Sharyn McCrumb - O que calle para siempre

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Todo está a punto para la boda. Eileen Chandler, la hija de los Chandler de Georgia, va a contraer matrimonio si nadie lo remedia con un joven indocumentado sin oficio ni beneficio. La convicción general es que él se casa por dinero y que se está aprovechando de la fragilidad mental de la pobre Eileen.
Desgraciadamente, como observa su prima Elizabeth, el resto de la familia no parece estar mucho mejor: desde el abuelo que se cree aún capitán de navío, hasta la madre aficionada al brandy o el hijo tarambana que vive en una comuna. Por no hablar del primo Alban, que se ha construido una réplica exacta del castillo de Luis II de Baviera, llamado también el Rey Loco…
Para Elizabeth, recién llegada para la boda pero avispada observadora del género humano, la cosa está clara: los Chandler son un "caso". Lo que no sabe es que muy pronto también van a serlo para el Departamento de Homicidios.

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– Cada uno siente las cosas a su manera -dijo Elizabeth con ternura.

– ¡Ojalá estuviese seguro de que lo siento! Una parte de mí se distancia de mi cuerpo para observar mi sufrimiento y comprobar si lo que digo suena a tópico. Eileen no era así. Si yo hubiera muerto, ella estaría llorando por mí.

– No te va a servir de nada sentirte culpable.

– Ahora no, ya lo sé. Es irónico que Alban vaya soltando ese verso de Macbeth: «Un día u otro había de morir.» Yo ni siquiera puedo decir eso. No creo que Eileen hubiera logrado nunca ser feliz, pero me habría gustado que al menos no lo hubiese pasado tan mal en la vida. Yo podría haber sido más comprensivo con ella. Podría no haber procurado sacarle lo peor a ese pobre llorón que trajo a casa.

– ¿Por qué le odias tanto?

– Si te lo digo no lo entenderás -replicó Geoffrey mirándola a la cara-. Ni siquiera ella lo entendía.

– Dímelo de todos modos -insistió Elizabeth.

– ¡Porque es un irreflexivo! Ésa no es la palabra adecuada, pero es la que más se le aproxima. No supo apreciar lo que tenía. Es que… hay tan pocas personas buenas y auténticas en el mundo que hay que cuidarlas, porque son un verdadero milagro. Y él no se dio cuenta de lo especial que era Eileen. Pensaba que no era más que una chica tímida y trastornada, y creía hacerle un favor casándose con ella. ¡Un favor! Ella le adjudicó un alma. ¡Eileen vio a un príncipe maravilloso y encantador en un pedazo de alcornoque!

Elizabeth reflexionó unos instantes. Estaba de acuerdo en que la visión que Eileen tenía de Michael no acababa de cuadrar con la realidad, pero se preguntó por qué le afectaría tanto a Geoffrey.

– A lo mejor él sólo veía un reflejo de sí mismo -dijo Elizabeth lentamente-, o tan sólo aquello que quería ver. Quería pensar que le estaba haciendo un favor…

Geoffrey asintió con la cabeza.

– Y yo quería ver a alguien que me quisiera incluso cuando no me hacía el gracioso. Dime, Elizabeth, ¿tú cómo veías a Eileen?

– Creo que no la veía en absoluto.

Tommy Simmons, ataviado con un sobrio traje de lana de color gris marengo, estimó que ofrecía una imagen adecuada de eficiencia y dignidad. Vestir de negro habría resultado un tanto exagerado. Moduló la voz adoptando un tono bajo y reverencial, y procuró tener el aspecto de quien considera que el dinero no es importante en un momento así, pero que hay que mantener cierta formalidad. Un profesor suyo había dicho en una ocasión que todos los abogados eran actores frustrados.

Afortunadamente, esta vez no le resultaría difícil actuar, puesto que su público se empeñaba en guardar las apariencias. Mientras preparaba sus papeles, observó a los Chandler, pálidos y erguidos, que aguardaban sentados a que comenzase la reunión. Se había visto obligado a retrasarla unos minutos, hasta que llegaron Geoffrey y su atolondrada prima. Ahora que todos le prestaban la debida atención, pensó que había llegado el momento de comenzar. Esperaba que todo fuese sobre ruedas, ya que, por mucho que le gustase actuar, no soportaba los melodramas.

– Como saben, he venido a hablar de los bienes (si es que podemos llamarlos así) de la señorita Eileen Chandler. -Hizo una pausa para aclararse la garganta antes de superar el primer obstáculo-. Em… espero que a nadie le moleste la presencia del sheriff Rountree y de su ayudante Taylor en esta reunión familiar. Como abogado, me atrevería a decir…

– Hemos pensado que así le ahorraríamos la molestia al señor Simmons de volver a repetirlo todo -dijo Rountree desde la puerta-. Bueno, si a nadie le importa.

El doctor Chandler esbozó una leve sonrisa y dijo en voz baja:

– Pasa, Wes.

Cuando entraron en la habitación, Taylor parecía caminar de puntillas por la gruesa moqueta azul. Habían dispuesto el juego de café de plata en la mesa junto a la ventana, y el doctor Chandler les indicó que se acercasen a ella. Con la ayuda del doctor Shepherd, cogieron unas tazas y unas servilletas del aparador y se sirvieron un café. Amanda Chandler permanecía sentada en el sofá, con aire indiferente.

En cuanto los agentes se hubieron sentado, Tommy Simmons volvió a tomar la palabra.

– Ésta no es más que una reunión extraoficial para tratar de las finanzas que atañen… -echó un vistazo a sus papeles- a la familia directa. -Hizo una pausa a la espera de una respuesta.

– Entonces será mejor que me disculpen -dijo Elizabeth de inmediato. Se marchó apresuradamente antes de que a nadie se le ocurriese una buena razón para detenerla.

Alban, que se disponía a levantarse antes de que Elizabeth abriera la boca, se dirigió al doctor Shepherd.

– Creo que también pueden prescindir de nosotros, doctor. ¿Por qué no nos vamos a dar una vuelta?

Shepherd echó un vistazo a los tensos rostros que tenía alrededor y asintió con la cabeza. Cuando se levantaron, Wesley Rountree se inclinó hacia el doctor Chandler y le dijo:

– Robert, déjame decirte esto cuanto antes. Vamos a tener que dragar el lago por la mañana. ¿Me das tu permiso?

– Claro, Wesley -susurró Chandler. Indicó a Simmons que continuase. Pero, antes de proseguir, el abogado miró al sheriff para obtener su consentimiento. Wesley sonrió y asintió con la cabeza. Tan pronto como Alban y Shepherd cerraron la puerta, Simmons comenzó:

– Siempre he pensado que en las situaciones difíciles lo mejor es que las partes implicadas se sienten a hablar del tema…

Amanda levantó la cabeza bruscamente. Pareció ver por primera vez al abogado y espetó:

– ¡Yo no considero que la muerte de mi hija sea una situación difícil!

Simmons parecía ofendido.

– Estaba hablando en términos legales.

– ¿Y se dispone a hacer una lectura dramática del testamento? -preguntó Geoffrey.

– Es un testamento bastante inusual. Lo escribió ella misma, ¿saben? y…

– ¡Todas las mujeres de esta familia escriben testamentos absurdos! -exclamó el capitán-. No hay más que ver la estupidez que escribió Augusta. Por cierto, ¿dónde está Louisa?

– Ha llamado para decir que no se encontraba bien -respondió Charles.

– Su presencia no es necesaria. Aquí no se la menciona-dijo Simmons.

Michael Satisky se ruborizó. Notó cómo todos le miraban, aunque no levantó la vista para comprobarlo. Se preguntó si debería pedir permiso para retirarse, pero pensó que con ello no haría más que llamar la atención.

– Creo que será mejor que lea esto de una vez -dijo Simmons. Sostuvo en alto la hoja de papel, miró con aire nervioso a todos aquellos rostros expectantes, y acometió la lectura del documento-: «Ésta es mi última voluntad. Yo, Eileen Amanda Chandler, que estoy en plena posesión de mis facultades mentales a pesar de que algunos piensen lo contrario, considero que para la persona fallecida, un testamento es una forma de consolar a aquellos que la echarán de menos. Al abuelo, le dejo el barco de madera que me hizo cuando era pequeña, junto con mi agradecimiento. Capitán, "que nadie se lamente cuando me haga a la mar". A papá le dejo mis cuadros, porque decía que le gustaban. A Charles, mi retrato, por si ya se ha olvidado de mí. A Geoffrey le dejo mis animalitos de peluche, ya que a menudo me consolaban cuando los necesitaba. Quiero que mamá se quede con el maniquí de la habitación de coser y con toda mi ropa; tal vez así no se dé nunca cuenta de que me he ido. Y a Michael Satisky, mi futuro esposo, le dejo el dinero de la herencia de tía Augusta y mi copia de Sonetos del portugués, con todo mi amor. Firmado: Eileen Amanda Chandler.» -Simmons alzó la mirada para indicar que había terminado.

Amanda Chandler ya se había puesto en pie.

– ¿Esto es lo que usted considera una broma? -siseó-. ¡Mi hija jamás le escribiría algo tan ofensivo a su madre!

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