– Quizá con la intención de que acabaran siéndolo. Cuando vino a verme me dejó claro que tú estabas destinado a casarte con su hija.
– Destinado por ella, no por mi madre. Esa fue otra de las razones por las que no la escogimos como protectora de Georgiana. Sin embargo, por más que deploro la tendencia de mi tía a interferir en las vidas de los demás, ella habría sido más responsable que yo. La señora Younge no la habría engañado. Yo puse en peligro la felicidad de Georgiana, tal vez su vida misma, cuando delegué el poder en esa mujer. La señora Younge sabía bien qué se traía entre manos, y Wickham formó parte de la trama desde el principio. Se preocupó de mantenerse bien informado sobre todo lo que ocurría en Pemberley. Fue él quien le dijo que yo buscaba una dama de compañía para Georgiana, y ella se apresuró a solicitar el puesto. La señora Younge sabía que, con el don de Wickham para cautivar a las mujeres, su mejor opción para aspirar a la vida a la que creía tener derecho era casarse con una mujer rica, y escogieron a Georgiana como víctima.
– De modo ¿qué crees que fue un plan infame por parte de ambos, desde el momento en que la conociste?
– Sin duda. Wickham y ella habían ideado la fuga desde el principio. Él lo admitió cuando vino a vernos en Gracechurch Street.
Permanecieron unos instantes en silencio, observando los remolinos que formaba el agua al pasar sobre unas piedras planas. Entonces Darcy se puso en pie.
– Pero aún hay más, y debo contártelo. ¿Cómo pude ser tan insensible, tan presuntuoso para intentar separar a Bingley de Jane? Si me hubiera tomado la molestia de conversar con ella, de llegar a conocer su bondad, su dulzura, me habría dado cuenta de que Bingley sería un hombre afortunado si conseguía su amor. Supongo que temía que, si Bingley y tu hermana se casaban, me resultaría más difícil superar mi amor por ti, una pasión que se había convertido en necesidad abrumadora, pero que estaba decidido a vencer. Por culpa de la sombra que proyectaba sobre la familia la vida de mi bisabuelo, me habían criado en la creencia de que las grandes propiedades venían acompañadas de grandes responsabilidades, y de que, algún día, el cuidado de Pemberley y de las muchas personas que dependían de la finca para su existencia y su felicidad recaería sobre mis hombros. Los deseos personales y la felicidad privada no podían anteponerse a aquella misión prácticamente sagrada.
»Fue esa certeza de que lo que estaba haciendo estaba mal la que me llevó a aquella primera y desafortunada declaración, y a la carta, más desafortunada aún, que siguió y con la que perseguía justificar al menos mi comportamiento. Deliberadamente, me declaré usando unas palabras que ninguna mujer que sintiera el más mínimo afecto por su familia, la más mínima lealtad, el más mínimo orgullo o respeto, habría aceptado jamás, y con tu desdeñosa negativa, y mi carta de justificación, me convencí de que cualquier pensamiento acerca de ti había sido asesinado para siempre. Pero no iba a ser así. Tras nuestra separación, seguí teniéndote en mi mente y en mi corazón, y fue entonces, cuando visitabas Derbyshire con tus tíos y nos encontramos por casualidad en Pemberley, cuando tuve la certeza absoluta de que seguía amándote, y de que nunca dejaría de amarte. Y, aunque sin muchas esperanzas, empecé a demostrarte que había cambiado, que era la clase de hombre que tú tal vez consideraras digno de convertirse en tu esposo. Era como un niño pequeño exhibiendo sus juguetes, deseoso de obtener la aprobación de los demás.
»Lo repentino del cambio entre aquella desafortunada carta que puse en tus manos en Rosings, la insolencia, el resentimiento injustificado, la arrogancia y el insulto a tu familia, todo ello seguido en tan breve espacio de tiempo por mi buena acogida cuando apareciste en Pemberley con el señor y la señora Gardiner; mi necesidad de enmendar mi error y, de algún modo, ganarme tu respeto; mi esperanza, incluso, de algo más, era tan imperiosa que venció mi discreción. Pero ¿cómo ibas a creer que yo había cambiado? ¿Cómo podía creerlo cualquier criatura racional? Incluso el señor y la señora Gardiner debían de haber oído hablar de mi orgullo y mi arrogancia, y tuvo que causarles asombro mi transformación. Y mi comportamiento con la señorita Bingley debió de parecerte censurable: lo viste cuando acudiste a Netherfield a visitar a Jane, que había enfermado. Dado que yo no tenía intenciones hacia Caroline Bingley, ¿por qué le daba esperanzas frecuentando tanto a la familia? En ocasiones, mis malos modos con ella hubieron de resultarle humillantes. Bingley, hombre honesto, debía de albergar esperanzas de una alianza. Mi comportamiento con ambos no fue el digno de un amigo ni un caballero. La verdad es que me despreciaba tanto a mí mismo que no servía para vivir en sociedad.
– No creo que Caroline Bingley sea de las que se sienten fácilmente humilladas cuando persiguen un objetivo, aunque si estás decidido a creer que la decepción de Bingley ante la pérdida de una alianza más estrecha pesa más que los inconvenientes de un casamiento con su hermana, no seré yo quien intente convencerte de lo contrario. Con todo, no puedes ser acusado de haber engañado a ninguno de los dos, pues nunca existió duda sobre tus sentimientos. Y, en cuanto a tu cambio de actitud hacia mí, debes recordar que empezaba a conocerte, y que me estaba enamorando de ti. Tal vez creí que habías cambiado porque necesitaba creerlo con todas mis fuerzas. Y, si me guiaba la intuición más que el pensamiento racional, ¿no se ha demostrado que acertaba?
– Del todo, amor mío.
Elizabeth siguió hablando:
– Yo tengo tanto que lamentar como tú, y al menos tu carta supuso una ventaja, me hizo pensar por primera vez que podía haberme equivocado con George Wickham. Qué poco probable resultaba que el caballero al que el señor Bingley había escogido como mejor amigo se comportara como describía el señor Wickham, incumpliera los deseos de su padre y actuara movido por la mala voluntad. La carta que tanto desprecias hizo, al menos, un bien.
– Esos párrafos sobre Wickham eran los únicos sinceros. Qué curioso, ¿no te parece?, que escribiera con tal deliberación para herirte y humillarte y que, sin embargo, no pudiera soportar la idea de que, al separarnos, tú me verías siempre como la persona que Wickham te había descrito.
Ella se acercó más a él, y por un instante permanecieron en silencio.
– Ni tú ni yo somos quienes éramos -dijo ella-. Volvamos la vista hacia el pasado solo si este nos da placer, y hacia el futuro con confianza y esperanza.
– He estado pensando en el futuro -confesó Darcy-. Sé que es difícil arrancarme de Pemberley, pero ¿no sería delicioso regresar a Italia y volver a visitar los lugares que recorrimos durante nuestro viaje de novios? Podríamos partir en noviembre, y evitarnos así el invierno inglés. No tendría que ser un viaje largo, si la idea de alejarte de los niños no te seduce.
Elizabeth sonrió.
– Los niños estarían a salvo al cuidado de Jane, ya sabes que le encanta ocuparse de ellos. Regresar a Italia sería una delicia, pero una delicia que deberá esperar. Precisamente, estaba a punto de contarte mis planes para noviembre. A principios de ese mes, amor mío, espero sostener a nuestra hija en brazos.
Él no pudo articular palabra, pero la alegría que hizo asomar lágrimas a sus ojos iluminó su rostro, y le bastó con apretarle con fuerza la mano. Cuando finalmente recuperó la voz, dijo:
– ¿Y estás bien? Deberías cubrirte con un chal. Será mejor que regresemos a casa para que reposes. ¿Es prudente que estés aquí sentada?
Elizabeth se echó a reír.
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