Lawrence Block - Los pecados de nuestros padres

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Una joven prostituta aparece asesinada en un apartamento de Greenwich Village. El principal sospechoso acaba de suicidarse en la cárcel. La policía de Nueva York ha cerrado el caso, pero el padre de la víctima quiere reabrirlo. Y nadie mejor que Matthew Scudder para buscar respuestas en un entorno sórdido de perversión y placeres… Un mundo donde los hijos se ven abocados a morir para expiar los pecados más secretos de sus padres.
La novela negra norteamericana tiene tres grandes autores: los clásicos son Dashiell Hammett y Raymond Chandler. El tercero se llama Lawrence Block.

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– ¿Quieres esa copa ahora?

– Aja, creo que sí. Bourbon, si tienes.

No tenía. En su lugar tenía scotch, así que me conformé con eso. Ella se sirvió un vaso de leche y nos sentamos juntos en el sofá a escuchar la música sin decir nada. Me sentía tan relajado como si hubiéramos hecho el amor.

– ¿Tienes trabajo estos días, Matt?

– Ajá.

– Bueno, todo el mundo tiene que trabajar.

– Ajá.

Sacó un cigarrillo y se lo encendí.

– Tienes muchas cosas en la cabeza -dijo-. Eso es lo que pasa.

– Puede que tengas razón.

– Sé que tengo razón. ¿Quieres hablar de algo?

– En realidad, no.

– Está bien.

Sonó el teléfono y contestó desde su habitación. Cuando volvió le pregunté si había vivido con algún hombre.

– ¿Te refieres a un chulo? Nunca lo he tenido ni lo tendré.

– Me refiero a un novio.

– Nunca. Es una cosa rara tener novios en este negocio. Siempre acaban por convertirse en chulos.

– ¿En serio?

– Ajá. Conozco a muchas chicas que dicen: «Ah, no es un chulo, es mi novio». Pero siempre hace de intermediario en los trabajos: él se dedica a eso y ella paga por todo. Pero no es su chulo, sino su novio. Esas chicas son expertas engañándose a sí mismas. A mí se me da fatal. Por eso ni lo intento.

– Bien por ti.

– No puedo permitirme novios. Estoy ahorrando para mi vejez.

– Bienes inmuebles, ¿no es cierto?

– Ajá. Casas de apartamentos en Queens. Tú puedes invertir en bolsa. Yo quiero algo que se pueda tocar.

– Tú, una propietaria. Eso tiene gracia.

– Ah, nunca veo a los inquilinos. Hay una compañía que lo dirige por mí.

Pensé si sería Gestión Bowdoin, pero no me molesté en preguntar. Me preguntó si quería probar la cama de nuevo. Dije que no.

– No te apures, pero vendrá un amigo en cuarenta minutos.

– Claro.

– Puedes tomarte otra copa si quieres.

– No, es hora de irme. -Me acompañó hasta la puerta y me cogió el abrigo. Le di un beso de despedida.

– No tardes tanto tiempo en volver a visitarme.

– Cuídate, Elaine.

– Sí, lo haré.

10

La mañana del viernes se presentó clara y fría. Cogí un coche de alquiler de Olin en Broadway y salí de la ciudad por East Side Drive. El coche era un Chevrolet Malibu, una delicada birria a la que había que mimar en las curvas. Creo que era bastante barato.

Cogí la autopista de Nueva Inglaterra y atravesé Pelham y Larchmont en dirección a Mamaroneck. En una gasolinera de Exxon, el chaval que me llenó el depósito no sabía dónde se encontraba el bulevar Schuyler. Se metió dentro y le preguntó al jefe, que salió y me indicó. El jefe también conocía el Carioca, y a las once y veinticinco ya tenía el coche aparcado en el restaurante. Me dirigí hacia el salón de fiestas y me senté en un taburete de vinilo en el extremo de una barra de formica negra. Pedí una taza de café solo con un poco de bourbon. El café estaba amargo, parecía de la noche anterior.

Cuando iba por la mitad del café eché un vistazo y la vi parada con aire indeciso en el arco que separaba el comedor del salón. Si no hubiera sabido que era de la misma edad de Wendy Hanniford, habría dicho que tenía tres o cuatro años más. Su media melena oscura enmarcaba una cara ovalada. Vestía unos pantalones oscuros de tela escocesa y un suéter gris perla debajo del cual sus grandes pechos resultaban agresivamente prominentes. Llevaba un gran bolso de cuero marrón al hombro y un cigarro en la mano derecha. No pareció alegrarse de verme.

Dejé que se acercara, cosa que hizo tras un momento de duda. Me giré lentamente hacia ella.

– ¿Señor Scudder?

– ¿Señora Thal? ¿Le parece si nos vamos a una mesa?

– Está bien.

El comedor no estaba muy concurrido y el ma î tre nos indicó una mesa algo apartada. Era una sala con una decoración recargada, la visión exagerada que alguien podría tener de un motivo flamenco. En la combinación de colores predominaban, sobre todo, el rojo, el negro y el azul claro. Me había dejado el café amargo en la barra y esta vez me pedí un bourbon con agua. Le pregunté a Marcia Thal si quería tomar algo.

– No, gracias. Espere un momento. Sí, creo que tomaré algo. ¿Por qué no?

– No veo ninguna razón.

Miró por encima de mí al camarero y le pidió un güisqui sour con hielo. Sus ojos se encontraron con los míos, apartó la mirada y volvió a mirarme.

– No puedo decir que me alegre de estar aquí -dijo:

– Yo tampoco.

– Fue idea suya. Y me tiene con el agua al cuello, ¿no es así? Debe de proporcionarle placer hacer que la gente haga lo que usted quiere que haga.

– Suelo cortarle las alas a la gente.

– No me sorprende. -Trató de lanzarme una mirada de odio, no le salió y sonrió de manera burlona-. Mierda -dijo.

– No va a verse implicada en nada, señora Thal.

– Eso espero.

– Se lo aseguro. Estoy interesado en saber algo de la vida de Wendy Hanniford, no en descolocar la suya.

Llegaron nuestras bebidas. Cogió la suya y la examinó como si nunca antes hubiera visto nada parecido. Parecía un güisqui sour bastante normal. Dio un trago y volvió a dejarlo, sacó la guinda y se la comió. Yo tomé un poco de bourbon y esperé.

– Puede pedir algo de comer si quiere. Yo no tengo hambre.

– Yo tampoco.

– No sé por dónde empezar. Realmente no lo sé.

No estaba muy seguro de ello. Dije:

– Wendy no parecía tener ningún trabajo. ¿Trabajaba cuando se fue a vivir con ella?

– No. Pero yo no lo sabía.

– ¿Ella le dijo que tenía un trabajo?

Asintió.

– Pero siempre se mostraba muy poco clara con eso. A mí no me importaba demasiado, si le digo la verdad. Wendy me interesaba principalmente porque tenía un apartamento que estaba dispuesta a compartir conmigo por cien dólares al mes.

– ¿Eso era todo lo que pagaba?

– Sí. En aquel momento me dijo que el apartamento era de doscientos al mes y lo dividimos por la mitad. Nunca vi el contrato de arrendamiento ni nada, y di por hecho que yo estaba pagando un poco más de la mitad. Por mi parte no había problema. El mobiliario y todo lo demás era suyo, y para mí era una ganga. Antes de eso estaba en la Evangeline House. ¿Sabe lo que es?

– ¿En la Decimotercera Oeste?

– Exacto. Alguien me lo recomendó. Es una residencia de chicas en la ciudad. -Hizo un gesto-. Tenían toque de queda y cosas por el estilo. En realidad era bastante ridículo, yo compartía una habitación pequeña con una chica, una especie de baptista sureña que siempre estaba rezando; no podías tener visitas masculinas y todo era bastante lamentable. Me costaba casi tanto como compartir el apartamento con Wendy. Por lo que si ella estaba ganando algo de dinero conmigo, a mí no me importaba. Hasta algún tiempo más tarde no me enteré de que el alquiler del apartamento era mucho más de doscientos al mes.

– Y ella no estaba trabajando.

– No.

– ¿Usted no se preguntaba de dónde sacaba el dinero?

– Durante un tiempo, no. Con el tiempo empecé a darme cuenta de que nunca parecía tener que ir a la oficina, y cuando se lo comenté, admitió que en ese momento estaba en el paro. Dijo que tenía bastante dinero, por lo que no le preocupaba si no encontraba algo en uno o dos meses. Lo que yo no sabía era que ni siquiera lo estaba buscando. Cuando yo volvía del trabajo ella me hablaba sobre agencias de empleo y entrevistas de trabajo. Y no había forma de saber que en realidad no estaba buscando.

– ¿Era prostituta en aquel momento?

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