Lawrence Block - 8 millones de maneras de morir

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Por orden médica, Matt Scudder acaba de dejar el alcohol, pero mantenerse sobrio parece más difícil que mantenerse con vida, incluso en una ciudad como Nueva York. Una mole que, como Scudder sabe muy bien, puede aplastar a cualquiera. A pesar de su juventud, Kim también lo sabía, y por so había intentado escapar. Seguro que no merecía la vida de prostituta que el destino le había concedido, y sin duda no merecía la muerte que le tocó, y que Scudder no pudo evitarle. Para redimirse, el ex policía tendrá que encontrar a quien ha convertido a la chica en papilla, y para ello, arriesgar lo que aún queda de sí mismo. Esta novela le valió a Lawrence Block el premio Edgar, y marca un hito en la vida de su gran personaje, Matthew Scudder.

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Asentí.

– Donna espera conseguir una beca, y ella podrá ganar dinero haciendo antologías y organizando recitales poéticos. Piensa que ha llegado a un punto en el que vender su cuerpo comienza a deteriorar su poesía.

– Esa chica tiene talento. Sería bueno que pudiera vivir de la poesía. ¿Me ha dicho que le van a dar una beca?

– Ella cree que tiene posibilidades.

Sonrió:

– Venga, cuénteme el resto. La pequeña Fran acaba de firmar un contrato con Hollywood y se va a convertir en la próxima Goldie Hawn.

– Puede que en el futuro -dije-. Pero ahora quiere seguir viviendo en el Village, estar colocada permanentemente y entretener a los amables señores de Wall Street.

– De manera que me queda Fran.

– Así es.

Paseaba de un lado a otro de la habitación. De pronto se dejó caer en el taburete de cuero.

– Podría conseguir cinco o seis nuevas. No se puede imaginar lo fácil que es. Es cosa chupada.

– Me lo dijo ya una vez.

– Es la verdad, tío. Hay un montón de mujeres esperando a que les digas lo que tienen que hacer con sus malditas vidas. Yo podría salir de aquí y volver con una tropa de ellas en menos de una semana -negó rotundamente con la cabeza-. Sólo que hay un problema.

– ¿Cuál?

– Que no creo que lo pueda hacer más -se levantó de nuevo-. ¡Mierda, yo era un buen chulo! Y me gustaba. Me creé una imagen a mi medida y me encajaba como propia piel. ¿Pero sabe lo que me ha sucedido?

– ¿Qué?

– Que he crecido demasiado y ahora el traje me queda pequeño.

– Suele pasar.

– Un majara se descarga con su machete y yo, yo me quedo sin trabajo. ¿Pero sabe una cosa? Hubiera pasado de todas maneras, más tarde o más temprano, ¿no cree?

– Más tarde o más temprano -al igual que yo hubiera acabado dejando el cuerpo, incluso si una de mis balas no hubiera matado a Estrellita Rivera-. La vida cambia y no sirve de nada enfrentarse a ella.

– ¿Qué es lo que voy a hacer?

– Lo que quiera.

– ¿Por ejemplo?

– Puede volver a la universidad.

Se echó a reír.

– ¿Y estudiar historia del arte? Mierda. Yo no tengo ganas de hacer eso. ¿Sentarme delante de un pupitre de nuevo? En aquel tiempo lo odiaba y por eso me alisté como un idiota para escapar de eso. ¿Sabe lo que pensé la otra noche?

– ¿Qué?

– Pensé en hacer una hoguera. Apilar todas esas máscaras en medio del suelo, rociarlas con un poco de gasolina y encender una cerilla. Irme de este mundo como uno de esos vikingos y llevar todos los tesoros conmigo. No puedo decir que lo pensé por mucho tiempo. Pero lo que sí puedo hacer es vender toda esa mierda. La casa, las obras de arte, el coche. Supongo que el dinero me duraría bastante.

– Es probable.

– ¿Y después, qué haría?

– ¿Por qué no se convierte en vendedor?

– ¿Está loco? ¿Yo vendiendo droga? Ni siquiera puedo ser más un chulo, y eso que el proxenetismo es más limpio que las drogas.

– No estoy hablando de drogas.

– ¿De qué entonces?

– De las obras africanas. Aparentemente usted tiene bastantes piezas y la calidad es bastante alta.

– Yo no poseo ninguna basura.

– Sí, ya me lo dijo. ¿No podrá utilizar esas piezas suyas como fondo para empezar. ¿Sabe lo bastante sobre el tema como para meterse en una aventura de ese tipo?

El pensó un momento y frunció el ceño.

– Lo estuve pensando hace un tiempo.

– ¿Y?

– Hay muchas cosas pero no sé. Pero también es verdad que sé bastante, pero lo más importante es que lo siento y eso es algo que no aprendes sentado en un pupitre o en un libro. Pero necesito algo más que eso para ser un vendedor de arte africano. Necesitas una imagen, una personalidad que vaya a juego con lo que haces.

– Usted creó Chance.

– ¿Y qué? Oh, ya entiendo. Yo podría crear a un vendedor negro de la misma manera que creé a un chulo.

– ¿No lo cree posible?

– Por supuesto que lo creo posible -lo pensó un momento-. Puede que funcione. Tendré que estudiarlo.

– Tiene tiempo.

– Sí, todo el tiempo del mundo -me miró con atención y vi sus flecos dorados brillar en sus ojos marrones-. No sé lo que me llevó a contratarle. Juro por Dios que no lo sé. No sé si quería jugar a los justicieros, el superchulo tratando de vengar a una puta muerta. Si hubiera sabido dónde iba a acabar…

Si le puede consolar, el que usted me contratara ha evitado algunas muertes.

– No evitó la de Kim, ni la de Sunny, ni la de Cookie.

– Kim ya estaba muerta. Y Sunny se suicidó y eso fue lo que quiso, y Cookie iba a ser asesinada tan pronto como Márquez diera con ella. Pero hubiera seguido matando si yo no lo hubiera detenido. La policía hubiera acabado dando con él, pero él habría tenido siempre tiempo de cargarse a otras cuantas mujeres. Era algo que le excitaba demasiado. Sabe que cuando salió del cuarto blandiendo el machete tenía una erección.

– ¿Es eso cierto?

– Lo es.

– ¿El se abalanzó sobre usted empalmado?

– Sí, pero yo tuve más miedo al machete.

– Ya -dijo-. Me lo puedo imaginar.

El quería darme una gratificación. Le dije que no era necesario, que mis horas de trabajo habían sido justamente retribuidas, pero él insistió, y cuando la gente insiste en darme dinero no suelo discutir. Le dije que me había llevado el brazalete de marfil del apartamento de Kim. El rió y me dijo que lo había olvidado completamente, que me lo podía quedar y que esperaba que mi amiga lo encontrara de su gusto. Eso sería parte de mi gratificación, dijo, junto con el dinero y dos libras de su café.

– Y si le gusta el café -dijo-. Le diré dónde puede conseguir más.

Me llevó hasta mi casa. Yo hubiera tomado el metro pero él me dijo que de todas formas tenía que ir a Manhattan a ver a Mary Lou, a Donna y a Fran, y solucionarlo todo.

– Puede que venda el Seville -dijo-. Puede que lo venda para tener un poco de dinero con el que comenzar el negocio. Puede que acaba vendiendo la casa -negó con la cabeza-. Pero sabe, vivir así me gusta.

– Pida un préstamo al Estado para empezar el negocio.

– ¿Bromea?

– Usted es un miembro de una comunidad minoritaria. Hay servicios oficiales que están esperando por usted para hacerle un préstamo.

– Buena idea.

Delante de mi hotel, me dijo:

– Ese imbécil colombiano, sigo sin recordar su nombre.

– Pedro Márquez.

– Ése es. ¿Cuándo rellenó la ficha, fue ese el nombre que utilizó?

– No, ése es el nombre que figura en su documento de identidad.

– Eso es lo que pensaba. Porque una vez utilizó C.O. Jones y la otra M.A. Ricone; entonces me pregunto qué blasfemia escogió para usted.

– Escogió Sr. Starudo. Thomas Edward Starudo.

– ¿T.E. Starudo? ¿ Testarudo? ¿Eso es un taco en español?

– No es ningún taco. Es una palabra normal.

– ¿Qué significa?

– Cabezota -apunté.

– Bueno -dijo riéndose-. Bien, eso no se lo podrá reprochar, ¿verdad?

TREINTA Y CUATRO

Cuando llegué a mi habitación, dejé las dos libras de café en la cómoda y fui a asegurarme de que no había nadie en el cuarto de baño. Me sentí ridículo, un poco como esas viejas que siempre miran debajo de la cama, pero pensé que me haría falta un cierto tiempo para recuperarme. Y ya no tenía el revólver. La versión oficial fue que Durkin me lo había prestado para mi protección. Ni siquiera me preguntó cómo lo había conseguido. Creo que le importaba un bledo.

Me senté en un sillón y miré al sitio donde Márquez había caído. Aún había pequeños restos de su sangre en el suelo, junto a la marca de tiza que utilizaron para dibujar el contorno del cadáver abatido.

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