Harry notó que se le erizaba el vello de la nuca.
– Ahora mismo -dijo Beate.
– Eso es. -Trond asintió con la cabeza como si se acabara de dar cuenta de algo, y sonrió otra vez-. Por supuesto.
Echó a andar hacia el banco, sobre el que asomaban unas raquetas bajo la gabardina gris. Caminaba arrastrando los zapatos por la gravilla.
– Está descontrolado -susurró Beate-. Le pondré las esposas.
– No… -comenzó Harry intentando cogerla del brazo, pero ella ya había empujado la puerta de malla y estaba dentro. Fue como si el tiempo se expandiera de repente, como si se inflara igual que un airbag reteniendo a Harry e impidiéndole el menor movimiento. A través de la malla vio que Beate iba a coger las esposas que llevaba colgadas del cinturón. Oyó las zapatillas de Trond arrastrándose contra la gravilla. A pasos cortos. Como un astronauta. Automáticamente, Harry se llevó la mano a la pistola que tenía en la funda, bajo la chaqueta.
– Grette, lo siento… -le dio tiempo a decir a Beate antes de que Trond llegase al banco y metiera la mano debajo de la gabardina. El tiempo empezó a respirar otra vez, se encogía y se expandía en un único movimiento. Harry notó que su mano se cerraba en torno a la empuñadura de la pistola, pero sabía que entre ese momento y aquel en que ya tuviese fuera el arma, la cargara, soltara el seguro y apuntara, existía una eternidad. Debajo del brazo alzado de Beate vislumbró un jirón de luz solar.
– Yo también -dijo Trond levantando hasta el hombro el fusil AG3 de color gris acero y verde oliva. Ella retrocedió un paso-. Querida -dijo Trond en voz baja-. Quédate totalmente quieta si quieres vivir unos segundos más.
– Nos hemos equivocado -dijo Harry abandonando la ventana y volviéndose hacia los congregados-. Stine Grette no fue asesinada por Lev, sino por su propio marido, Trond Grette.
La conversación entre el jefe de la Policía Judicial e Ivarsson cesó, Møller dio un respingo en la silla, Halvorsen y Waaler se olvidaron de tomar notas e incluso Weber perdió por un instante su expresión de desgana.
Al final fue Møller quien rompió el silencio.
– ¿El contable?
Harry hizo un gesto de asentimiento hacia el grupo de rostros incrédulos.
– No es posible -dijo Weber-. Tenemos el vídeo del 7-Eleven y las huellas dactilares de la botella de cola, que no dejan lugar a dudas sobre la autoría de Lev Grette.
– Tenemos la caligrafía de la nota de suicidio -añadió Ivarsson.
– Y si no recuerdo mal el atracador fue identificado como Lev Grette por el propio Raskol -apuntó Waaler.
– Parece un caso bastante obvio -terció Møller-. Y bastante resuelto.
– Dejad que os cuente -dijo Harry.
– Sí, si tienes la bondad -intervino el jefe de la Policía Judicial.
Las nubes se movían aceleradas y entraron planeando sobre el hospital de Aker como una tenebrosa armada.
– No cometas una estupidez -dijo Trond con la boca del fusil apoyada en la frente de Beate-. Suelta el arma que sé que tienes en la mano.
– ¿Y qué si no lo hago? -preguntó Harry sacando la pistola.
Trond rió suavemente.
– Elemental. Le pego un tiro a tu compañera.
– ¿Igual que le disparaste a tu mujer?
– Se lo merecía.
– ¿Ah, sí? ¿Porque Lev le gustaba más que tú?
– ¡Porque era mi mujer!
Harry tomó aire. Beate estaba entre Trond y él, pero de espaldas a él, de modo que le era imposible verle la cara. A partir de aquel momento, tenía varias opciones. La primera era decirle a Trond que estaba cometiendo una estupidez y que se estaba precipitando, con la esperanza de que lo comprendiera. La segunda, obedecer a Trond, soltar la pistola y esperar a que lo sacrificara. Y la tercera, presionarlo, forzar la situación para que pasara algo que le hiciera cambiar de plan o explotar y apretar el gatillo.
La primera alternativa era absurda, la segunda le daría el peor resultado posible y la tercera provocaría que Beate acabara como Ellen. Y Harry sabía que sería incapaz de vivir con ello, si lograba sobrevivir.
– Ya, pero quizá ya no quería ser tu esposa -dijo Harry-. ¿Fue eso lo que pasó?
Trond apretó los dedos alrededor del gatillo y su mirada se cruzó con la de Harry por encima del hombro de Beate. Harry empezó automáticamente a contar por dentro. Mil uno, mil…
– Creía que podía dejarme así cómo así -dijo Trond quedamente-. A mí, que se lo di todo. -Se rió-. A cambio de un tío que nunca hizo nada por nadie, que creía que la vida era una fiesta de cumpleaños y que todos los regalos eran para él. Lev no robaba. Sólo que no sabía leer las tarjetas de «para» y «de».
El viento se llevó su risa como se llevaría las migajas de una galleta.
– Como por ejemplo, «para Stine, de Trond» -dijo Harry.
Trond cerró los ojos con fuerza.
– Stine me dijo que lo amaba. Lo amaba. No utilizó esas palabras el día que nos casamos. A mí me quería, dijo, me quería. Porque yo era bueno con ella. Pero a él lo amaba. A Lev, que se limitaba a esperar la salva de aplausos sentado en un tejado con las piernas colgando de un canalón. Para él todo consistía en eso, en una salva de aplausos.
Los separaban menos de seis metros y Harry podía ver que los nudillos de la mano izquierda de Trond palidecían cuando apretaba el cañón del fusil.
– Pero no para ti, Trond, tú no necesitabas aplausos, ¿verdad? Tú disfrutabas de tus triunfos en silencio. En solitario. Como aquella vez en el paso elevado.
Trond hizo una mueca.
– Reconoce que me creísteis.
– Sí, te creímos, Trond. Creímos cada palabra que dijiste.
– Entonces, ¿qué fue lo que falló?
– Beate ha comprobado los movimientos bancarios de Trond y Stine Grette de los últimos seis meses -comenzó Harry.
Beate levantó un montón de papeles para que los vieran los que estaban en la habitación.
– Ambos ordenaron sendas transferencias a la agencia de viajes Brastour -explicó Beate-. La agencia nos confirmó que Stine Grette reservó un viaje a São Paulo en junio y que Trond Grette se marchó una semana más tarde.
– Eso concuerda con lo que nos dijo Trond Grette -intervino Harry-. Lo extraño es que Stine le comentó a Klementsen, el director de la sucursal, que se iba de vacaciones a Tenerife. Y no es menos raro que Trond Grette reservara y comprara su billete el mismo día que se marchó. Una planificación bastante deficiente, si querían pasar las vacaciones juntos y celebrar el décimo aniversario de boda, ¿no?
Era tal el silencio que se adueñó de la sala de reuniones que hasta el motor de la nevera que había al otro lado del pasillo se oía cada vez que se ponía en marcha.
– Todo lo cual hace pensar en una esposa que le ha mentido a todo el mundo sobre el destino de su viaje y en un marido que, desconfiado, comprueba todos los movimientos de su cuenta bancaria y concluye que Brastour no cuadra con Tenerife. Ese marido llama a Brastour, consigue el nombre del hotel donde se hospeda su mujer y se va a por ella para traerla a casa.
– ¿Y después? -preguntó Ivarsson-. ¿La encontró con un negro?
Harry negó con la cabeza.
– Creo que no la encontró.
– Lo hemos revisado y no se alojó en el hotel que había reservado -dijo Beate-. Y Trond volvió en un vuelo anterior al de ella. Además, Trond sacó treinta mil coronas con la tarjeta del banco en São Paulo. Primero dijo que había comprado un anillo de diamantes, luego que había visto a Lev y le había dado dinero porque estaba sin blanca. Pero estoy seguro de que ni lo uno ni lo otro es cierto, creo que el dinero le sirvió para pagar una mercancía por la que São Paulo es más renombrado aún que por las gemas.
– ¿Que es? -preguntó Ivarsson claramente irritado cuando la pausa se prolongó hasta un extremo insoportable.
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