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P. James: La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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– ‌Esperamos que su abogado, el señor Alveston, traiga al señor Wickham esta tarde -‌dijo Darcy-‌. A la vista de sus palabras, confío en que este aceptará con gratitud el ofrecimiento de su hermano. Según tengo entendido, los planes del señor y la señora Wickham pasan por instalarse en Longbourn hasta que hayan decidido qué hacer con su futuro. La señora Wickham está impaciente por ver a su madre y a sus amigas de infancia. Si ella y su esposo emigran, es poco probable que vuelva a verlas.

Samuel Cornbinder se puso en pie, preparándose para despedirse.

– ‌Muy poco probable -‌corroboró-‌. La travesía del Atlántico no se emprende fácilmente, y entre mis conocidos de Virginia son pocos los que han realizado el viaje de vuelta o han expresado el deseo de realizarlo. Le agradezco, señor, que me haya recibido a pesar de habérselo pedido con tan poca antelación, y le agradezco también su generosidad al aceptar la propuesta que le he planteado.

– ‌Su gratitud es generosa, pero inmerecida -‌replicó Darcy-‌. Es poco probable que yo lamente mi decisión. Es el señor Wickham, en todo caso, quien podría lamentarla.

– ‌No creo que sea el caso, señor.

– ‌¿No desea esperar aquí su llegada?

– ‌No, señor. Ya le he prestado toda la ayuda que podía. Y él no querrá verme hasta esta noche.

Dicho esto, estrechó la mano de Darcy con una firmeza asombrosa, se puso el sombrero y se despidió.

4

Eran las cuatro en punto de la tarde cuando oyeron el sonido de pasos y unas voces, y supieron que el grupo procedente de Old Bailey había regresado al fin. Darcy, poniéndose en pie, fue consciente de la profunda incomodidad que sentía. Sabía que gran parte del éxito de la vida social dependía de la seguridad que proporcionaban unas convenciones compartidas, y había sido adiestrado desde la infancia para actuar según se esperaba de un caballero. Era cierto que su madre, de tarde en tarde, expresaba una visión más amable al asegurar que las buenas maneras consistían sobre todo en tener en cuenta los sentimientos de los demás, máxime si uno se encontraba en presencia de alguien de una clase inferior, consejo con el que su tía, lady Catherine de Bourgh, se mostraba prácticamente insensible. Sin embargo, en ese momento no le servían ni la convención ni el consejo: no existían reglas para recibir a un hombre al que, según los usos y costumbres, él debía llamar «hermano político», un hombre que hacía algunas horas había sido condenado a la pena capital. Darcy se alegraba, cómo no, de que se hubiera librado de la horca, pero ¿su alegría no se debía más a su propia tranquilidad mental y al mantenimiento de su reputación que a la salvación de Wickham? Los dictados del decoro y la compasión lo llevaban, sin duda, a estrecharle la mano afectuosamente, pero el gesto le parecía tan inapropiado como hipócrita.

En cuanto oyeron los primeros pasos, el señor y la señora Gardiner se apresuraron a abandonar la estancia, y ahora Darcy oía sus voces afectuosas, con las que le daban la bienvenida. Pero no oyó la respuesta. Entonces, la puerta se abrió, y los Gardiner entraron, invitando a hacerlo a Wickham y a Alveston, que iba a su lado.

Darcy esperaba que el asombro y la sorpresa que se apoderaron de él no asomaran a su rostro. Costaba creer que el hombre que había sacado fuerzas para ponerse en pie en el banquillo de los acusados y proclamar su inocencia con voz clara y firme, fuera el mismo que ahora se encontraba frente a ellos. Parecía haber menguado físicamente, y las ropas que había lucido durante el juicio le venían muy holgadas, se veían baratas y de mala calidad, el atuendo de un hombre que no habría de llevarlas ya mucho más tiempo. La palidez del largo encierro seguía bañando su rostro, pero, cuando sus ojos se encontraron fugazmente, vio en los de Wickham un destello del hombre que había sido, aquella mirada calculadora, quizá desdeñosa. Sobre todo, se veía exhausto, como si la sorpresa del veredicto de culpabilidad y el alivio de su absolución hubieran sido más de lo que cualquier cuerpo humano podía resistir. Y sin embargo el viejo Wickham seguía ahí, y a Darcy no le pasó por alto el esfuerzo, y también el valor, con que intentaba mantenerse bien derecho y enfrentarse a lo que pudiera venir.

– ‌Querido señor, necesita dormir -‌dijo la señora Gardiner-‌. Tal vez también comer, pero sobre todo dormir. Puedo mostrarle el dormitorio en el que podrá reposar, y hasta allí pueden llevarle alimentos. ¿No le convendría dormir un poco, o al menos descansar durante una hora, antes de que mantengan su conversación?

Sin apartar los ojos de los congregados, Wickham habló.

– ‌Gracias, señora, por su amabilidad, pero cuando duerma lo haré durante horas, y me temo que estoy demasiado acostumbrado a desear no despertar más. Necesito hablar con los caballeros, y el asunto no admite espera. Señora, estoy bien, de veras, aunque si pudieran traerme un café bien cargado y algún tentempié…

La señora Gardiner miró a Darcy antes de responder:

– ‌Por supuesto. Ya se han dado las órdenes pertinentes, y ahora mismo me ocuparé de que se lo traigan. El señor Gardiner y yo los dejaremos aquí para que se cuenten su historia. Creo que el reverendo Cornbinder vendrá a recogerlo para que pase la noche en un lugar tranquilo y pueda dormir. Se lo haremos saber en cuanto llegue. -‌Dicho esto, los señores Gardiner abandonaron la estancia y cerraron la puerta sin hacer ruido.

Tras un instante de indecisión del que se obligó a salir, Darcy dio un paso al frente con la mano extendida y, con una voz que a él mismo le sonó fría y formal, dijo:

– ‌Le felicito, Wickham, por la fortaleza que ha demostrado durante su encarcelamiento, y por haber sido absuelto de una acusación injusta. Póngase cómodo, por favor, y una vez que haya comido y bebido algo, hablaremos. Hay mucho que decir, pero seremos pacientes.

– ‌Prefiero decirlo ahora -‌replicó Wickham. Se hundió en su butaca y los demás tomaron asiento.

Se hizo un silencio incómodo, y para todos fue un alivio que, instantes después, la puerta se abriera y entrara un criado con una bandeja grande sobre la que reposaban una cafetera y un plato de pan con queso y fiambres. Apenas el criado se ausentó, Wickham se sirvió un café y lo bebió de un solo trago.

– ‌Disculpen mis malos modales. Últimamente he asistido a una escuela poco adecuada para el aprendizaje de maneras civilizadas. -‌Transcurridos varios minutos, durante los que se dedicó a comer con avidez, apartó la bandeja y dijo-‌: Bien, tal vez sea mejor que empiece. El coronel Fitzwilliam podrá confirmar gran parte de lo que voy a decir. Ustedes ya me han otorgado el papel de villano, de modo que dudo de que nada de lo que añada a mi lista de delitos vaya a sorprenderles.

– ‌No tiene por qué excusarse -‌dijo Darcy-‌. Ya se ha enfrentado a un tribunal, nosotros no lo somos.

Wickham soltó una carcajada seca, aguda, breve.

– ‌En ese caso, espero que muestren menos prejuicios. Confío en que el coronel le habrá puesto al corriente de lo esencial.

– ‌Yo solo le he contado lo que sé -‌intervino Fitzwilliam-‌, que es bastante poco, y no creo que nadie piense que en el juicio saliera a la luz toda la verdad. Hemos aguardado su regreso para oír el relato completo al que tenemos derecho.

Wickham tardó unos instantes en seguir hablando. Había bajado la cabeza y se miraba los dedos entrelazados, pero entonces se puso en pie con cierto esfuerzo y empezó a contar su historia en voz inexpresiva, como si la hubiera memorizado.

– ‌Ya habrá contado usted que soy el padre del hijo de Louisa Bidwell. Nos conocimos hace dos veranos, cuando mi esposa se encontraba en Highmarten, donde le gustaba pasar algunas semanas en los meses de más calor, y puesto que yo no era recibido allí, acostumbraba a alojarme en la posada más barata, en la que, con suerte, organizaba algún encuentro esporádico con Lydia. Las tierras de Highmarten habrían quedado contaminadas si hubiera caminado por ellas, y yo prefería pasar el tiempo en el bosque de Pemberley. Allí habían transcurrido algunas de las horas más felices de mi infancia, y parte de aquella dicha juvenil regresaba a mí cuando estaba con Louisa. La conocí por casualidad, paseando entre los árboles. Ella también se sentía sola. Vivía prácticamente confinada en la cabaña, cuidando de su hermano gravemente enfermo, y casi nunca veía a su prometido, cuyos deberes y ambición lo mantenían constantemente ocupado en Pemberley. Por lo que me contaba de él, me formé la imagen de un hombre gris, de mediana edad, deseoso solo de seguir sirviendo, sin la menor imaginación para ver que su prometida se aburría y se sentía inquieta. La joven también es inteligente, cualidad que él no habría valorado ni aun teniendo la capacidad para reconocerla. Admito que la seduje, pero les aseguro que no la forcé. Nunca he considerado necesario violentar a ninguna mujer, y no había conocido nunca a otra más dispuesta que ella al amor.

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