Finalmente, Harry se dio la vuelta y rompió el silencio:
– Me da la impresión de que estáis de acuerdo en que Lønn y yo vayamos a buscar a Trond Grette para someterlo a un pequeño interrogatorio.
¡Joder, joder! Harry intentaba sujetar bien la pistola, pero los dolores lo mareaban y las ráfagas de viento lo sacudían y tiraban de él. Trond había reaccionado a la sangre, tal como Harry esperaba, y por un instante tuvo una línea directa de tiro. Pero Harry vaciló y Trond logró colocar a Beate de forma que Harry sólo le veía el hombro y parte de la cabeza. ¡Se parecía tanto, Dios mío, cómo se parecía! Harry parpadeó con fuerza para volver a tenerlos enfocados. La siguiente ráfaga de viento fue tan intensa que se llevó la gabardina gris del banco y, durante un momento, pareció que un hombre invisible, vestido únicamente con una gabardina, corriese de un lado a otro por la pista de tenis. Harry sabía que iba a caer una tromba de agua, que aquéllas eran las masas de aire que enviaba la intensa lluvia como preludio de su llegada. Oscureció de repente, como si hubiera caído la noche. Los dos cuerpos que tenía delante se fundieron y, entonces, empezó a llover. Grandes y pesadas gotas que caían con violencia.
– Veinticinco.
La voz de Beate resonó esta vez alta y clara.
En la ráfaga de luz, Harry vio la sombra de los cuerpos en la gravilla roja. El ruido que siguió fue tan estridente que se desplegó como una capa sobre los oídos. Uno de los cuerpos se separó del otro y cayó al suelo.
Harry se puso de rodillas y se oyó gritar:
– ¡Ellen!
Vio que la figura se daba la vuelta y echaba a andar hacia él fusil en mano. Harry apuntó, pero la lluvia caía como un riachuelo por encima de su cara y lo cegaba. Parpadeó y apuntó. No sentía nada, ni dolor, ni frío, ni triunfo, sólo un gran vacío. Las cosas no estaban destinadas a tener sentido, sólo se repetían como un mantra eterno que se explicaba a sí mismo: vivir, morir, resucitar, vivir, morir. Apretó el gatillo hasta la mitad. Apuntó.
– ¿Beate? -susurró.
Ella dio una patada a la puerta de malla y le lanzó el AG3 a Harry, que lo agarró al vuelo.
– ¿Qué… pasó?
– El mal de Setesdal -dijo ella.
– ¿El mal de Setesdal?
– Cayó fulminado, pobrecito. -Le enseñó la mano derecha. La lluvia aguaba y limpiaba la sangre que caía de dos heridas en los nudillos-. Yo sólo esperaba que algo llamase su atención. Ese trueno lo asustó muchísimo. Y a ti también, por lo que parece.
Contemplaron el cuerpo que yacía inmóvil en el cuadro de saque izquierdo.
– ¿Me ayudas con las esposas, Harry?
El pelo se le pegaba a la cara en rubios mechones, pero ella no parecía notarlo. Le sonreía.
Harry cerró los ojos y miró al cielo.
– Dios que estás en los cielos -murmuró-. Esta pobre alma no debe quedar en libertad hasta el doce de julio del año 2020. Ten piedad.
– ¿Harry?
Abrió los ojos.
– ¿Sí?
– Si lo tienen que soltar en el 2020, hay que llevarlo a comisaría enseguida.
– No lo digo por él -dijo Harry levantándose-. Es por mí. Para entonces me jubilaré.
Ella le rodeó los hombros con el brazo y sonrió.
– Vaya con el mal de Setesdal…
La colina de Ekeberg
Volvió a nevar la segunda semana de diciembre. Y esta vez en serio. La nieve se amontonaba en torno a las casas y se anunciaban más precipitaciones. El miércoles por la tarde llegó la confesión. Asesorado por su abogado, Trond Grette contó cómo primero planeó y luego llevó a cabo el asesinato de su mujer.
Estuvo nevando toda la noche y al día siguiente confesó también su implicación en el asesinato de su hermano. El tipo al que pagó para que hiciera el trabajo respondía al apodo de El Ojo, no tenía dirección y cambiaba de nombre artístico y de número de móvil todas las semanas. Trond se había visto con él una sola vez, en un aparcamiento de São Paulo, donde acordaron los detalles. Le pagó quince mil dólares por adelantado y metió el resto dentro de una bolsa de papel en una taquilla de la consigna de la Terminal Tietè. El acuerdo consistía en que enviaría la nota de suicidio a una oficina de correos de Campo Belo, un barrio situado al sur del centro, adonde también remitiría la llave en cuanto recibiera el dedo meñique de Lev.
El único atisbo de alegría que observaron en el semblante de Trond durante los largos interrogatorios se produjo cuando, en respuesta a una pregunta sobre cómo él, siendo turista, consiguió contactar con un asesino profesional a sueldo, contestó que le había resultado bastante más fácil que contactar con un fontanero en Noruega. Desde luego, no era un símil gratuito.
– Fue Lev quien me lo contó -explicó Trond-. Figuran como plomeros al lado de los anuncios de sexo en el periódico Folha de São Paulo.
– ¿Plum qué?
– Plomero. Fontanero.
Halvorsen envió un fax con la escasa información a la embajada de Brasil, donde se abstuvieron de burlarse y le prometieron educadamente que se encargarían del asunto.
El fusil AG3 utilizado por Trond en el atraco había pertenecido a Lev y estuvo varios años olvidado en el desván en Disengrenda. Fue imposible averiguar su procedencia, ya que el número de serie estaba limado.
La Nochebuena se presentó anticipadamente para el consorcio de aseguradoras de Nordea, ya que el dinero del atraco de la calle Bogstadveien se encontró en el maletero del coche de Trond, y no faltaba ni una corona.
Pasaron los días, llegó la nieve y siguieron los interrogatorios. Un viernes por la tarde, cuando ya todos estaban cansados, Harry le preguntó a Trond cómo es que no vomitó cuando disparó a su mujer en la cabeza, si no soportaba ver sangre. La sala de interrogatorios se quedó en silencio. Trond miró un buen rato a la cámara de vídeo de la esquina. Luego negó con la cabeza, sin más.
Pero, cuando hubieron acabado y mientras atravesaban el Kulvert para regresar a la celda de prisión preventiva, se volvió de repente hacia Harry.
– Hay sangre y sangre.
Harry se pasó el fin de semana sentado en una silla al lado de la ventana viendo cómo Oleg y los niños del vecindario construían un castillo de nieve en el jardín de la casa de gruesas vigas. Rakel le preguntó qué pensaba y él estuvo a punto de soltarlo, pero cambió de idea y le propuso que dieran un paseo. Ella se fue a buscar el gorro y las manoplas. Pasaron por el salto de esquí de Holmenkollen y, justo allí, Rakel le preguntó si no quería que invitasen a su padre y a su hermana Søs a pasar la Nochebuena en la casa de ella.
– Sólo estamos nosotros tres -dijo ella apretándole la mano.
El lunes, Harry y Halvorsen comenzaron con el caso de Ellen. Lo hicieron desde el principio. Interrogaron a testigos que ya habían declarado anteriormente, leyeron antiguos informes, supervisaron información que había quedado sin procesar y siguieron viejas pistas que resultaron ser falsas.
– ¿Tienes la dirección del tipo que dijo que había visto a Sverre Olsen en compañía de un tío en un coche rojo en Grunerløkka? -preguntó Harry.
– Kvinsvik. Está registrado con la dirección de sus padres, pero dudo que lo encontremos allí.
Harry no esperaba mucha cooperación cuando entró en la pizzeria de Herbert y preguntó por Roy Kvinsvik. Pero después de pagarle una cerveza a un tipo joven con el logo de la Alianza Nacionalista en la camiseta, le dijeron que Roy ya no estaba sujeto al secreto profesional, pues había cortado recientemente todo vínculo con sus antiguos amigos. Al parecer, conoció a una chica muy creyente y perdió la fe en el nazismo. Nadie sabía quién era Roy o dónde vivía, pero alguien lo había visto cantando ante el edificio de la Congregación de Filadelfia.
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