuerzos en su preparación. O, debería decir, su selección. Algunas veces, el mejor meze son las cosas más sencillas. Pepinos tiernos de Karaman, sardinas de Ortakoy, rebozadas como máximo, y fritas… Lo mejor de lo mejor, y acertar el momento, la coordinación, podría decirse, lo es todo.
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