Lawrence Block - Los pecados de nuestros padres

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Una joven prostituta aparece asesinada en un apartamento de Greenwich Village. El principal sospechoso acaba de suicidarse en la cárcel. La policía de Nueva York ha cerrado el caso, pero el padre de la víctima quiere reabrirlo. Y nadie mejor que Matthew Scudder para buscar respuestas en un entorno sórdido de perversión y placeres… Un mundo donde los hijos se ven abocados a morir para expiar los pecados más secretos de sus padres.
La novela negra norteamericana tiene tres grandes autores: los clásicos son Dashiell Hammett y Raymond Chandler. El tercero se llama Lawrence Block.

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Hice el recorrido. Un club en un sótano en la calle Bank, en el que un hombre con un largo cabello canoso y un bigote poblado jugaba solo a la máquina de bolos mientras su cerveza se consumía. Una gran sala en la calle Décima Oeste, cuyo ambiente estaba acaparado por antiguos atletas de la escuela universitaria, con serrín en el suelo y banderines con letras griegas en las paredes de ladrillos desnudos. En total, media docena de bares gay en un radio de cuatro manzanas desde el 194 de la calle Bethune.

Muchos de los clientes se me quedaban mirando. ¿Sería un poli? ¿O un posible ligue? ¿O ambas cosas?

Tenía la foto del periódico de Richie, y se la estuve mostrando a cualquiera que estuviera dispuesto a mirarla. Casi todo el mundo reconocía la foto porque la habían visto en el periódico. El asesinato era reciente, había tenido lugar en el vecindario, y los heterosexuales no tienen el monopolio de la curiosidad morbosa. La mayoría de ellos reconocían la foto y bastantes lo habían visto por el vecindario, o decían que lo habían visto, pero nadie recordaba haberlo visto por los bares.

– Claro que yo no vengo aquí tan a menudo -escuché en más de una ocasión-. Solo de vez en cuando para tomarme una cerveza cuando me raspa la garganta.

En un lugar llamado Sinthia's el camarero me reconoció y me miró dos veces de forma teatral.

– ¿Me engañan los ojos? ¿O es realmente el único e incomparable Matthew Scudder?

– Hola, Ken.

– No me digas que has decidido convertirte, Matt. Fue bastante chocante cuando me enteré de que habías dejado la pocilga. Pero si Matthew Scudder llega a la creencia de que ser gay es bueno, en fin, me desmontaría completamente.

Aún aparentaba veintiocho años y debía de tener el doble. El pelo rubio era suyo, aunque el color era de bote. Si te acercabas a él podías ver las marcas del lifting, pero a dos metros no parecía ni un día más viejo que cuando lo había arrestado, quince años atrás, por fomentar la delincuencia de un menor. No me enorgullezco de ello, el menor tenía diecisiete y era más delincuente de lo que Ken se podía imaginar, pero también tenía un padre y dicho padre presentó una queja y yo tuve que arrestar a Kenny. Consiguió un abogado decente y se le retiraron los cargos.

– Tienes buen aspecto -le dije.

– El alcohol, el tabaco y el sexo en cantidad lo mantienen a uno joven.

– ¿Has visto alguna vez a este joven? -Solté en la barra la foto del periódico. La miró y me la devolvió.

– Interesante.

– ¿Lo reconoces?

– Es ese tipo que fue tan cruel la semana pasada, ¿no es cierto? Una historia horrible.

– Sí.

– ¿Qué pintas tú en eso?

– Es difícil de explicar. ¿Lo has visto por aquí, Kenny?

Apoyó los codos sobre la barra, hizo una «V» con sus manos y apoyó la barbilla en ella.

– La razón por la que dije que era interesante -dijo- es que pensé que reconocía la foto cuando el Post la publicó.

Tengo una memoria extraordinaria para las caras. Entre otras partes de la anatomía.

– ¿Lo has visto antes?

– Eso pensé, pero ahora creo que estoy seguro. ¿Por qué no nos invitamos a una copa para que refresque mi memoria?

Puse un billete sobre la barra. Me sirvió un bourbon y él se sirvió algo mezclado con naranja. Dijo:

– No voy a andarme con rodeos, Matthew. Estoy tratando de recordar lo que iba junto con esa cara. Sé que no lo había visto en mucho tiempo.

– ¿Cuánto tiempo?

– Al menos un año. -Dio unos tragos, se enderezó, juntó las manos por detrás del cuello y cerró los ojos-. Un año como mínimo. Ahora lo recuerdo. Le pedí el carné la primera vez que vino y no pareció sorprenderle, como si siempre le estuvieran pidiendo que demostrara su edad.

– Solo tenía diecinueve años.

– Bueno, podía haber pasado por un chaval de dieciséis años maduro. Hubo un período de un par de semanas en las que venía aquí cada noche. Después nunca más se le volvió a ver.

– Tengo entendido que era gay.

– Bueno, no había venido aquí a encontrar chicas, ¿no crees?

– Podía haber estado mirando escaparates.

– Es cierto. Hay mucha gente de esa, ¿no? Sin embargo, Richie no. No era un gran bebedor, ¿sabes? Se pedía un vodka Collins y le duraba hasta que se derretía el hielo.

– No era un cliente muy rentable.

– Ah, no, cuando se trata de jóvenes y guapos no te preocupa si gastan mucho o poco. Son buenos escaparates y atraen a otros a entrar. Forman parte del escaparate, pero no, nuestro hombre no se dedicaba solo a mirar, por cierto. No me creo que ninguna noche de las que vino aquí no dejara que algún tipo lo llevara a su casa.

Se fue al otro lado de la barra para servirle otra copa a alguien. Cuando volvió le pregunté si había estado en la casa de Vanderpoel.

– Matthew, cariño, si lo hubiera hecho, no tendría ningún problema para recordarlo, ¿no crees?

– Podías haberlo hecho.

– ¡Serás perra! No, en ese momento estaba atravesando un período monogámico. No levantes la ceja con tanto escepticismo, cariño. No te sienta bien. Supongo que podía haberlo intentado, pero a pesar de lo bueno que estaba, no era mi tipo.

– Pensé que era justo tu tipo.

– Vaya, pues no me conoces tan bien como piensas, ¿verdad, Matthew? Me gusta un poco de pollo de vez en cuando, lo admito. Dios sabe que no es el secreto mejor guardado del mundo. Pero no es la juventud lo único que me gusta, ya sabes. Es la juventud pervertida.

– ¿Ah sí?

– Ese aire delicioso de decadencia inmadura. La fruta joven que se pudre en las viñas.

– Tienes una forma preciosa de describir las cosas.

– ¿De veras? Pero Richard no era así, en absoluto. Tenía una inocencia intocable. Podías ser su octavo cliente de la noche, y todavía sentir que estabas seduciendo a una virgen. Y yo, querido, como dicen los niños, paso de eso.

Se sirvió una nueva copa y se cobró de mi cambio. A mí todavía me quedaba bastante bourbon. Dije:

– Has dicho algo sobre el octavo cliente de la noche. ¿Vendía su cuerpo?

– Para nada. Nunca llegaba a pagar sus copas, pero si bebía una por noche ya era mucho. No ganaba ni un pavo de esa manera.

– ¿Ligaba con muchos?

– No, una pareja por noche era lo máximo que parecía querer. Hasta donde yo sé.

– Y después dejó de venir. Me pregunto por qué.

– Puede que desarrollara alergia al decorado.

– ¿Solía llevar a alguien en especial a casa?

Ken sacudió la cabeza.

– Nunca al mismo amigo dos veces. Creo que pasó por aquí durante un período de tres semanas, y puede que nos hiciera quince o dieciocho visitas en total y nunca le vi repetir. No es tan extraño, ¿sabes? A mucha gente le encanta la variedad. Especialmente a los jóvenes.

– Se fue a vivir con Wendy Hanniford aproximadamente en la época en la que dejó de venir aquí.

– Me enteré de que estaba viviendo con ella. No sabía lo del factor tiempo.

– ¿Por qué viviría con una mujer, Ken?

– La verdad es que no lo sé, Matt. Y no soy psiquiatra. Tuve uno, pero ese no era uno de los temas de los que hablábamos, precisamente.

– ¿Por qué viviría un homosexual con una mujer?

– Dios sabe.

– En serio, Kenny.

Tamborileó con los dedos sobre la barra.

– ¿En serio? Está bien. Sería bisexual, ya sabes. No es tan inaudito en los tiempos que corren. Tengo entendido que todo el mundo lo hace. Los heteros prueban escenarios gays para ver si les conviene. Los gays hacen algunos experimentos con la heterosexualidad. -Bostezó de forma exagerada-. Lo siento, pero yo soy un reaccionario sin esperanza de las viejas costumbres. Un sexo ya es suficiente complicado para mí. Dos serían un verdadero desastre.

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