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Sharyn McCrumb: O que calle para siempre

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Sharyn McCrumb O que calle para siempre

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Todo está a punto para la boda. Eileen Chandler, la hija de los Chandler de Georgia, va a contraer matrimonio si nadie lo remedia con un joven indocumentado sin oficio ni beneficio. La convicción general es que él se casa por dinero y que se está aprovechando de la fragilidad mental de la pobre Eileen. Desgraciadamente, como observa su prima Elizabeth, el resto de la familia no parece estar mucho mejor: desde el abuelo que se cree aún capitán de navío, hasta la madre aficionada al brandy o el hijo tarambana que vive en una comuna. Por no hablar del primo Alban, que se ha construido una réplica exacta del castillo de Luis II de Baviera, llamado también el Rey Loco… Para Elizabeth, recién llegada para la boda pero avispada observadora del género humano, la cosa está clara: los Chandler son un "caso". Lo que no sabe es que muy pronto también van a serlo para el Departamento de Homicidios.

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– No lo sé -contestó Elizabeth-. En realidad tenía que hablar con el sheriff, pero… ¿dónde está el doctor Shepherd?

– Se ha marchado justo después de ti. Él y Alban… digo, el señor Cobb, han dicho algo de ir a dar una vuelta por el lago. Supongo que sabían que esta reunión…

Elizabeth le entregó el libro y le dijo:

– Mira, no puedo esperar más. Asegúrate de que lea esto nada más colgar. También hay un telegrama. ¡Estaré en el lago!

– Pero no has… -comenzó Taylor, que se encogió de hombros cuando ella salió disparada. Se apoyó en la puerta y empezó a pasar las páginas del libro.

CAPÍTULO 14

Alban y Carlsen Shepherd habían salido por la puerta trasera y tomado el sendero que conducía al lago.

– Me alegro de haberme escapado de ahí -confesó Shepherd.

Alban asintió con la cabeza mientras observaba la camiseta descolorida y los holgados pantalones caqui del doctor.

– Sí, he pensado que estaríamos mejor aquí fuera.

– Estaba convencido de que habría alguna escena. Era inevitable. Profesionalmente, debo mostrarme a la altura de las circunstancias, pero a un nivel más personal, prefiero no presenciar ese tipo de situaciones.

Era la última hora de la urde. En las partes más sombrías del camino, los árboles se tornaban cada vez más borrosos, convirtiéndose en formas grises tras los arbustos que bordeaban el sendero. Y con la puesta del sol, los árboles del jardín arrojaban largas sombras sobre la hierba. La casa se veía negra contra el cielo resplandeciente, pero conforme se adentraban en el bosque que circundaba el lago, iba anocheciendo por momentos.

Shepherd pensaba en lo poco que le gustaban ese tipo de paisajes. A pesar de que el camino estaba seco, notaba el olor a tierra húmeda a su alrededor, posiblemente debido al riachuelo subterráneo que alimentaba el lago. Pequeños cornejos y otros espesos arbustos que no lograba identificar le impedían ver con claridad más allá del camino. La maleza que cubría el terreno en el que crecían los altos pinos y otros árboles de hoja caduca hacía que se sintiese acorralado. Al ver las telas de araña que se extendían entre las ramas de los árboles, imaginó lo desagradable que sería tropezar y sentir que se le enganchaba una en la cara. También era incapaz de apartar la vista del suelo, ya que temía que una rama se le enroscara de pronto y se abalanzase sobre él.

– ¿Falta mucho para el lago? -preguntó cuando ya no pudo soportar más aquella tensión.

– No. Menos de un kilómetro. Llegaremos antes de que anochezca. Esto sí que es pleno campo, ¿eh?

A Shepherd no le hizo ninguna gracia el comentario.

Siguieron caminando en silencio unos minutos. Alban parecía estar absorto en sus pensamientos y, si bien a Shepherd le habría encantado mantener cualquier tipo de conversación con tal de distraerse un poco, era incapaz de pensar en un tema que no estuviese relacionado con la muerte de Eileen Chandler.

– ¿Crees que deberíamos habernos quedado a ver qué quería el sheriff? -aventuró.

Alban se encogió de hombros.

– A lo mejor ya saben la fecha de la encuesta judicial -dijo Shepherd-. Me gustaría saber cuándo podré marcharme, aunque imagino que antes querrán dragar el lago.

Alban se volvió y le preguntó, clavándole la mirada:

– ¿Dragar el lago?

– Claro, por si arrojaron el arma al agua. Y puede que también encuentren el cuadro. El sheriff quiere agotar todas las posibilidades. -Ahora que Shepherd había comenzado a hablar del caso, parecía incapaz de detenerse. Iba exteriorizando sus pensamientos con un torrente de palabras, sin esperar una respuesta-. He estado pensando en las implicaciones psicológicas de este caso para intentar captar algún modelo de comportamiento. Las acciones responden a unas pautas determinadas que, si se examinan detenidamente, nos revelan ciertos rasgos de la personalidad del individuo. Sin embargo, en este caso es difícil llegar a alguna conclusión y, naturalmente, todo podría tener un montón de significados distintos. Depende del subconsciente de cada uno. Tomemos la serpiente, por ejemplo. ¿Se trata de una coincidencia, de un símbolo fálico o de otra cosa?

Alban, que se había adelantado unos pasos, caminaba con las manos en los bolsillos.

– Lo siento -dijo en tono ausente-. ¿Qué ha dicho?

Resultaba evidente que no había oído una sola palabra, aunque a Shepherd no pareció importarle. Tal vez el sonido de su propia voz le bastase, pues se sintió mucho mejor tras haber exteriorizado sus pensamientos a pesar de que nadie le hubiese escuchado.

De repente un pequeño zarcillo de madreselva le rozó la mejilla a Alban, quien retrocedió asustado y apartó de un manotazo las florecillas blancas antes de darse cuenta de lo que eran. Con un gruñido de fastidio, arrancó la rama y la arrojó al suelo.

Shepherd se lo quedó mirando con aire pensativo.

– Te ha afectado mucho todo esto, ¿verdad? -dijo por fin.

Alban asintió con la cabeza.

– Ha sido un poco infantil lo que acabo de hacer -murmuró-. Supongo que es que estoy muy nervioso.

– Es comprensible -dijo Shepherd en tono alentador-. Yo de momento ya he visto unas diez serpientes, pero al final no eran más que ramas.

– No he podido dormir -dijo Alban en voz baja-. ¿Le he hablado ya de mis dolores de cabeza?

– No. ¿Son muy fuertes?

– Sí, pero sólo últimamente. Antes nunca tenía. -Alban se adelantó a tocar un roble que había cerca del sendero y añadió-: ¿No le parece un árbol maravilloso?

– Háblame de tus dolores de cabeza, Alban.

– Es como si oyese un ruido dentro de mi cabeza. Tengo la sensación de que debería concentrarme en algo, pero el ruido no me deja. ¿Cree que es grave?

– Bueno, es difícil de decir. Puede ser una reacción al estrés, aunque tal vez deberías ir al médico.

– ¡Ni hablar! Me encuentro perfectamente, y estoy seguro de que Lutz lo sabe.

– ¿Lutz? -exclamó Shepherd sorprendido-. ¿Es tu médico?

Alban señaló hacia delante. El cielo se veía más pálido entre las ramas de los árboles, de un gris luminoso que indicaba un claro en el bosque.

– Ya casi hemos llegado. En cuanto hayamos pasado esa curva, veremos el lago Starnberg.

– ¿Starnberg? ¿El lago tiene un nombre? ¿Cuánto hace que se llama así?

Alban lo miró fijamente y respondió:

– Pero si siempre se ha llamado así, doctor Gudden.

Elizabeth no sabía por qué estaba tan asustada. Estaba a punto de echar a correr a pesar de que el camino estaba prácticamente oscuro. Como no oía ninguna voz, pensó que quizás Alban y el doctor Shepherd ya habrían llegado al lago.

Nada parecía tener sentido: el telegrama pidiéndole que se informase sobre el rey Luis, el hecho de que Alban se fuera a pasear al lago con el psiquiatra de Eileen, y esa coincidencia tan curiosa. Tenía que ser una coincidencia, porque de lo contrario… Ya faltaba poco para el lago. Elizabeth aminoró el paso y trató de hacer el menor ruido posible. Debería haber esperado al sheriff, pero habría desperdiciado un tiempo precioso dándole explicaciones. O tal vez debería haberle dejado una nota en el libro, aunque no habría sabido qué poner.

Como quien intenta pronunciar un idioma extranjero, repasó mentalmente el artículo de la enciclopedia: «Luis II… rey loco de Baviera… trató de ser un monarca absoluto al estilo de Luis XIV, sólo que varios siglos más tarde… A causa de sus excesos financieros y de su comportamiento excéntrico, fue depuesto en junio de 1886 y recluido como paciente con trastornos mentales en el castillo de Berg. Unos días más tarde, lo encontraron ahogado junto con su psiquiatra en un lago de los jardines del castillo. Se cree que el rey Luis mató al doctor mientras intentaba escapar, y que a continuación murió de un ataque al corazón cuando trataba de huir a nado…»

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