Lawrence Block - Un paseo entre las tumbas

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`Un millón de dolares en efectivo o matamos a tu mujer`. Los traficantes de drogas son presa fácil de la extorsión y, por razones obvias, no pueden acudir a la policía. Kenan Khoury recibió el mensaje, pero vaciló frente al precio del rescate: no volvió a ver a su mujer con vida. Ahora sólo piensa en vengar su muerte. Para ello contrata los servicios de Matt Scudder, un detective privado sin apenas trabajo y que sufre algún que otro problema con el alcohol. Con ayuda de dos genios de los ordenadores, un punk callejero y una amiga prostituta, Scudder busca a los asesinos en los bajos fondos de Brooklyn.

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Por otra parte, el trabajo de la noche y los mil setecientos y pico dólares que me estaba costando todo aquello, no estaban malgastados de ningún modo. Había aprendido algo. Y no sólo que los tres granujas sobre los que estaba eran muy cuidadosos y metódicos. Una constatación que me alejaba de la imagen del trío de asesinos sexuales psicópatas que me había formado.

Todas las direcciones eran de Brooklyn. Y todas se agrupaban en una zona mucho más compacta de lo que cubría el caso Khoury. Tanto el secuestro como la entrega del rescate habían tenido lugar en Bay Ridge. Luego la acción se había trasladado a Atlantic Avenue de Cobbie Hill para extenderse, después, desde Flatbush y Farragut, hasta Veterans Avenue, y volver luego, de pronto, a Bay Ridge, donde encontraron los despojos ensangrentados. Esto cubría una buena parte del barrio, mientras que sus actividades previas se extendían por todo Brooklyn y Queens, lo cual hacía que su base de operaciones pudiese estar en cualquier parte.

Los teléfonos públicos estaban más concentrados. Tendría que sentarme con la lista y un plano para trazar sus posiciones con exactitud, pero al menos ya estaba en condiciones de afirmar que se agrupaban en una misma área general: al lado oeste de Brooklyn, al norte de la casa de Khoury, en Bay Ridge y al sur del cementerio de Green-Wood.

El mismo lugar donde habían arrojado el cadáver de Leila Álvarez.

Uno de los teléfonos estaba en la Calle 60, otro entre New Utrecht y la 41, pero no a una distancia tal que se pudiera ir a pie del uno al otro. Por lo tanto, habían salido de su casa para moverse en coche de aquí para allá a fin de hacer las llamadas. Lo lógico, pues, es que su centro de operaciones estuviera en algún sitio del barrio y, probablemente, no muy lejos del teléfono que habían utilizado dos veces. Todo estaba ya hecho, todo completado. Lo único que entonces les faltaba era frotar con sal las heridas de Kenan Khoury. Por lo tanto, ¿por qué recorrer diez manzanas con el coche, si ya no hacía falta? ¿Por qué no utilizar el teléfono público que les quedaba más a mano?

Un teléfono que debería estar en la Quinta Avenida, entre las Calles 49 y 50.

No conté a los chicos mis reflexiones. No por no querer compartirlas con ellos, sino porque sabía que aún debía completarlas. Di a los Kong quinientos dólares a cada uno y les dije que apreciaba cuanto habían hecho por mí. Insistieron en que fue muy divertido, incluso el aburrimiento de la rutina. Jimmy me dijo que le dolía la cabeza y que su delicada muñeca se resentía cuando se ponía a infopiratear, pero que valía la pena.

– Bajad vosotros dos primero -les dije al despedirme de ellos-. Poneos las corbatas y las chaquetas y salid displicentemente por la puerta principal. Quiero asegurarme de que en la habitación no quede ningún rastro. Por otra parte, tendré que entretenerme en recepción para que me entreguen la cuenta del teléfono. Les dejé una paga y señal de cincuenta dólares, pero no tengo ni idea de lo que va a costar después de pasar más de siete horas pegados al aparato.

– Jodeeer -dijo David-. No lo entiende.

– Es sorprendente -coreó Jimmy.

– ¿Qué es lo que no entiendo?

– No tienes que pagar nada por el teléfono. Lo primero que hice al conectar fue hacer un puente a la centralita de recepción. Podríamos haber llamado a Shangai y no tendrían ninguna constancia -sonrió-. Aunque podrías dejarles el dinero, pues King sacó al menos treinta dólares de avellanas del minibar.

– Lo que significa no treinta dólares de avellanas, sino un dólar por cada una de las avellanas que me he comido -precisó David.

– Si yo estuviera en tu pellejo, recogería los bártulos y me iría a casa.

Después de que se fueran, pagué a TJ. Éste desplegó el fajo de billetes que le di, lo dispuso en abanico, me miró, contempló los billetes y volvió la vista hacia mí. Dijo:

– ¿Esto es para mí?

– No habría habido juego sin ti. Tú trajiste el bate y la pelota.

– Calcúlalo bien. Yo no he hecho gran cosa, aparte de estar todo el rato sentado. Pero sabía que ibas a gastar un montón de dinero y supuse que no me dejarías en la cuneta. ¿Cuánto tengo aquí?

– Cinco -le dije.

– Estaba seguro de que todo saldría bien. Tú y yo. Me gusta este trabajo de detección. Ya ves que tengo recursos, que lo hago bien y que me encanta hacerlo.

– No creas que siempre se paga tan generosamente.

– No hay ninguna diferencia. ¿Qué otro tipo de trabajo voy a encontrar que me permita aprovecharme de toda la mierda que conozco?

– O sea, que quieres ser detective cuando crezcas, ¿no es eso?

– No voy a esperar tanto tiempo. Lo voy a ser ahora. Y aquí mismo, Matt -dijo.

Le dije que su primera tarea era salir del hotel sin llamar la atención del personal de servicio.

– Sería más fácil si fueras vestido como los Kong, pero trabajamos con lo que tenemos. Creo que tú y yo tendríamos que salir juntos.

– ¿Un tipo blanco de tu edad y un adolescente negro? Ya sabes lo que pensarán.

– Lo sé. Y te aseguro que pueden menear la cabeza todo lo que quieran. Pero si sales solo creerán que has estado robando en las habitaciones y podrían no dejarte pasar.

– Sí, tienes razón -dijo-, pero no estás considerando todas las posibilidades. La habitación está toda pagada, ¿no? O sea, que uno puede quedarse hasta mediodía por el mismo precio. Yo he visto dónde vives, tío, y no tengo intención de joderte, pero tu habitación no es tan bonita como ésta.

– No, no lo es. Pero tampoco me cuesta ciento sesenta dólares por noche.

– Pues bien. Este cuarto no va a costarte un centavo más, tío, pero yo me voy a dar una ducha caliente y a secarme con tres toallas y meterme en esa cama y dormir seis o siete horas. Porque no sólo se trata de que este cuarto sea mejor que en el que tú vives, sino que también es más de diez veces mejor que aquel en el que yo vivo.

– ¡Ah!

– Así que voy a colgar el letrero de «No molestar» en el picaporte y me voy a relajar y quedarme sin que me molesten. Entonces llega el mediodía y salgo y nadie me mira dos veces, porque un joven guapo como yo sólo puede haber venido a entregar el almuerzo de algún personaje. ¿Eh, Matt? ¿Crees que puedo llamar abajo para que me despierten a las once y media?

– Creo que sí, por supuesto.

12

Me detuve en un café de Broadway que permanece abierto toda la noche. Alguien había dejado una primera edición del Times en el reservado y lo leí mientras comía unos huevos y tomaba café, pero no traía ninguna noticia importante. Yo estaba demasiado aturdido y la poca agudeza mental que tenía insistía en concentrarse en los seis teléfonos públicos de Sunset Park. No paraba de sacar la lista del bolsillo y estudiarla, como si el orden y la situación exacta de los teléfonos contuvieran un mensaje secreto e indescifrable, aunque no se tuviera la clave. Tenía que haber alguien a quien yo pudiera llamar, alegando una emergencia del Código Cinco.

– Deme su código de acceso -exigiría-. Dígame la contraseña.

El cielo brillaba al amanecer cuando volví a mi hotel. Me di una ducha y me fui a la cama y, después de una hora o algo así, desistí y encendí el televisor. Vi el noticiario de la mañana en una de las cadenas. El Secretario de Estado acababa de volver de una gira por Oriente Medio. Le siguió un portavoz palestino comentando las posibilidades de una paz duradera en la región.

Eso me recordó a mi cliente, como si alguna vez hubiera estado lejos de mis pensamientos, y cuando empezó la entrevista con un reciente ganador del premio de la Academia, apagué el televisor y llamé a Kenan Khoury.

No contestaba, pero yo seguí intentándolo, llamando aproximadamente cada media hora hasta que lo encontré alrededor de las diez y media.

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