A pesar de todo, había dos momentos que llevaban el nombre de Anna y que, lo sabía, jamás llegarían a borrarse del todo. Dos imágenes casi idénticas, ambas con su pelo vigoroso esparcido sobre la almohada, como un gran abanico negro, los ojos muy abiertos y una mano sujeta a la blanca, blanquísima sábana. La diferencia estribaba en la otra mano. En una de las imágenes tenía los dedos entrelazados a los suyos. En la otra, sujetaban una pistola.
– ¿No vas a cerrar la ventana? -preguntó Rakel a su espalda.
Estaba sentada en el sofá, con las piernas bien recogidas debajo del cuerpo y un vaso de vino tinto. Oleg se había ido contento a la cama después de haberle dado a Harry una buena paliza al Tetris por primera vez, y Harry sospechaba que una etapa llegaba a su irrevocable final.
Los informativos no dieron noticias nuevas. Sólo antiguas cantinelas: cruzadas en Oriente, represalias contra Occidente… Apagaron el televisor y pusieron un disco de Stone Roses que, para su sorpresa, encontró en la colección de música de Rakel. La juventud. Hubo un tiempo en que nada lo ponía de mejor humor que aquellos niñatos ingleses, gilipollas y arrogantes, con sus guitarras y sus militancias. Ahora le gustaban Kings of Convenience, porque cantaban con esmero y sonaban un pelín menos cursis que Donovan. Y los Stone Roses tenían un tono lánguido. Triste, pero auténtico. Y, probablemente, necesario. Los acontecimientos siguen ciclos. Cerró la ventana y se prometió que llevaría a Oleg al mar para coger cangrejos en cuanto pudiera.
– «Down, down, down» -susurraba Stone Roses desde los altavoces.
Rakel se inclinó y tomó un sorbo de vino.
– Es una historia primitiva -susurró-. Dos hermanos que aman a la misma mujer es como la receta ancestral de la tragedia.
Permanecieron en silencio, con los dedos entrelazados y escuchando la respiración del otro.
– ¿La amabas? -preguntó ella.
Harry se lo pensó antes de contestar.
– No me acuerdo. Fue una época de mi vida muy… difusa.
Ella le acarició la mejilla.
– ¿Sabes qué me resulta extraño? Que esa mujer, que nunca he conocido, se paseara por tu apartamento y contemplara la foto donde estamos nosotros tres en Frognerseteren, que tenías colgada en el espejo, sabiendo que iba a destruirlo todo. Y que puede que vosotros dos os amarais.
– Ya. Lo había planeado todo hasta el último detalle antes de saber de ti y de Oleg. Consiguió la firma de Ali el verano pasado.
– Lo que le costaría imitar esa firma siendo zurda…
– No lo había pensado.-Giró la cabeza en su regazo y la miró-. ¿Hablamos de otra cosa? ¿Qué te parece si llamo a mi padre y le pregunto si puede prestarnos la casa de Åndalsnes este verano? Normalmente hace un tiempo de perros, pero hay un cobertizo donde guarda la barca del abuelo.
Rakel se rió. Harry cerró los ojos. Amaba esa risa. Pensó que, si no cometía errores, podría seguir escuchándola durante bastante tiempo.
Harry se despertó de repente. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para incorporarse en la cama y le costaba respirar. Había soñado, pero no recordaba qué. El corazón le latía desbocado y resonaba como un tambor. ¿Estaría otra vez hundido en el agua de la piscina de Bangkok? ¿O delante del terrorista de la suite del hotel de SAS? Le dolía la cabeza.
– ¿Qué pasa? -murmuró Rakel en la oscuridad.
– Nada -susurró Harry-. Vuelve a dormirte.
Se levantó, fue al baño y bebió un vaso de agua. Su cara lo miraba muy pálida y cansada desde el espejo. Fuera soplaba el viento. Las ramas del gran roble del jardín arañaban la fachada. Le daban en el hombro. Le hacían cosquillas en el cogote y se le erizó el vello de la nuca. Volvió a llenar el vaso y bebió despacio. Ahora lo recordaba. Lo que había soñado. Un chico sentado sobre el tejado del colegio con las piernas colgando. Que no entró en clase. Que le pedía a su hermano pequeño que le escribiera las redacciones. Que le enseñaba a la novia de su hermano todos los lugares donde jugaron de pequeños. Harry había soñado con la receta para una nueva tragedia.
Cuando volvió a meterse bajo el edredón, Rakel ya se había dormido. Fijó la mirada en el techo y aguardó la llegada del alba.
El reloj de la mesilla de noche marcaba las 05.03 cuando no aguantó más. Se levantó y llamó al servicio de información telefónica, donde le facilitaron el número de la casa de Jean Hue.
Heinrich Schirmer
La tercera vez que aporrearon la puerta, Beate se despertó.
Se dio media vuelta y miró el reloj. Las cinco y cuarto. Se quedó tumbada pensando qué sería lo mejor, si levantarse y mandar a la mierda a quien fuera o simular que no estaba en casa. Llamaron otra vez y comprendió que, quien fuera, no pensaba rendirse.
Suspiró y se puso la bata. Levantó el auricular del portero automático.
– ¿Sí?
– Siento llamar tan tarde, Beate. O tan pronto.
– Vete al infierno, Tom.
Se hizo una larga pausa.
– No soy Tom -dijo la voz-. Soy yo. Harry.
Beate masculló una maldición y pulsó el botón de abrir.
– No aguantaba seguir en la cama sin dormir -se excusó Harry al entrar-. Se trata del Dependiente.
Se sentó en el sofá y Beate se fue al dormitorio.
– Como te dije, lo de Waaler no es asunto mío -gritó hacia la puerta abierta del dormitorio.
– Y, como tú mismo acabas de decir, ya me lo dijiste -respondió ella a gritos desde la habitación-. Además, está suspendido.
– Ya lo sé. Asuntos Internos me ha llamado para interrogarme sobre mi relación con Alf Gunnerud.
Ella volvió vestida con una camiseta blanca y unos vaqueros y se quedó de pie delante de él. Harry la miró.
– Quiero decir que yo lo he suspendido -dijo ella-. Es un gilipollas. Pero que tengas razón no quiere decir que puedas decirle lo que quieras a cualquiera.
Harry ladeó la cabeza y cerró un ojo.
– ¿Te lo repito? -preguntó ella.
– No -dijo él-. Creo que ya lo he entendido. ¿Y si en lugar de cualquiera es un amigo?
– ¿Café? -le preguntó Beate, pero no le dio tiempo a volverse hacia la cocina cuando ya se había sonrojado.
Harry se levantó y la siguió. Sólo había una silla al lado de la pequeña mesa. En la pared había una placa de madera con una antigua poesía nórdica adornada con unas rosas dibujadas: «Usa los ojos antes de entrar en armarios y rincones, en armarios y rincones. Pues es difícil saber dónde están tus enemigos».
– Rakel dijo anoche dos cosas que me hicieron pensar -confesó Harry apoyándose en la encimera de la cocina-. Lo primero fue que la historia de dos hermanos que aman a la misma mujer es la receta para una tragedia. Lo segundo fue que Anna tuvo que esforzarse mucho para imitar la firma de Ali, ya que era zurda.
Beate vació la cucharilla dosificadora del café en la cafetera.
– Los cuadernos de Lev, los que te dio Trond Grette para cotejarlos con la letra de la nota suicida, ¿recuerdas de qué asignatura eran?
– No me fijé muy bien, sólo sé que miré el interior y comprobé que realmente fuesen suyos. -Echó agua en la cafetera.
– Eran de lengua noruega -dijo Harry.
– Puede ser -dijo ella volviéndose hacia él.
– Lo sé -dijo Harry-. Vengo de la KRIPOS, de ver a Jean Hue.
– ¿El grafólogo? ¿Ahora, en plena noche?
– Trabaja en su casa y fue comprensivo. Cotejó el cuaderno y la nota suicida con esto. -Harry desdobló una hoja de papel y la dejó en la encimera-. ¿Tarda mucho ese café?
– ¿Es una urgencia? -preguntó Beate inclinándose sobre la hoja.
– Todo es urgente -aseguró Harry-. Lo primero que tienes que hacer es comprobar otra vez esas cuentas bancarias.
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