Chris Mooney - Secuestradas

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A Darby McCormick le han propuesto la investigación de un nuevo caso. Se trata de la desaparición y posterior asesinato de dos jóvenes universitarias: Emma Hale, hija de un poderoso magnate y. alumna de primer curso en Harvard, cuvo cuerpo fue hallado a orillas del río, y Judith Chen, una estudiante ejemplar que se costeaba sus estudios con su trabajo en una cafetería. Nada parece relacionar ambos crímenes, salvo la causa de la muerte, un disparo en la nuca… y que las dos llevaban una estatuilla de la Virecn dentro de sus bolsillos.
Darby se incorporará a la recién creada CSU, Unidad Especial de Científicos Forenses, donde deberá trabajar codo con codo con el inspector Bryson, un hombre hosco y reservado. En el curso de sus indagaciones toparán con Malcolm Fletcher, un ex agente federal perseguido por la ley que podrfa ser la clave para dar con el paradero del homicida. La doctora McCormick tendrá que actuar contrarreloj, puesto que una nueva joven acaba de desaparecer y quién sabe cuánto tiempo puede pasar antes de que corra la misma suerte que sus predecesoras…

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Cuando un incendio provocado por un cortocircuito destruyó buena parte del pabellón Mason en 1982, el hospital ya se hallaba bajo la tutela del Estado. Al presentir su potencial valor económico, los legisladores pusieron los terrenos en venta. Con la intención de preservar el edificio del hospital, considerado patrimonio de interés arquitectónico por tratarse de un edificio singular, el último de su especie, una sociedad histórica presentó una serie de alegaciones y mandamientos judiciales. Los compradores potenciales se asustaron ante la amenaza de los elevados costes legales y de una larga y farragosa batalla en los tribunales.

El hospital había permanecido abandonado durante veintitantos años y, durante ese tiempo, los largos inviernos de Nueva Inglaterra habían causado daños significativos en los suelos y las paredes, provocados por la humedad y la podredumbre. Se requería una considerable dosis de paciencia y habilidad para encontrar un acceso seguro y adecuado a la planta superior, pues el deterioro y el estado ruinoso estaban muy avanzados.

Fletcher se deslizó en el interior de una habitación que tenía las ventanas rotas.

Extrajo su teléfono móvil, comprobó que tenía cobertura y llamó a Jonathan Hale.

– Creo que sé quién es el hombre que mató a su hija -dijo Fletcher.

Darby había dejado el coche abierto y guardaba su equipo de reconocimiento de repuesto en el maletero. Reed llamó por radio a Kevin, el muchacho que aguardaba en la camioneta aparcada al final de la carretera, y le pidió que llevara la caja naranja que había en el maletero al pabellón C, cosa que éste hizo media hora más tarde.

Darby sacó unas fotos y luego decidió que necesitaba ayuda para examinar la habitación del hospital. Metió la fotografía y la estatuilla en una bolsa de pruebas y llamó a Coop desde la carretera.

– Fletcher nos ha dejado dos regalitos -le explicó Darby-. Una fotografía y… adivina: una figura de la Virgen María. Estoy casi segura de que se trata de la misma que encontramos en el bolsillo de Hale y de Chen.

– ¿Y sabemos dónde o cómo ha encontrado esa estatua el agente especial Escalofríos?

– No, no lo sabemos.

– Pero ¿para qué llevarte hasta un psiquiátrico abandonado? ¿Qué sentido tiene? Podría haber enviado la fotografía y la figura por correo ordinario.

– No sería tan espectacular.

– Eso es verdad.

– Y a lo mejor Fletcher quiere que descubramos algo sobre esa habitación en particular. Ha dejado deliberadamente la estatuilla y una foto en una sala para pacientes que albergaba a criminales violentos: la misma habitación en la que él mismo había estado antes, el mismo día.

– ¿Cuánto tiempo dices que lleva cerrado el hospital?

– Al menos veinte años -respondió Darby-. Es probable que treinta, incluso.

– ¿Y crees que vas a encontrar el nombre del paciente o pacientes que ocuparon esa habitación en concreto? Pues que tengas mucha suerte.

– Nos vemos dentro de una hora.

Mientras conducía, Darby pensó en las últimas palabras de Coop.

Cuando el Sinclair cerró sus puertas, lo más probable era que los criminales verdaderamente violentos hubiesen sido transferidos a otros hospitales psiquiátricos. Habrían evaluado a los esquizofrénicos y a los pacientes bipolares o maníaco depresivos, y luego, por culpa de las restricciones constantes del presupuesto destinado a salud mental, los habrían tratado como pacientes externos y los habrían puesto de nuevo en la calle. Los expedientes llevarían décadas flotando a través del sistema nacional de salud mental. Tratar de localizar la historia clínica de un paciente, aunque tuviese un nombre específico, era como buscar la proverbial aguja en un pajar.

Coop la aguardaba en el interior de su oficina.

– ¿Dónde está Keith? -preguntó Darby.

– Se ha ido a casa a cenar con su mujer y los niños y luego volverá al laboratorio para ayudarnos a analizar la habitación. Echémosle un vistazo a la foto primero.

Tras tomar unas fotografías, Coop examinó el papel. No contenía ninguna marca distintiva ni ninguna característica especial.

– Por el peinado y la ropa, deduzco de la foto de la mujer que se sacó a principios de los ochenta -señaló Darby-. ¿Qué vas a utilizar para procesar el papel?

– Ninhidrina mezclada con heptano -explicó Coop mientras accionaba el botón del aparato de ventilación.

Darby se colocó las gafas protectoras y una mascarilla. Coop, con un par de guantes de nitrilo, roció con la mezcla el dorso del papel, que se tiñó de color púrpura. Ambos lo examinaron, esperando a que la ninhidrina reaccionase con los aminoácidos que hubiese dejado una mano humana.

No había huellas.

Coop roció la cara de la imagen.

– No hay huellas -señaló Coop-. Menos mal que ya conocemos su identidad.

Capítulo 33

Hannah Givens estaba sentada en la cama con la bandeja de comida -una tostada y huevos- que aquel hombre llamado Walter Smith le había dejado en el carrito. No tenía reloj ni calendario, pero aquél era su segundo desayuno. Debía de ser domingo.

En la habitación tampoco había ventanas, pero sí disponía de muchísima luz. Allí dentro había dos bonitas lámparas estilo Tiffany: una en la mesilla de noche junto a la cama y otra encima de una pequeña mesa de lectura llena de ejemplares gastados de People, Star, Us, Cosmopolitan y Glamour.

Lo más interesante era el enorme armario ropero de color blanco. Las camisas eran todas de talla pequeña y mediana; Hannah usaba una talla grande. Los zapatos estaban debajo, colocados ordenadamente: Prada, Kenneth Cole y dos pares de Jimmy Choos, todos ellos del número treinta y siete. Hannah calzaba el número cuarenta y uno. Era evidente que ni la ropa ni los zapatos estaban allí expresamente para ella.

Hannah pensó en la ropa y las revistas, con sus páginas arrugadas, y volvió a preguntarse si no habría vivido allí otra mujer antes que ella. Si así era, ¿qué le habría pasado? Esa pregunta le producía una sensación de vacío en el estómago.

Se arropó con el edredón a pesar de que en la habitación hacía calor. El miedo seguía latente, pero ya no le atenazaba todo el cuerpo. Había corrido a agazaparse en algún otro lugar y, por alguna extraña razón que no sabía explicar, ya no sentía la necesidad de llorar ni de gritar. Además, eso ya lo había hecho de todos modos.

Al despertarse en la oscuridad por primera vez, con la cabeza turbia, Hannah había creído por un breve instante que se encontraba en su casa. Acto seguido, el recuerdo de lo sucedido le cayó encima como un cubo de agua hirviendo; se levantó de la cama de un salto y se puso a deambular a tientas por la extraña oscuridad, tropezándose con objetos completamente desconocidos mientras el miedo se transformaba en un terror histérico, y entonces se puso a chillar, a gritar a pleno pulmón hasta que la garganta se le quedó seca.

Al final, logró armarse de valor para enfrentarse a la oscuridad y se puso a registrar la habitación como lo haría un ciego: despacio, dando pasos cautelosos, palpando con las manos todos los objetos para captar su forma. Eso de ahí era una mesa. Allí había un sillón… de cuero, a juzgar por el tacto liso y suave. A continuación una mesilla de noche y ¿qué era aquello? Parecía una lámpara. Encontró el interruptor y la encendió.

Lo primero que advirtió fue su pijama, suave, de franela rosa. Era de su talla, pero no era suyo. El hombre llamado Walter la había desvestido. Había entrado allí mientras estaba inconsciente y le había quitado la chaqueta y la ropa. La había visto desnuda.

Hannah estaba segura de que Walter no la había violado. Las dos veces que había mantenido relaciones sexuales, al día siguiente se había despertado un poco dolorida. Walter no la había violado pero sí la había desnudado. ¿La habría tocado? ¿Le habría hecho fotos? ¿Qué había hecho? ¿Qué iba a hacerle? ¿Para qué la había llevado allí?

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