Lawrence Block - Los pecados de nuestros padres

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Una joven prostituta aparece asesinada en un apartamento de Greenwich Village. El principal sospechoso acaba de suicidarse en la cárcel. La policía de Nueva York ha cerrado el caso, pero el padre de la víctima quiere reabrirlo. Y nadie mejor que Matthew Scudder para buscar respuestas en un entorno sórdido de perversión y placeres… Un mundo donde los hijos se ven abocados a morir para expiar los pecados más secretos de sus padres.
La novela negra norteamericana tiene tres grandes autores: los clásicos son Dashiell Hammett y Raymond Chandler. El tercero se llama Lawrence Block.

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– La conoció en la escuela universitaria.

– Sí, pensé que ya lo sabía. Me da la impresión de que sabe muchas cosas sobre mí, me sorprende que no supiera eso.

– Me gustaría salir y hablar con usted, señora Thal.

– Ah, creo que no va a ser posible.

– Supongo que estaría abusando de su tiempo, pero…

– No quiero implicarme en este asunto -dijo-. ¿No puede entenderlo? Por Dios, Wendy está muerta, ¿no es cierto? ¿En qué va a ayudarla eso? ¿Eh?

– Señora Thal…

– Voy a colgar -dijo. Y lo hizo.

Compré un periódico, fui a una cafetería y me tomé una taza de café. Le di media hora para que se preguntara si era tan fácil deshacerse de mí o no. Después volví a marcar su número.

Hace tiempo aprendí algo. No es necesario saber de qué tiene miedo una persona, basta con saber que tiene miedo.

Contestó a mitad del segundo toque. Se acercó un momento el teléfono a la oreja sin decir nada. Después dijo:

– ¿Diga?

– Soy Scudder.

– Escuche, yo no…

– Cállese un minuto, bruja estúpida. Pienso hablar con usted. Ya sea delante de su marido o a solas.

Hubo un silencio.

– Ahora piense en ello. Puedo coger un coche y estar en Mamaroneck en una hora. Después de una hora estaré de vuelta en mi coche y fuera de su vida. Ese es el camino fácil. Si prefiere el difícil podría obligarla, pero no creo que tenga mucho sentido para ninguno de los dos.

– ¡Oh, Dios!

Dejé que pensara en ello. El anzuelo ya estaba enganchado, y no había manera de soltarlo.

Dijo:

– Hoy es imposible. Unos amigos van a venir a tomar un café y llegarán en unos minutos.

– ¿Esta noche?

– No. Gerry estará en casa. ¿Mañana?

– ¿Por la mañana o por la tarde?

– Tengo una cita con el médico a las diez. Estaré libre después de eso.

– Estaré en su casa a mediodía.

– No. Espere un momento. No quiero que venga a casa.

– Escoja un lugar y me encontraré allí con usted.

– Deme tan solo un minuto. Dios. Ni siquiera conozco esta zona, acabo de trasladarme hace unos meses. Déjeme pensar. Hay un restaurante y una sala de fiestas en el bulevar Schuyler. Se llama el Carioca. Podría parar por allí para almorzar después de salir de la consulta del médico.

– ¿A mediodía?

– Eso es. No conozco la dirección.

– Lo encontraré. El Carioca en el boulevard Schuyler.

– Sí. No recuerdo su nombre.

– Scudder. Matthew Scudder.

– ¿Cómo lo reconoceré?

Pensé: ser é el hombre que parezca que est á fuera de lugar. Dije:

– Estaré tomando un café en la barra.

– Está bien. Supongo que nos encontraremos.

– Estoy seguro de ello.

La incursión ilícita que llevé a cabo la noche anterior me proporcionó pocos datos más, aparte del nombre de Marcia Maisel. La búsqueda de las premisas había sido complicada para mí sin saber exactamente lo que estaba buscando. Cuando registras un lugar, ayuda tener algo específico en la mente. También ayuda el no tener que preocuparte de si dejas huellas o no. Por ejemplo, puedes registrar las hojas de los libros de una forma mucho más eficiente si puedes hojearlos y después soltarlos en un montón sobre la alfombra. Un trabajo de veinte minutos se puede alargar hasta dos horas cuando tienes que volver a colocarlos con cuidado en su sitio.

De todos modos había muy pocos libros en el apartamento de Wendy, y no tuve que molestarme con ellos. No estaba buscando algo que hubieran escondido deliberadamente. No sabía qué es lo que estaba buscando, y en aquel momento, después de los hechos, no estaba seguro de lo que había encontrado.

Había pasado la mayor parte de la hora deambulando por las habitaciones, sentado en las sillas, apoyado en las paredes, intentando descubrir la esencia de las dos personas que habían vivido allí. Miré la cama sobre la que había muerto Wendy, un par de muelles y un colchón sobre un armazón digno de una película de Hollywood.

Ni habían quitado las sábanas empapadas de sangre, aunque tampoco hubiese tenido mucho sentido; el colchón la había absorbido, y toda la cama estaba salpicada, hasta el punto de que me encontré con un coágulo de sangre reseca en la mano, y acudieron a mi mente las imágenes de un cura ofreciendo la comunión. Me metí en el baño y vomité todo.

Ya que estaba allí, retiré las cortinas de la ducha y examiné la bañera. Había un cerco procedente del último baño que se había tomado, y algún pelo enmarañado en el desagüe, pero nada que sugiriera que alguien había sido asesinado en ella. Ni lo hubiera sospechado. La recapitulación de Richie Vanderpoel no había sido un modelo de pensamiento lineal conciso.

El botiquín revelaba que Wendy tomaba píldoras anticonceptivas. Estaban dentro de un envoltorio con unos dígitos que indicaban los días de la semana para que quien las tomaba se asegurase de que no se había saltado ningún día. La píldora del jueves no estaba, por lo que pude deducir una de las cosas que había hecho el día de su muerte. Se había tomado la píldora.

Junto con las píldoras anticonceptivas encontré los suficientes botes de vitaminas naturales para llegar a la conclusión de que uno o ambos ocupantes del apartamento habían sido partidarios de ellas. Un pequeño frasquito con una etiqueta indicaba que Richie sufría de alergia al polen. Había bastantes cosméticos, dos marcas diferentes de desodorantes, una maquinilla eléctrica pequeña para depilarse las piernas y axilas, y una grande para la barba. Encontré algunos otros medicamentos de receta: Seconal y Darvon (de él), Dexedrine Spansules con una etiqueta que decía «Para el control del peso» (de ella), y un bote sin etiqueta que contenía lo que parecía Librium. Me sorprendió la cantidad de medicamentos que había. Los polis podían habérselos metido en el bolsillo, y hay tíos que no le robarían dinero ni a los muertos, pero tienen dificultades para resistirse a las pequeñas pastillas excitantes o relajantes.

Me llevé conmigo el Seconal y la Dex.

Había un armario y un aparador llenos de ropa de ella. No era un gran guardarropa, pero varios vestidos tenían etiquetas de Bloomingdale's y Lord & Taylor. La ropa de él estaba en el salón. Uno de los armarios del salón era suyo, y guardaba las camisas, los calcetines y la ropa interior en los cajones de un escritorio de cajoneras dobles de estilo español.

El salón tenía un sofá cama. Lo abrí y vi que estaba preparado, con las sábanas y las mantas. Las sábanas habían sido utilizadas desde la última vez que se lavaron. Cerré el sofá y me senté en él.

La cocina estaba bien equipada: sartenes con fondo de cobre, una batería de cocina de hierro fundido esmaltado de color naranja oscuro, una repisa de madera de teca con treinta y dos botes de hierbas y especias… En el congelador había un par de platos de comida precocinada, pero en el resto del frigorífico había abundantes existencias de comida de verdad. Tenía varios armarios. Se trataba de una cocina bastante grande para ser Manhattan y tenía una mesa de madera de roble redonda. Había dos sillas con reposabrazos junto a la mesa. Me senté en una de ellas y me imaginé acogedoras escenas domésticas, con uno de ellos preparando la comida o los dos sentados a la mesa y comiendo.

Me marché del apartamento sin encontrar las cosas útiles que uno desea encontrar: agendas, talonario de cheques, estados de cuentas, montones reveladores de cheques cancelados… Era evidente que habían dirimido sus asuntos financieros con dinero en efectivo.

Luego, un día después, pensé en las impresiones que me había hecho del apartamento e intenté cuadrarlas con la imagen del mal encarnado que Martin Vanderpoel tenía de Wendy. Si ella lo había atrapado con el sexo, ¿por qué dormía él en una cama plegable en el salón? ¿Y por qué todo el apartamento tenía ese aire de domesticidad apacible, una domesticidad confortable que ni toda la sangre del dormitorio podía anular?

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