– ¿Eres adicta, Pammy? ¿Por dónde te das? ¿Por la nariz? ¿Entre los dedos del pie? ¿Conoces a algún traficante de los gordos? ¿Tienes un amigo que trafica, quizás?
Preguntas verdaderamente estúpidas. Como si no tuvieran un objetivo, como si más o menos bastara con hacer la pregunta. Sin embargo, era uno de ellos, el conductor, quien las hacía. Era el que estaba totalmente obsesionado por el tema de las drogas. El otro se dedicaba más a insultarla. «Coño apestoso, puta de mierda» y cosas así. Nauseabundos, si permitías que te afectara, pero en realidad muchos tipos son así cuando se excitan. Un tipo, al que ella se la debía de haber chupado cuatro o cinco veces, siempre en el coche, y que siempre era muy cortés, muy considerado antes y después, nunca brusco, pero siempre era la misma historia cuando ella se lo estaba haciendo y él estaba a punto de correrse. «Ah, tienes un coño de puta, un coño de puta, pero me gustaría que estuvieras muerta. Oh, quiero que te mueras, quisiera que estuvieras muerta, coño de mierda.» Horrible, sencillamente horrible, pero, salvo por eso, era un perfecto caballero y pagaba cincuenta dólares cada vez y nunca tardaba en tener el orgasmo. Entonces, ¿qué problema había si ella lo hacía bien con la boca?
Pasaron, pues, a la parte trasera de la furgoneta, que estaba bien preparada con un colchón, lo que de verdad la hacía cómoda, y habría sido cómoda si ella hubiese podido relajarse, pero no podía con aquellos tipos, porque eran demasiado raros. ¿Cómo podía una relajarse?
Le hicieron quitarse todo, hasta la última prenda, lo que era un incordio, pero ella sabía que no debía discutir. Y luego, bueno, la follaron por turno, primero el conductor, luego el otro. Esa parte era muy rutinaria, salvo por supuesto que estaban los dos y que cuando el segundo hombre se lo estaba haciendo el conductor le pellizcaba los pezones. Dolía, pero ella sabía que era mejor no decir nada y, de todos modos, sabía que él se daba cuenta de que dolía. Por eso lo hacía.
Los dos la follaron y los dos la dejaron, lo que era alentador, porque lo malo era cuando a un tipo no se le bajaba o no podía correrse, pues es entonces cuando una corre peligro ya que a veces el tío se pone violento, como si una tuviera la culpa. Después de que el segundo gimió y se corrió, Pammy dijo:
– Ha sido grandioso, chicos. Lo hacéis muy bien. Ya puedo vestirme, ¿verdad?
Entonces fue cuando le enseñaron el cuchillo.
Una navaja, una navaja grande que la asustó. El segundo hombre, el boca sucia, tenía el cuchillo en la mano y bramó:
– No vas a ninguna parte, coño de mierda.
Y Ray se enfureció:
– Vamos todos a algún lado. Vamos a dar una vueltecita, Pammy.
Ése era su nombre, Ray, el otro lo llamaba Ray, así es como ella lo supo. Si oyó el nombre del otro, no se enteró. Pero el conductor era Ray.
Salvo que cambiaron. El otro se sentó al volante y Ray permaneció atrás con ella, quedándose con el cuchillo y, por supuesto, no le permitió que se pusiera la ropa.
Aquí es donde lo sucedido se hacía realmente difícil de recordar. Ella estaba en la parte trasera de la furgoneta, estaba oscuro y no podía ver fuera y andaban y andaban y no tenía idea ni de dónde estaban ni adónde iban. Ray le volvió a preguntar por las drogas. Parecía obsesionado por el tema, le dijo que los drogadictos sólo buscaban morirse, que era un viaje fatal y que todos deberían recibir lo que estaban buscando.
Le hizo chupársela. Eso era mejor, pues al menos él estaría callado, concentrado.
Luego volvieron a pararse, Dios sabe dónde, y entonces hubo un montón de sexo. Se turnaron con ella y lo hicieron mucho tiempo. Ella estaba tan agotada que, por momentos, perdía la consciencia. No sabía qué pasaba a su alrededor, pero se daba cuenta de que ellos ya no se corrían. Y prolongaban su ir y venir de manera interminable, agotadora, ora por delante, ora por detrás. Finalmente se dio cuenta de que no era siempre el pene lo que le metían, pero no pudo determinar qué tipo de objeto utilizaban. Alguna de las cosas dolía, otras no. Pero la sensación era horrible, horrible, sobre todo a partir del momento en que se dio cuenta de lo que iba a ocurrir. Y, cosa extraña, en lugar de desesperarse, la invadió una gran serenidad. Porque, finalmente, se había dado cuenta de que iba a morir. Y la evidencia la sumía en la más absoluta tranquilidad. Por supuesto que no quería morir.
Sabía que iba a morir y no le importaba porque, como se decía a sí misma, sabría controlar la situación. Era este convencimiento el que la serenaba y le hacía aceptar con resignación lo inevitable. Pero cuando ella comenzaba a disfrutar de este sentimiento de sosiego, Ray la sacó de su ensimismamiento.
– ¿Sabes una cosa, Pammy? Vas a tener una oportunidad. Te vamos a dejar vivir.
Entonces los dos discutieron porque el otro quería matarla, pero Ray decía que podían dejarla ir, que era una puta, que a nadie le importaban las putas.
Pero ella no era cualquier puta, decía él. Tenía el mejor par de tetas de la calle. Le dijo:
– ¿Te gustan, Pammy? ¿Estás orgullosa de ellas?
Ella no sabía qué tenía que decir.
– ¿Cuál es tu favorita? Vamos, una dos, una dos, ¿cuál? Elige una, Pammy. Pammy.
Decía su nombre con un sonsonete insoportable, como un niño insolente.
– Elige una tetita, Pammy. ¿Cuál es tu favorita?
Y tenía algo en la mano, una especie de lazo de alambre cobrizo a la luz mortecina.
– Elige la que quieres conservar, Pammy. Una para ti y otra para mí. Es justo, ¿no, Pammy? Puedes conservar una y yo me quedaré con la otra, y es tu elección, Pammy, tienes que elegir. Putita caliente, tienes que elegir una. Es la decisión de Pammy. ¿Recuerdas La decisión de Sophie? Pero allí se trataba de críos y aquí hablamos de tetas. Pammy, será mejor que elijas una o te arranco las dos.
¡Estaba loco! ¿Y qué podía hacer ella? ¿Cómo podía elegir un pecho? Tenía que haber alguna manera de ganar aquel juego, pero ella no podía pensar en ninguna.
– Míralo, Pammy, las toco y los pezones se ponen duros. Te calientas hasta cuando tienes miedo, incluso cuando estás llorando, putita. Elige una, Pammy, ¿cuál será? ¿Ésta? ¿O ésta? ¿Qué estás esperando, Pammy? ¿Estás tratando de ganar tiempo? ¿Estás intentando que me cabree? Vamos, Pammy, vamos. Toca la que quieres conservar…
Dios santo, ¿qué podía hacer ella?
– ¿Ésa? ¿Estás segura, Pammy?
– Bueno, creo que es una buena elección, una elección excelente. Así que ésa es tuya y ésta es mía, y un trato es un trato, y un negocio es un negocio, de forma que uno no puede echarse atrás, Pammy.
El alambre formaba un aro alrededor del pecho. El hilo se prolongaba en dos cabos, rematado cada uno de ellos por sendas manillas de madera, como esos artilugios que se usan para alzar bultos pesados. Ray mantenía las manillas separadas y, de pronto, dando un tirón…
Y ella salió de su cuerpo. Limpiamente, sin más. Flotaba sin cuerpo en el aire, sobre la furgoneta, y podía mirar para abajo a través del techo de la furgoneta y mirar, mirar cómo el alambre le atravesaba la carne como si fuera un líquido, ver cómo el pecho se apartaba lentamente del resto de su cuerpo, ver cómo brotaba la sangre.
Mirar hasta que la sangre ocupó la totalidad de su visión, mirando cómo se oscurecía y se oscurecía hasta que el mundo se puso negro.
Kelly no estaba en su despacho. El hombre que contestó el teléfono en Homicidios de Brooklyn dijo que podía intentar buscarlo, si era importante. Le dije que era importante.
Cuando sonó el teléfono, Elaine contestó.
– Un momentito -dijo.
Hizo un gesto de asentimiento. Cogí el teléfono de sus manos y saludé a Kelly.
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