Chris Mooney - Secuestradas

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A Darby McCormick le han propuesto la investigación de un nuevo caso. Se trata de la desaparición y posterior asesinato de dos jóvenes universitarias: Emma Hale, hija de un poderoso magnate y. alumna de primer curso en Harvard, cuvo cuerpo fue hallado a orillas del río, y Judith Chen, una estudiante ejemplar que se costeaba sus estudios con su trabajo en una cafetería. Nada parece relacionar ambos crímenes, salvo la causa de la muerte, un disparo en la nuca… y que las dos llevaban una estatuilla de la Virecn dentro de sus bolsillos.
Darby se incorporará a la recién creada CSU, Unidad Especial de Científicos Forenses, donde deberá trabajar codo con codo con el inspector Bryson, un hombre hosco y reservado. En el curso de sus indagaciones toparán con Malcolm Fletcher, un ex agente federal perseguido por la ley que podrfa ser la clave para dar con el paradero del homicida. La doctora McCormick tendrá que actuar contrarreloj, puesto que una nueva joven acaba de desaparecer y quién sabe cuánto tiempo puede pasar antes de que corra la misma suerte que sus predecesoras…

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Una cosa estaba clara: Walter no quería que se fuera. En la habitación había una puerta, pero no tenía pomo ni tirador. En la pared había instalado un teclado numérico muy parecido a los que había visto en los edificios de oficinas; se necesitaba una tarjeta y una clave para abrirla. Perforada en la puerta había una mirilla en forma de agujero. Walter podía ver el interior de la habitación, pero Hannah no podía ver lo que había fuera.

Era evidente que Walter quería que se sintiera cómoda. La habitación era del tamaño de un pequeño apartamento estudio, sin ventanas, con una cocina americana de reducidas dimensiones y las paredes pintadas de un amarillo cálido. Había una bonita manta de cachemira roja echada sobre el respaldo de un sillón de lectura de cuero, con una otomana a juego. Detrás del sillón había una estantería con novelas románticas en rústica muy gastadas. Una cortina de ducha ocultaba un retrete, pero no había baño ni ducha. La habitación incluso tenía su propio termostato.

Los dos armarios que había encima del fregadero de la cocina contenían cajas de cereales y de galletas saladas. No había platos. Ni fogones. En los cajones no había cubiertos ni objetos afilados, sólo servilletas de papel y compresas, tampones y un viejo set de maquillaje. La nevera estaba llena de paquetes de leche, zumo de naranja, yogures, botellas de plástico de agua mineral y refrescos de toda clase: Coca-Cola, Pepsi, Mountain Dew, Dr. Pepper y Slice.

Hannah desvió su atención al centro de la estancia, a las rosas blancas que había en un jarrón de plástico sobre la mesa redonda de comedor, de reducidas dimensiones. Los pétalos habían empezado a ponerse mustios.

Un violador no le dejaría flores. Un violador entraría y la tomaría por la fuerza.

Walter no había entrado en la habitación (todavía, se recordó). Cada vez que le llevaba la comida (tres veces al día), colocaba una bandeja de plástico en el carrito y lo deslizaba sin decir una sola palabra. Para el almuerzo (¿o era la cena?) había preparado pollo con puré de patatas y salsa de carne.

Hannah rodó de costado en la cama y cerró los ojos. Sus compañeras de piso debían de estar preguntándose por qué no había vuelto a casa todavía. El lunes por la mañana le tocaba el turno de primera hora en la cafetería. Si no aparecía, el dueño, el señor Alves, la llamaría a casa y le dejaría un mensaje desagradable en el contestador. Robin o Terry oirían el mensaje y llamarían a sus padres, y éstos llamarían a la policía. La gente empezaría a buscarla. Tendría que encontrar la manera de aguantar y sobrevivir hasta que la encontrasen.

Pero ¿y si no la encontraban? ¿No llegaría un momento en que la policía dejaría de buscarla?

No podía pensar eso; tenía que mantener una actitud positiva, por imposible que pareciese, y tener la cabeza serena para pensar con claridad.

El día anterior, después del desayuno, Hannah había registrado el cuarto buscando algo que pudiese emplear como arma. No había microondas ni cafetera. El pequeño televisor a color estaba atornillado a su soporte de madera. En el fregadero de la cocina no había agua caliente, sólo fría. Habían extraído los cajones para las verduras y productos frescos de la nevera. Por lo visto, Walter tenía miedo de que empleara uno de esos cajones para intentar darle un golpe en la cabeza o algo así. Había utilizado cadenas y candados para sujetar las sillas de comedor a las patas de la mesa; podía apartar las sillas para sentarse, pero no podía utilizarlas como armas. Walter ya había previsto esa posibilidad. Las patas de la mesa eran demasiado gruesas y robustas, no podía romperlas sin la ayuda de una sierra.

En algún momento, Walter querría hacer algo con ella, y tenía que estar preparada. Mientras inspiraba aire con fuerza, Hannah se obligó a sí misma a volver a registrar la habitación.

Capítulo 34

«Muy bien -se dijo-, ¿en qué sitios no he buscado todavía?» En el colchón y en los cojines del sillón. Con la imperiosa necesidad de hacer algo, Hannah se levantó de la cama y recorrió con la mano el espacio entre el colchón y el somier de muelles. Al no encontrar nada, pasó entonces al sillón de cuero, retiró los cojines y rebuscó entre las rendijas oscuras con los dedos. Éstos tropezaron con una cosa dura. «Por favor, Señor, que sea un cuchillo…», imploró, y sacó el objeto a la luz.

Era un pequeño bloc de notas de espiral, de los que podían meterse fácilmente en el bolsillo de una camisa. Hannah lo abrió y vio unas páginas escritas en lápiz, ya desvaídas. Leyó la primera hoja.

He encontrado esta libreta en el suelo, debajo de la cama. Dentro de la espiral había un lápiz pequeño. Debe de habérsele caído a Walter, aunque no sé cuándo, puede que una de las veces que hemos forcejeado. Se le habrá caído del bolsillo o de la camisa y se le ha olvidado. Él lo utilizaba para hacer la lista de la compra. Ahora yo lo voy a usar para anotar mis pensamientos. Porque si no lo hago, me volveré loca.

No sé cuánto tiempo llevo aquí. Después de tres meses, perdí la cuenta. Aquí el tiempo no significa absolutamente nada, y pensar en el tiempo me da auténtico pavor.

Ya no puedo pelear con él. No tengo fuerzas. Ahora he decidido ser amable. Hago todo lo que me pide. Cuando me trae regalos, siempre le doy las gracias (le encanta traerme ropa bonita). Walter me trae todo lo que le pido (menos el teléfono), lo único que tengo que hacer es pedírselo. Walter, mi particular y horrendo genio de la lámpara… Una vez, casi al principio, cuando debía de llevar aquí un mes, estábamos hablando de la Navidad y me preguntó:

– ¿Cuál ha sido el regalo que más te ha gustado de todos los que te han dado?

Le dije que la cadena de platino y el relicario con la foto de mi madre. Mi padre me lo regaló la Navidad pasada. Me preguntó dónde estaba y yo se lo dije. El caso es que no le di mucha importancia; sólo estábamos charlando.

Una semana después, me trajo el relicario. Yo me quedé muda de asombro.

– Te he cogido las llaves de casa… las llevabas en el bolso -me explicó-. ¿Ves lo mucho que te quiero?

Walter nunca parece furioso, enfadado ni triste; en realidad no parece sentir absolutamente nada, eso es lo que me da más miedo. Es como si no hubiese vida detrás de su mirada, o al menos nada que cualquier persona normal pudiese reconocer. Me imagino su cerebro como un desván lleno de telarañas y de bichos asquerosos que se mueven y te muerden si te acercas demasiado. Walter habla como si fuésemos los mejores amigos del mundo. Hago como que comparto todos mis pensamientos con él, me invento historias, cualquier cosa, lo que sea para que se sienta cerca de mí. No hago más que fingir, igual que hacía en las clases de interpretación. Finjo que me importa. Finjo que lo entiendo mientras me familiarizo con todo lo que me rodea, a la espera de encontrar el mejor momento de escapar.

Le he convencido para bañarme dos veces al día. Él siempre se queda de pie, al otro lado de la puerta, que deja abierta unos centímetros para poder hablar conmigo. NECESITA HABLAR. Eso es lo que le alimenta: hablar, el contacto humano. Ahora lo sé.

Walter se acaba de ir de mi habitación. Hemos visto una película juntos, Pretty Woman . Le gusta ver comedias románticas todas las noches, después de cenar. Suele traer vino (siempre en botella de plástico, jamás de vidrio, porque sabe que, si se diera la oportunidad, le rompería la botella en la cabeza). Esta vez se ha sentado conmigo en la cama. Yo llevaba un vestido y unos zapatos que me ha comprado (Walter insiste en que nos arreglemos todas las noches, como si fuésemos una pareja que sale al centro). Me he peinado como a él le gusta y me he pintado las uñas. Hasta me ha regalado una botellita del perfume de Chanel que tanto me gusta. Me lo he puesto para él. Soy su muñequita, su muñeca particular, de carne y hueso, sólo para él. Durante toda la película, he notado las ganas que tenía de cogerme la mano.

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