Colgó la llave del gancho, tal como le habían enseñado; ciertamente no dejaría caer una llave en el laberinto de canales de agua que se arremolinaban a sus pies. En tres meses, le habían enseñado todo lo que cabía esperar que un aprendiz supiera después de años de seguir a su padre en el trabajo. Sólo siguiendo las reglas podía quizás suplir la experiencia de que carecía. Para los hermanos, las reglas eran como un ritual religioso; del mismo modo que esta sala de sifones era, a su manera, como una iglesia o una mezquita, fría y tranquila en medio del calor y el bullicio de la ciudad.
Enver cogió un bastón de su lugar en la pared y lo sumergió en el amplio tanque receptor, midiendo su profundidad. El agua de la tubería de entrada fluía suavemente por un extremo; en el otro lado, en las sombras, el agua rebosaba por el borde del tanque, deslizándose sin hacer ruido por encima de siete poco profundas muescas hasta las balsas de distribución. A la hora señalada, él detendría los desagües en las balsas tres, cinco y seis, abriría la tubería para liberar el flujo de la balsa número dos, y pasaría la señal por el canal principal al siguiente hombre.
Enver sintió una presión en su pecho producida por la ansiedad mientras ensayaba los versos mnemotécnicos que había aprendido. 3, 5, 6. Luego 2. Formaban parte de las reglas, al igual que la deslustrada bola hueca de estaño que pronto saldría disparada de la tubería de distribución y activaría su tarea. Su trabajo ahora era vigilar la bola.
Enver se puso de cuclillas al borde del tanque receptor, frunciendo el entrecejo mientras se concentraba en el canalón. El agua fluía en ondas por encima del borde del canalón y caía en una gruesa espiral en el tanque, continuamente, sin detenerse. De vez en cuando, veía menguar la espiral: a veces estaba seguro de que el agua estaba llegando, no en una corriente incesante, sino por medio de una serie de casi imperceptibles impulsos, como la sangre por las venas de la muñeca de un hombre, glub, glub, glub, y tuvo que cerrar los ojos y respirar profundamente para disipar la ilusión. Pero ¿se trataba de una ilusión? Muchos de los hermanos eran capaces de predecir exactamente cuándo iba a aparecer la bola, por el más insignificante cambio en el volumen del flujo, la más pequeña variación en la música de la cascada. «Cuidado, ahora. Preparado», decían, siempre alertas al cambio sutil, interrumpiendo una conversación. Y unos momentos más tarde la diminuta bola caía en el tanque, hundiéndose unos centímetros y luego saliendo a la superficie y deslizándose suavemente hacia el borde.
«Aún no», pensó Enver; pero había calculado mal, porque en aquel momento un pequeño ruido, como un chirrido, anunciaba la llegada de la bola al borde próximo del tanque. Ni siquiera la había visto venir: debía de haber caído del canalón cuando cerró los ojos, tratando de descifrar el ritmo del agua.
Decepcionado, bajó los ojos hacia el tanque. Debía recoger la bola, bloquear las tuberías de distribución necesarias con los trapos, y luego soltar la bola en la tubería de salida, para marcharse flotando en su largo viaje a través de Estambul. 3, 5, 6. Luego 2. La luz procedente de una serie de agujeritos diseminados por el techo de la cámara bailaba y se disolvía en la superficie del agua, ésta tan negra e insondable como un charco de petróleo. Con un suspiro, se dobló hacia delante y recuperó la bola de estaño. Por un momento la luz pareció rebotar en la superficie por toda la habitación, un repentino resplandor que Enver distinguió por el rabillo del ojo; luego se aposentó una vez más, y él se estremeció. Había oído las historias de los hermanos sobre ifrits y demonios que frecuentaban los rincones oscuros de las cisternas; pero también empezaba a hacer más frío ahora.
Agarró la bola y miró abajo, hacia su propio reflejo en el agua oscura.
Por una fracción de segundo, captó la imagen de otro rostro, mirándolo desde el oscuro tanque.
Enver no tuvo tiempo de hacerse preguntas. Jadeó, y algo le cogió por la nuca, de manera que la última cosa que Enver Xani vio en este mundo fue la visión de su propia cara acercándose hacia él, su boca abierta en un silencioso grito.
Era ya avanzada la noche cuando Yashim llegó a las puertas del Palacio Topkapi. Dos alabarderos se levantaron como pudieron, y uno de ellos puso su pie descuidadamente sobre un par de dados en el suelo de la escalera.
– Mucha tranquilidad, ¿no? -murmuró Yashim.
Los alabarderos sonrieron tontamente. Yashim pasó por su lado y entró en el primero, y más público, patio del palacio. Cruzó los adoquines a la sombra de los plátanos, recordando cuando el gran patio estaba lleno de personas… Soldados que desmontaban respetuosamente del caballo, mozos que aguardaban, los pachás que iban arriba y abajo, rodeados por sus séquitos, cocineros vociferando órdenes, lacayos disparados en todas direcciones a cumplir diversos recados, carros cargados de provisiones rodando lentamente hacia las cocinas imperiales, cadíes con turbante discutiendo gravemente los juicios del día, indiferentes al ruido, carruajes del harén circulando con gran estrépito hacia algún resguardado lugar de merienda junto a las Aguas Dulces, eunucos negros trotando de vuelta a casa con su compra en una bolsa de cordel, un pavoneante grupo de soldados irregulares albaneses, tratando de no parecer atemorizados, con sus pistolas en las fajas, muchachitos levantando la mirada hacia la colección de cabezas cortadas exhibidas en la columna; y, alrededor de ellos, entre ellos, la gente corriente de Estambul, cuya conversación era un subyacente murmullo, como el del mar.
El patio estaba silencioso; sólo se veía a los jardineros entregados a sus tareas, de cuclillas bajo las oscilantes ramas de los plátanos.
¿Adónde, se preguntó Yashim, se habían ido todos? Desde luego, no a Besiktas, el nuevo palacio franco sobre el Bosforo, donde centinelas cubiertos con kepis permanecían firmes delante de sus garitas, cerca de las vallas. En Besiktas, los carruajes giraban diestramente a través de la rastrillada gravilla, las ruedas crujiendo contra las piedras, y bajaban de ellos personas con estambulinas, que subían por las escaleras y desaparecían.
Al otro lado del Primer Patio se alzaba la Puerta de la Felicidad, cuyas torres cónicas podían verse desde el Bosforo y el Cuerno de Oro. Yashim se preguntó si seguía siendo la Puerta de la Felicidad ahora que ya no se abría a la morada de la Sombra de Dios sobre la Tierra. ¿Podía uno todavía considerarse feliz al pasar por esa puerta, y sin embargo no poder ya compartir el mismo suelo que el sultán?
Tan pronto como hubo formulado la pregunta, Yashim supo que no era en el suelo en lo que estaba pensando, sino en la sombra de la protección bajo la cual siempre había operado. El sultán confiaba en él. Una palabra suya lo salvaría… Pero esa palabra no vendría de un hombre enfermo, muy lejos de su palacio del Bosforo. El informe del embajador francés iría a parar a otras manos. La implicación de Yashim con el arqueólogo parecería, a lo sumo, estúpida. El escándalo lo marcaría como un borrón en su reputación, un leve interrogante que ponía en duda su buen juicio.
Llamó y esperó. Al cabo de un rato la puerta se abrió, y un viejo alabardero con trenzas, un hombre al que Yashim conocía, le dio la bienvenida sin ceremonia.
– ¿La Valide, effendi? . ¿Lo está esperando?
Yashim asintió. Tan sólo unos pocos años atrás -parecía una vida entera- hubiera sido interpelado instantáneamente, y acompañado con prisas ¡con la seguridad de que cien pares de ojos lo estaban observando envidiosamente desde atrás! El viejo sacó un puñado de llaves, y acompañó a Yashim a través del Segundo Patio, jugueteando con ellas en su mano.
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