Chris Mooney - Secuestradas

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A Darby McCormick le han propuesto la investigación de un nuevo caso. Se trata de la desaparición y posterior asesinato de dos jóvenes universitarias: Emma Hale, hija de un poderoso magnate y. alumna de primer curso en Harvard, cuvo cuerpo fue hallado a orillas del río, y Judith Chen, una estudiante ejemplar que se costeaba sus estudios con su trabajo en una cafetería. Nada parece relacionar ambos crímenes, salvo la causa de la muerte, un disparo en la nuca… y que las dos llevaban una estatuilla de la Virecn dentro de sus bolsillos.
Darby se incorporará a la recién creada CSU, Unidad Especial de Científicos Forenses, donde deberá trabajar codo con codo con el inspector Bryson, un hombre hosco y reservado. En el curso de sus indagaciones toparán con Malcolm Fletcher, un ex agente federal perseguido por la ley que podrfa ser la clave para dar con el paradero del homicida. La doctora McCormick tendrá que actuar contrarreloj, puesto que una nueva joven acaba de desaparecer y quién sabe cuánto tiempo puede pasar antes de que corra la misma suerte que sus predecesoras…

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Una resbaladiza capa de hielo cubría el pavimento. Darby caminaba con sumo cuidado, atenta a cada paso. La colina, rodeada de pinos cuyas ramas se combaban por el peso de la nieve húmeda y pesada, parecía extenderse a lo largo de kilómetros y kilómetros sin que se vislumbrase el final.

– El recinto está en pleno proceso de demolición -explicó Reed, mientras el aliento se le condensaba en el aire gélido-. A su amigo el policía le dije lo mismo: ahí arriba no hay nada, nada en absoluto. Se lo han llevado todo.

– ¿Cuándo cerraron el hospital? -preguntó Darby.

– Un incendio por un cortocircuito eléctrico en el depósito de cadáveres destruyó el pabellón Mason en el año 1982. Los capitostes de Beacon Hill decidieron que era demasiado caro reconstruirlo (el edificio tiene más de doscientos años), y con los recortes en el presupuesto para salud mental a nivel estatal, el hospital cerró sus puertas al año siguiente.

– ¿Hay un depósito de cadáveres en el edificio?

– Antes, este centro era un hospital de investigación médica. Cuando un paciente moría, los médicos estudiaban su cerebro; bueno, eso era a principios del siglo pasado, cuando esas cosas todavía estaban permitidas. El caso es que después del incendio, el lugar cerró sus puertas definitivamente, por lo de la falta de presupuesto y todo eso. No puedo decir que no esté de acuerdo con la decisión. Habría costado una fortuna reconstruirlo.

Darby asintió con la cabeza, sin escuchar realmente lo que oía; ensimismada, pensaba en Malcolm Fletcher. ¿A qué se debía su interés por un hospital psiquiátrico abandonado? Si de veras buscaba algo, ¿por qué no se había colado sin más? Tal vez no había encontrado ningún modo de entrar y por eso había solicitado la ayuda de Reed.

Cuando llegaron a lo alto de la colina, Darby se había quedado sin resuello y le temblaban las piernas por el cansancio. Reed se encendió otro cigarrillo.

El Instituto Sinclair de Salud Mental, un colosal edificio gótico de ladrillos antiguos y ventanas con barrotes, se desplegaba en torno a un amplio patio que albergaba los restos de una fuente de agua y varios árboles que seguramente eran aún más antiguos que el propio hospital. Algunas de las vidrieras seguían intactas.

– Ese es el edificio Kirkland -señaló Reed-. Tiene más de doscientos años.

Darby nunca había visto nada tan descomunal, tanto por extensión como por tamaño. Si uno entraba ahí dentro, resultaría fácil perderse… para siempre.

– ¿Qué dimensiones tiene?

– Unos treinta y cinco mil kilómetros cuadrados -explicó Reed-. Hay dieciocho plantas sin incluir el sótano, que es en sí mismo un laberinto. Kirkland está dividido en dos pabellones: Gable y Mason. Los suelos están prácticamente podridos, y el incendio provocó tantos daños, que el edificio se cerró por completo y quedó abandonado en el ochenta y nueve. Dentro de pocos meses, todo lo que ven aquí desaparecerá para dar paso a apartamentos de nueva construcción. La verdad, para ser sincero, es que a mí me produce cierta tristeza. Este hospital es un edificio histórico, el último de los de su clase. ¿Ven esos edificios de ahí a la izquierda? Eran los pabellones para los tuberculosos, uno para mujeres y otro para hombres. Hay muchísima historia ahí dentro.

Darby vadeó por un cúmulo de casi medio metro de nieve que cubría la totalidad del patio. El lugar tenía el aspecto y el aire de un campus universitario de Nueva Inglaterra de principios de los cincuenta: extraño y recoleto, una extensión inabarcable de edificios de ladrillo encuadrados en un área densamente boscosa en lo alto de una colina desde la que se veía Boston, a unos treinta kilómetros al sur.

– Kirkland se ha convertido en una especie de atracción turística desde que estrenaron esa película, Creepers -dijo Reed-. ¿La ha visto?

Darby negó con la cabeza. Había perdido su afición por las películas de terror: le afectaban demasiado.

– El libro de Morrell estaba mucho mejor -observó Reed-. La historia va de un grupo de exploradores urbanos llamados creepers que entran en viejos edificios históricos. Los productores de la película utilizaron el hospital para las localizaciones. Hemos tenido que aumentar las medidas de seguridad en estos últimos cinco años; tenemos guardas jurados apostados en el recinto las veinticuatro horas. La mayoría de la gente a la que detenemos son adolescentes y universitarios que buscan un lugar para beber, colocarse y echar un polvo, ¿no es increíble?

Reed sacó sus llaves y subió las escaleras que llevaban a la puerta principal. El cristal que había detrás de la reja de seguridad de acero estaba roto.

– ¿Lo ha traído por la puerta principal? -preguntó Darby.

– Sí, señora.

– ¿Es el único modo de entrar en el hospital?

– La puerta principal es el modo más seguro de entrar en el edificio -contestó Reed-. Hay otras entradas a través de los conductos del sótano y unos viejos túneles que llevan a distintas partes de las instalaciones, pero la mitad se han derrumbado o están a punto de hacerlo. Si intenta entrar por ahí, pondría su vida en peligro. Por eso tenemos tanta vigilancia y seguridad por aquí, porque si pasa algo, la responsabilidad es del propietario del edificio. En el noventa y uno, algún imbécil entró, se cayó y se abrió la cabeza. Puso una denuncia y sacó un buen pellizco en los tribunales. Tendría que ver las minutas de los abogados, son de vértigo.

Al otro lado de la puerta principal había un vestíbulo que daba a una amplia sala de forma rectangular desprovista de muebles. Allí no había nada más que suelos desnudos y paredes cubiertas con rodales de pintura blanca descascarillada.

– Antes esto era la recepción -explicó Reed-. Cojan un casco de protección de esa caja de ahí. Ustedes dos no se asustan fácilmente, ¿verdad?

– Si se asusta, lo cogeré de la mano -bromeó Darby mirando a Bryson, pero Tim no oyó el comentario. Estaba enfocando el haz de luz de la linterna por la habitación.

– Una vez, le enseñé el edificio a un grupo de cazafantasmas para un programa de televisión -continuó Reed-. Llevaban unos cacharros muy raros que parecían recién salidos de esa película tan famosa, Los cazafantasmas . Uno de ellos creyó ver un fantasma y el estúpido hijo de puta se puso a gritar, echó a correr, se cayó por un agujero y se fracturó un pie. Así que quédense detrás de mí y cuidado por donde pisan.

Capítulo 30

La sala contigua era tan larga y espaciosa como un estadio de fútbol, con el techo abovedado y las paredes cubiertas de papel pintado mohoso, lleno de manchas de humedad, con un estampado de rosas diminutas de color rojo y azul. En la pared del fondo había unos grandes ventanales, muchos de ellos con los cristales rotos o directamente sin cristales. El suelo de linóleo estaba cubierto de nieve y placas de hielo que se derretían.

– Esto era el comedor principal -explicó Reed-. En los años cuarenta, tenían chefs profesionales que cocinaban platos muy sofisticados. Preparaban langostas en verano y servían magníficas comidas al aire libre para los pacientes en el césped de la parte delantera; allí también había un pequeño campo de golf, aunque parezca increíble. No me habría importado nada vivir aquí en esos tiempos. Parecía una residencia de vacaciones de lujo. ¿Qué saben exactamente sobre el Sinclair?

– No mucho -contestó Darby.

– Si quieren, puedo contarles la historia. Así pasaremos el rato; todavía nos queda una buena caminata.

– Buena idea.

Reed echó a andar por el comedor; bajo sus pies, la capa de nieve y el hielo crujían.

– Cuando se construyó el hospital, hacia finales del siglo xviii, se le conocía como el manicomio estatal -explicó-. El lugar era famoso por el trato humanizado que se dispensaba a los pacientes. El doctor Dale Linus, que fue el primer director del hospital, creía en un enfoque humanista en el tratamiento de los enfermos mentales: aire fresco, comida sana y ejercicio. Era una idea bastante moderna para la época. Linus mantenía la cifra de pacientes en torno a los quinientos, para asegurarse de que todos los enfermos recibían la ayuda y el tratamiento que necesitaban. Al principio, trataban a toda clase de personas, no sólo a delincuentes. Los pacientes venían de todas partes del mundo, a causa de las terapias revolucionarias que inventó Linus.

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