P. James - La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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– ‌Usted despreció a Eleanor en vida, no sea paternalista con ella ahora que está muerta. El reverendo Cornbinder se está ocupando de todo lo necesario, y no necesita su ayuda. En ciertas áreas de la vida tiene una autoridad de la que carecen otros, incluso si esos otros son el señor Darcy de Pemberley.

Nadie dijo nada, hasta que Darcy rompió el silencio.

– ‌¿Qué ha ocurrido con el niño? ¿Dónde está ahora?

El coronel se adelantó.

– ‌Me he ocupado de averiguarlo. El pequeño ha regresado con los Simpkins y, por tanto, como todo el mundo cree, con su madre. El asesinato de Denny causó un revuelo y una alteración considerables en Pemberley, y a Louisa no le costó convencer a su hermana de que se lo llevaran y lo alejaran del peligro. Yo les envié un pago generoso, de manera anónima, y hasta el momento no se ha sugerido que deba abandonar la casa de los Simpkins, aunque tarde o temprano puede haber problemas. Yo no deseo seguir involucrado en este asunto; es probable que pronto deba ocuparme de misiones más graves. Europa nunca se librará de Bonaparte hasta que este sea plenamente derrotado tanto por tierra como por mar, y espero hallarme entre los privilegiados que participen en esa gran batalla.

Todos se sentían muy fatigados, y nadie parecía saber qué añadir. Por ello fue un alivio ver aparecer, antes de lo previsto, al señor Gardiner tras la puerta, anunciando que el señor Cornbinder había llegado.

5

La noticia del indulto a Wickham puso fin a gran parte de la angustia que habían soportado, pero no trajo consigo un estallido de alegría. Habían pasado por tanto que la absolución les llevó solo a experimentar una sensación de agradecimiento, y empezaron a prepararse para un feliz regreso a casa. Elizabeth sabía que Darcy compartía con ella la necesidad imperiosa de emprender el camino a Pemberley, y esperaba que pudieran partir a la mañana siguiente. Pero no iba a poder ser. Darcy debía reunirse con sus abogados para tratar de la transferencia de dinero al reverendo Cornbinder, que, a su vez, lo haría llegar a Wickham, y horas antes habían recibido carta de Lydia en la que esta manifestaba su intención de viajar a Londres a reunirse cuanto antes con su amado esposo y emprender con él un retorno triunfal a Longbourn. Llegaría en el carruaje de la familia, acompañada de un criado, y daba por sentado que se alojaría en Gracechurch Street. En cuanto a John, no habría problemas para encontrarle una cama en alguna posada cercana. Como en la misiva no se especificaba la hora probable de su llegada, la señora Gardiner se ocupó al momento de organizar su estancia y de buscar sitio para un tercer carruaje en las caballerizas. Elizabeth se sentía extenuada, y tuvo que hacer acopio de toda su fortaleza mental para no echarse a llorar. Su mente la ocupaba solo la necesidad de ver a sus hijos, y sabía que a Darcy le ocurría lo mismo. Con todo, decidieron emprender el viaje dos días después.

Lo primero que hicieron a la mañana siguiente fue enviar una carta a Pemberley, por correo expreso, anunciando la hora prevista de su llegada. Debían cumplimentar todas las formalidades, y preparar el equipaje, y parecía haber tanto que hacer que Elizabeth apenas tuvo ocasión de ver a Darcy en todo el día. Los corazones de ambos parecían demasiado oprimidos, y no les apetecía hablar, y ella, más que sentirlo, sabía que estaba contenta, o que lo estaría en cuanto llegara a su casa. En un primer momento temieron que, cuando se corriera la voz de que el indulto había sido concedido, una multitud ruidosa se arremolinaría frente a Gracechurch Street para expresar su alegría, pero no había sido así. La familia con la que el reverendo Cornbinder había organizado el alojamiento de Wickham era muy discreta, y su domicilio, desconocido; la gente seguía congregándose alrededor de la cárcel.

El carruaje de los Bennet, que trasladaba a Lydia, llegó al día siguiente, después del almuerzo, pero su aparición no suscitó el interés público. Para alivio de los Darcy y los Gardiner, la señora Wickham se comportó más discreta y razonablemente de lo que cabía esperar. La angustia de los últimos meses, y la conciencia de que su esposo podía perder la vida si era condenado, habían dulcificado su carácter estridente habitual, y llegó incluso a agradecer a la señora Gardiner su hospitalidad con algo parecido a la gratitud sincera, pues no le pasaba por alto que debía mucho a su bondad y generosidad. Con Elizabeth y Darcy se sentía más en falso, y a ellos no les dio las gracias por nada.

Antes de la cena, el reverendo Cornbinder llegó para conducirla al alojamiento de Wickham. Regresó tres horas más tarde, ya de noche, de excelente humor. Él volvía a ser su apuesto, galante e irresistible Wickham, y habló de su futuro con la convicción de que la aventura que estaban a punto de iniciar era, también, el principio de la prosperidad y la fama para ambos. Ella había sido siempre una temeraria, y parecía tan impaciente como Wickham por alejarse del suelo inglés para siempre. Se trasladó con él a su alojamiento, mientras su esposo recobraba fuerzas, pero no tardó mucho en cansarse de los rezos matutinos de sus anfitriones, y de la bendición de la mesa pronunciada antes de cada comida, y tres días después el carruaje de los Bennet traqueteaba ya por las calles de Londres en busca del camino que, en dirección norte, conducía a Hertfordshire y Longbourn.

6

El viaje hasta Derbyshire iba a llevarles dos días, porque Elizabeth se sentía muy cansada e incapaz de enfrentarse a largas horas en los caminos. El lunes a media mañana, el carruaje quedó estacionado frente a la puerta, y tras expresar un agradecimiento para el que costaba encontrar las palabras adecuadas, emprendieron el regreso a casa. Los dos pasaron la mayor parte del viaje adormilados, pero estaban despiertos cuando cruzaron la frontera del condado de Derbyshire, y con entusiasmo creciente fueron atravesando aldeas conocidas y pasando por caminos recordados. Un día antes solo sabían que eran felices; ahora sentían que la dicha irradiaba desde todo su ser. Su llegada a Pemberley no pudo ser más distinta de su salida. Todo el servicio uniformado, impecable, se alineaba para recibirlos, y vieron lágrimas en los ojos de la señora Reynolds, que, tras dedicarles una reverencia, emocionada y sin palabras, les dio la bienvenida a casa.

Lo primero que hicieron fue visitar las habitaciones de los niños, donde Fitzwilliam y Charles los recibieron entre gritos y saltos de alegría. Allí, la señora Donovan los puso al corriente de las novedades. Habían ocurrido tantas cosas en la semana que habían pasado en Londres, que a Elizabeth le parecía que llevaban ausentes varios meses. Después llegó el turno de la señora Reynolds.

– ‌No se preocupe, señora, que no hay nada malo que contar, aunque sí existe un asunto de cierta importancia del que debo hablarle.

Elizabeth le sugirió que se trasladaran a su saloncito privado, como de costumbre. La señora Reynolds agitó la campanilla y pidió té para las dos. Se sentaron frente a la chimenea, que habían encendido no tanto porque hiciera frío como para crear una sensación de mayor calidez, y la señora Reynolds tomó la palabra.

– ‌Hemos sabido, por supuesto, de la confesión de Will en relación con la muerte del capitán Denny, y sentimos tristeza por la señora Bidwell, aunque algunos han criticado al muchacho por no haber hablado antes y haberles ahorrado al señor Darcy y a usted, además de al señor Wickham, tanta angustia y sufrimientos. Su decisión vino motivada por su necesidad de disponer de tiempo para quedar en paz con Dios, pero hay quien opina que ha habido que pagar un precio muy alto por ella. Ha sido enterrado en el campo santo de la iglesia. El señor Oliphant habló de él con mucho sentimiento, y la señora Bidwell agradeció la nutrida asistencia de personas venidas sobre todo de Lambton. La gente llevó unas flores preciosas, y el señor Stoughton y yo encargamos una corona de su parte y de parte del señor Darcy. No dudamos de que eso es lo que ustedes habrían querido. Pero es de Louisa de quien deseo hablarle.

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