Lawrence Block - 8 millones de maneras de morir

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Por orden médica, Matt Scudder acaba de dejar el alcohol, pero mantenerse sobrio parece más difícil que mantenerse con vida, incluso en una ciudad como Nueva York. Una mole que, como Scudder sabe muy bien, puede aplastar a cualquiera. A pesar de su juventud, Kim también lo sabía, y por so había intentado escapar. Seguro que no merecía la vida de prostituta que el destino le había concedido, y sin duda no merecía la muerte que le tocó, y que Scudder no pudo evitarle. Para redimirse, el ex policía tendrá que encontrar a quien ha convertido a la chica en papilla, y para ello, arriesgar lo que aún queda de sí mismo. Esta novela le valió a Lawrence Block el premio Edgar, y marca un hito en la vida de su gran personaje, Matthew Scudder.

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Le arrojé el chaleco. Con un movimiento del machete lo apartó. Agarré el revólver de la cómoda y salté a un lado para esquivar el machete en su caída. El levantó el brazo y yo le metí cuatro tiros en el pecho.

TREINTA Y TRES

La línea del metro LL sale de la Octava Avenida, craza Manhattan por la calle 14 y se pierde hasta llegar a Canarsie. Después del río, su primera parada en Brooklyn se halla en cruce de Bedford Avenue con la calle 7 Norte. Fue ahí donde me bajé; luego di un par de vueltas hasta que encontré su casa. Me llevó un rato y me equivoqué de calle un par de veces, pero era un buen día para pasear: el sol brillaba, en el cielo no se veía una nube y por cambiar hacía bueno.

A la derecha de la cochera, había una pesada puerta sin cristales. Llamé al timbre pero no hubo respuesta, y no oí ninguna campana o timbre sonar dentro. ¿No me había dicho que no había timbres? Llamé de nuevo pero seguí sin oír nada.

Había una aldaba de bronce en medio de la puerta. Me serví de ella. Utilicé mis manos para amplificar el sonido y grité:

– ¡Chance! ¡Soy Scudder! ¡Abra!

Llamé de nuevo a la puerta con la aldaba y con mis puños.

La puerta era de lo más maciza, a primera vista. Retrocedí unos pasos y me lancé sobre ella utilizando el hombro como ariete pero era inútil.

Podía romper una ventana y entrar por ahí, pero en Greenpoint era más que probable que algún vecino llamara a la policía o que cogiera un arma resuelto a arreglar el asunto él mismo.

Seguí golpeando la puerta. Un motor se puso a funcionar y un sistema de contrapesos comenzó a levantar el portón de la cochera.

– Por aquí -dijo Chance-. Antes de que eche abajo mi maldita puerta.

Entré por el portón y el presionó un botón para hacerlo bajar.

– Mi puerta de entrada no se abre -dijo-. Creía que se lo había enseñado. Está completamente bloqueada por barras y demás inventos.

– Práctico, si tiene un incendio.

– Si tengo un incendio saldría por una ventana. ¿Pero cuándo vio que una estación de bomberos se quemara?

Estaba vestido con las mismas ropas que llevaba la última vez que le vi: los tejanos desteñidos y el jersey azul de la marina.

– Se olvidó el café. O yo me olvidé de dárselo. Antes de ayer, ¿no se acuerda? Se iba a llevar un par de libras a su casa.

– Tiene razón, me lo olvidé.

– Para su amiga. Una mujer muy guapa. Tengo hecho un poco de café. Querrá una taza, ¿no?

– Gracias.

Entré en la cocina con él. Le dije:

– No es fácil de ponerse en contacto con usted.

– Sí, he perdido un poco mi relación con mi servicio.

– Lo sé. ¿Ha escuchado las noticias? ¿Ha leído el periódico?

– No últimamente. Usted lo toma solo, ¿verdad?

– Sí. Todo ha terminado, Chance -me miró-. Hemos atrapado al hombre.

– ¿Al hombre? ¿Al asesino?

– Así es. He pensado que sería mejor que viniera y le contara lo que ocurrió.

– Sí -dijo-. Me gustaría oírlo.

Le conté la historia con todo lujo de detalles. Comenzaba a saberla de carretilla. Estábamos en mitad de la tarde y no había cesado de decirla a una persona y a otra desde que había metido aquellas cuatro balas en el pecho de Pedro Antonio Márquez, un poco después de las dos de la madrugada.

– De manera que lo ha matado -me dijo Chance-. ¿Qué sintió cuando lo hizo?

– No lo sé. Supongo que tendré que esperar un poco para creérmelo.

Sabía lo que sentía Durkin. Jamás le había visto tan feliz. Me había dicho:

– Cuando están muertos, al menos sabes que no van a volver a estar en la calle en tres años, haciéndolo de nuevo. Y éste era un monstruo. Había probado la sangre y le gustaba.

– ¿Era el mismo sujeto? -preguntó Chance-. ¿No hay ninguna duda?

– Ninguna. Tuvieron la confirmación del gerente del motel Powhattan. También encontraron huellas idénticas a las halladas en el motel y en el Galaxy, de manera que eso le implica en ambos crímenes. En ambos, el machete fue el arma del crimen. Han encontrado incluso minúsculos restos de sangre en la junta de la hoja con el mango, y la sangre es del mismo tipo que la de Kim o la de Cookie, no recuerdo cuál.

– ¿Cómo entró en su hotel?

– Atravesó el vestíbulo y tomó el ascensor.

– Creí que estaba bajo vigilancia.

– Y lo estaba. Pasó delante de ellos, recogió su llave y fue a su habitación.

– ¿Cómo pudo hacer eso?

– Lo más fácil del mundo. Había alquilado la habitación el día antes, por si acaso. Lo había previsto todo. Cuando recibió el aviso de que lo estaba buscando, volvió a mi hotel, subió a su habitación, luego fue hasta la mía y entró. Las cerraduras de mi hotel no son difíciles de abrir. El se desvistió, afiló su machete y esperó a que yo llegara.

– Y estuvo a punto de funcionar.

– Tendría que haber funcionado. Hubiera podido esperarme detrás de la puerta y haberme matado antes de que yo me enterara de qué estaba pasando. O hubiera podido haber esperado en el cuarto de baño unos minutos más, mientras yo me metía en la cama. Pero le gustaba demasiado matar, eso fue lo que lo perdió. Quería que estuviéramos los dos desnudos cuando él saltara por detrás de manera que me esperó en el cuarto de baño, pero no aguardó a que me metiera en la cama porque estaba demasiado excitado. Por supuesto que si no fuera por el arma que llevaba en la mano no estaría aquí ahora.

– Él no podía estar completamente solo.

– Estaba solo en lo que a las muertes concierne. Sin duda estaba asociado con otra gente en lo del tráfico de esmeraldas. Puede que la policía consiga dar con ellos, pero no es fácil. Incluso si dan con ellos será difícil sentarlos delante de un tribunal.

Chance asintió con la cabeza.

– ¿Qué pasó con el hermano? El novio de Kim. El que montó todo el follón.

– No ha aparecido todavía. Probablemente esté muerto. O puede que siga corriendo y vivirá hasta que sus amigos colombianos den con él.

– ¿Usted cree?

– Probablemente. Se supone que son muy vengativos.

– ¿Y el recepcionista? ¿Cómo se llamaba… Calderón?

– Eso es. Bueno, si está escondido en algún lugar de Queens es probable que lea lo sucedido en la prensa y que vuelva a pedir su viejo empleo.

Empezó a decir algo, pero cambió de opinión, cogió las tazas vacías y fue a rellenarlas. Volvió con ellas y me tendió la mía.

– Usted se ha acostado tarde -me dijo.

– He pasado la noche despierto.

– ¿No ha dormido nada?

Todavía no.

– Yo eché una cabezadita en el sillón. Pero cuando me metí en la cama no pude dormir, ni siquiera pude permanecer tumbado. Hice un poco de ejercicio, me metí en la sauna, tomé una ducha, bebí un poco de café y de nuevo al sillón. Y así continuamente.

– Dejó de llamar a su servicio.

– Dejé de llamar a mi servicio, dejé de salir de casa. Supongo que habré comido algo. Cogí algo del refrigerador y lo comí sin darme cuenta. Kim está muerta y Sunny está muerta y Cookie está muerta y quizá su hermano esté muerto, el novio, y luego ese fulano está muerto. Ese que mató. No recuerdo su nombre.

– Márquez.

– Márquez está muerto y Calderón ha desaparecido, y Ruby está en San Francisco. Y la pregunta es dónde está Chance, y la respuesta es no lo sé. Lo que sí es que los negocios se han acabado.

– Las niñas están bien.

– Sí, usted me lo ha dicho.

– Mary Lou va a dejar el oficio. No se arrepiente de haber sido una call-girl, ha sacado mucho partido de la experiencia pero ella está lista para comenzar una nueva etapa en su vida.

– Sí, la he llamado. ¿No se lo he dicho después del entierro?

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