Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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Palieski se echó para atrás tapándose los ojos con los dedos, pensando.

– ¿No me dijiste que los tres cuarteles de bomberos eran también las tekkes más antiguas de la ciudad? ¿No era eso lo que decían los vigilantes del fuego?

La mente de Yashim empezó a acelerarse. Palieski continuó:

– Quizás sólo digo esto porque soy polaco, y todos los polacos son en el fondo anticuarios. Este batín, por ejemplo, ¿sabes por qué lo llevo?

– Porque es cómodo -dijo Yashim por decir algo.

– Sí y no. Es sármata. Hace años, nosotros, los polacos, creíamos que estábamos emparentados con una tribu semimítica de guerreros que procedían de Sarmacia, en algún lugar del Asia central. Supongo que no sabíamos exactamente de dónde procedíamos y andábamos a la busca de pedigrí, por así decir. La cosa hacía furor, y el supuesto estilo sármata estaba de moda… ya sabes, seda y plumas y el cuero carmesí. Encontré esta prenda colgada en un armario cuando llegué aquí. Es una reliquia. Esto es lo que más me gusta de ella. Cada mañana me envuelvo en historia. En la imaginaria gloria del pasado. Y, por añadidura, es la mar de confortable, como tú has dicho.

»Bien, lo que me llama la atención es la idea de que estas tekkes son antiguas, realmente antiguas. Quizás las primeras que se establecieron en la ciudad. Ése es tu pedigrí, por así decir. Ahí es por donde tus tipos tal vez querían empezar. Quizás la cuarta tekke es también una de las logias originales de la ciudad. La primera, o la cuarta, la que sea. De manera que lo que tú necesitas es buscar una tekke que sea tan antigua como las tres que ya conoces.

Yashim asintió. La cuatro tekkes originales. Encajaba. Era lo que los tradicionalistas querrían.

– Lo cual podría explicar algo que me ha estado preocupando -dijo en voz alta-. No el momento oportuno, no me refiero al edicto, sino el número. ¿Por qué cuatro? Si tú tienes razón, si alguien está volviendo al comienzo, tratando de volver a empezar, entonces cuatro es el número evidente. Cuatro es el número de la fuerza, como las patas de una mesa. Es un reflejo de un orden primario. Cuatro rincones de la tierra. Cuatro vientos. Cuatro elementos. Cuatro es la base.

»¡Y está regresando a los orígenes mismos de toda la empresa otomana! Guerra Santa… y Estambul como el ombligo del mundo.

Yashim podía oír al maestro sopero explicando que los jenízaros habían construido el imperio, que, bajo la guía de los babas karagozi, habían ganado la ciudad para la fe.

– Siempre que las cosas han ido mal, la gente se ha apresurado a explicar que nos habíamos desviado de los verdaderos y antiguos caminos, que deberíamos volver al pasado y tratar de ser lo que éramos cuando toda Europa yacía temblorosa bajo nuestros pies.

– Bueno -dijo Palieski secamente-, no toda Europa.

– Exceptuando Polonia, el enemigo valiente -dijo Yashim, mientras cruzaba por sus ojos una expresión de duda-. Pero ¿cómo averiguaremos cuál es la original, la cuarta tekke ? Tu plano no facilita fechas, si es que alguien las conocía.

Palieski se mordió las uñas.

– Si tuviéramos un plano más antiguo -dijo lentamente-. Uno realmente bueno, para entrecruzar las referencias con éste. La mayoría de estas tekkes, a fin de cuentas, no existirían. Podríamos llegar a alguna parte mediante un proceso de eliminación.

Se frotó las palmas.

– Tendría que ser un plano muy bueno -musitó. Luego movió la cabeza-. Para ser sinceros, no estoy seguro de si hay algo lo bastante antiguo para ti. Ciertamente no tengo semejante cosa.

Yashim apretó los dientes y miró fijamente al fuego.

– ¿Significa algo para ti el nombre de Lorich? -preguntó con calma-. Flensburg. Mil quinientos y algo.

Los ojos de Palieski se abrieron.

– ¿Cómo diantres…, Yash? Dibujó el más increíble plano de la ciudad que nunca se ha hecho. O eso se dice. Nunca lo he visto, para serte sincero. Debe haber muchas copias, pero nunca encontrarás una aquí, en Estambul. Tenlo por seguro.

– Un plano increíble -repitió Yashim-. Te equivocas, amigo. Y ahora sé exactamente dónde encontrarlo.

Capítulo 72

Media hora más tarde, Yashim estaba sentado en el pórtico de la embajada rusa, jugueteando con la irritante idea de que saber no era lo mismo que encontrar. Se hallaba sólo a ochocientos metros de la residencia del embajador Palieski, y apenas a veinte del plano que había visto colgado en la galería del vestíbulo de arriba. Pero, a pesar de toda su habilidad, éste lo mismo podría haber estado en Siberia.

El embajador, al parecer, no se encontraba en casa. Yashim se preguntó si haría el mismo horario que Palieski. Quizás estaba ahora en la cama con su deliciosa esposa. La idea le disgustó, y pidió ver al primer secretario. Pero tampoco se pudo encontrar al primer secretario. Se le ocurrió preguntar entonces por la mujer del embajador. Pero el sentido común, así como unas heredadas nociones de propiedad, le hicieron descartar la idea. Ni siquiera las mujeres cristianas acudían a la puerta ante cualquier hombre que llamara.

– ¿Hay alguien con quien pueda hablar? Es muy urgente.

En el momento en que oyó a sus espaldas el paso deliberado, militar, Yashim supo quién era la persona que sí podía hablar con él. La mano tullida. La fea cicatriz.

– Buenas tardes -dijo Potemkin-. ¿No quiere usted pasar?

Cuando seguía al joven diplomático a la gran sala, sus ojos se desviaron involuntariamente hacia la escalera.

– El personal generalmente no admite a nadie sin cita previa. Siento que haya tenido usted que esperar tanto tiempo. El embajador y sus ayudantes tienen mucho trabajo hoy. A Su Excelencia se le espera en palacio esta noche. Me temo que es imposible que se le pueda interrumpir.

Parecía inquieto, pensó Yashim. Y dijo:

– Quizás pueda usted ayudarme. El otro día vi un interesante plano delante del despacho del embajador que me gustaría volver a mirar. ¿Me pregunto si…?

Potemkin lo miraba, desconcertado.

– ¿Un plano?

– Sí, de Melchior Lorich. Está colgado en el vestíbulo de arriba.

– Estoy seguro de que Su Excelencia estaría encantado de mostrárselo -dijo Potemkin, más suavemente-. Si pusiera usted por escrito su petición. Yo personalmente procuraré que ésta merezca su atención.

– ¿Ahora mismo?

Potemkin esbozó una semisonrisa.

– Me temo que eso es imposible. Peticiones de esta naturaleza llevan, digamos, un mes más o menos para ser atendidas. Quizás podamos acortar el plazo, sin embargo. Digamos, ¿tres semanas?

Yashim rechinó los dientes.

– Mire, esto podría ser importante. Sé que el mapa está justo ahí, en lo alto de la escalera. No molestaré a nadie.

Potemkin continuó sonriendo, y no dijo nada.

– Quince minutos -dijo Yashim desesperadamente.

– Olvida usted, monsieur, que esto es una embajada con mucho trabajo. No es ni un museo ni una galería pública. Pero estoy seguro de que Su Excelencia estará encantado de considerar su petición… a su debido tiempo. Por el momento, si no tiene usted nada más…

– Me imagino que no habrá tenido usted oportunidad de echar una ojeada a las cuentas del portero todavía -observó Yashim con sarcasmo.

– No -reconoció el agregado-. Ni una sola oportunidad. Permítame que le muestre la salida, monsieur.

Capítulo 73

La esposa del embajador, en aquel mismo momento, estaba siendo ayudada a desnudarse por cinco nerviosas doncellas, que cogían cada prenda cuando se la quitaba y examinaban con diversos grados de excitación y admiración.

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