Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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Skip dijo:

– Al menos lo intentaste.

– No estoy en forma -dijo Bobby. Se dio unos golpecitos en la barriga-. No me funcionan las piernas, ni tengo energía y tampoco ando muy bien de la vista. No podría arbitrar un partido de baloncesto de verdad corriendo de un lado para otro de la cancha. ¡Joder! Me moriría allí mismo.

– Podrías haber tocado el silbato -propuso Skip.

– Si lo hubiera tenido, a lo mejor lo habría hecho. ¿Crees que se habrían detenido al oírlo y se habrían rendido?

– Creo que seguramente te habrían disparado -dije-. Olvida lo de la matrícula.

– Por lo menos lo he intentado -dijo. Miró hacia Billie-. Keegan estaba más cerca, pero no se ha movido. Ha estado sentado debajo del árbol como el toro Ferdinando, oliendo las flores.

– Oliendo mierda de perro -dijo Keegan-, que es lo que tenía más a mano.

– ¿Le has estado dando a las botellitas, Billie?

– Nada, lo justo para mantenerme -respondió Keegan.

Le pregunté a Bobby si se había fijado en la marca del coche. Arrugó la boca, resopló y sacudió la cabeza.

– Un sedán negro último modelo -dijo-. No sé, hoy en día, todos se parecen mucho.

– Eso es verdad -dijo Kasabian y Skip asintió. Yo iba a empezar a formular otra pregunta cuando Billie Keegan dijo que el coche era un Mercury Marquis, de unos tres o cuatro años, y que era de color negro o azul marino.

Todos nos quedamos quietos, mirándolo. Su rostro carecía de expresión, sacó un trozo de papel del bolsillo de su camisa y lo desdobló.

– LJK-914 -leyó-. ¿Os dice algo? -Y mientras seguíamos mirándolo, añadió-: es el número de la matrícula. La placa es de Nueva York. Para no morirme de aburrimiento antes he estado entreteniéndome apuntando todas las marcas y las matrículas de los coches. Me parecía más sencillo que ponerme a correr detrás de los coches como un jodido cocker spaniel.

– ¡Hay que joderse con Billie Keegan! -dijo Skip asombrado. Se acercó a él y lo abrazó.

– Vosotros corréis a juzgar al hombre que bebe un poco -dijo Keegan. Sacó una botellita del bolsillo, giró el tapón hasta que el sello se rompió, echó su cabeza hacia atrás y se bebió el güisqui-. Mantenimiento -dijo-. Eso es todo.

17

Bobby no podía soportarlo. Casi le dolía la ingenuidad de Billie.

– ¿Por qué no has dicho nada? -preguntó-. Yo también podría haberme puesto a anotar números, podríamos haber apuntado más coches.

Keegan se encogió de hombros.

– Supuse que era mejor no decir nada -dijo-. Así no quedaría como un gilipollas si pasaban corriendo al lado de los coches y cogían un autobús en la avenida Jerome.

– La avenida Jerome está en el Bronx -dijo alguien. Billie dijo que sabía dónde estaba la avenida porque tenía un tío que había vivido allí. Pregunté si los dos estaban disfrazados cuando aparecieron corriendo por la calle.

– No sé -dijo Bobby-. ¿Cómo se supone que iban? Llevaban puestos unos pequeños antifaces. -Unió los dedos pulgares con los índices para formar dos círculos y se los acercó a la cara, como si llevara un antifaz.

– ¿Y todavía llevaban barba?

– Claro que llevaban barba. ¿Qué te crees? ¿Que se pararon un rato para afeitarse?

– Las barbas eran postizas -dijo Skip.

– ¡Ah!

– ¿También llevaban puestas las pelucas? ¿Una oscura y otra clara?

– Supongo. No sabía que fueran pelucas. Yo… no se veía una mierda, Arthur. Hay farolas ahí y ahí, pero aparecieron corriendo por la carretera y se metieron al coche. No se han parado para dar una conferencia ni han posado para los fotógrafos.

Yo dije:

– Será mejor que nos larguemos de aquí.

– ¿Y eso por qué? Me gusta estar así, en medio de Brooklyn, me recuerda a cuando era pequeño y me quedaba hasta las tantas en la calle. ¿Es que crees que vendrá la pasma?

– Bueno, ha habido disparos. Lo último que necesitamos es llamar la atención quedándonos aquí en medio de la calle.

– Tiene sentido.

Caminamos hasta el coche de Kasabian, entramos y dimos otra vuelta a la manzana. Paramos en un semáforo en rojo y le dije a Kasabian por dónde ir para volver a Manhattan. Teníamos los libros, habíamos pagado el rescate y todos seguíamos vivos, podíamos contarlo. Además de eso, teníamos que celebrar la inventiva de Keegan en estado de embriaguez. Todo aquello hizo que nuestro humor cambiara para mejor, y entonces sí que pude indicarle bien para volver a la ciudad y Kasabian, por su parte, pudo entender mis indicaciones.

Al pasar cerca de la iglesia, vimos un grupo de gente delante, hombres con camisetas de interior, adolescentes, todos parecían estar esperando a alguien. En la distancia, pude oír el sonido ondulante de la sirena de la policía.

Quería decirle a Kasabian que nos llevara a todos a casa, que podíamos volver a por el coche de Skip al día siguiente. Pero estaba aparcado junto a una boca de incendios y llamaría la atención. Se detuvo, no debió de relacionar la multitud con el sonido de la sirena, y Skip y yo bajamos. Uno de los hombres que había al otro lado de la calle, un tipo medio calvo y con barriga cervecera, estaba mirando hacia nosotros.

Le grité, le pregunté qué ocurría. Él quería saber si yo era de la comisaría. Negué con la cabeza.

– Alguien ha entrado en la iglesia -dijo-. Niños, probablemente. Tenemos las salidas cubiertas y la pasma está de camino.

– Niños -dije en alto, y él se rió.

– Creo que me he puesto más nervioso ahora que cuando estaba en el sótano de la iglesia -dijo Skip, después de habernos alejado unas cuantas manzanas-. Yo allí, de pie, con una bolsa colgada del hombro como si hubiera cometido un robo y tú con una 45 metida en tu pantalón. Pensé que estábamos jodidos si veían la pistola.

– Me he olvidado de que la llevaba ahí.

– Y encima nos hemos bajado de un coche lleno de borrachos. Otro punto a nuestro favor.

– Keegan era el único que iba borracho.

– Y era el que estaba más lúcido. ¡Imagínate! Hablando de beber…

Saqué el güisqui de la guantera y le quité el tapón. Él le dio un buen trago y luego me lo pasó. Y así, nos fuimos pasando la botella hasta que nos la acabamos. Skip dijo:

– A la mierda Brooklyn. -Y tiró la botella por la ventana. Hubiera preferido que no lo hubiera hecho porque el aliento nos apestaba a alcohol y teníamos una pistola sin licencia, pero me lo guardé.

– Eran muy profesionales -dijo Skip-. Con sus disfraces y todo. ¿Por qué le disparó a la luz?

– Para que no saliéramos corriendo.

– Por un momento creí que iba a dispararme. ¿Matt?

– ¿Qué?

– ¿Cómo es que no lo disparaste?

– ¿Cuando te estaba apuntando? Lo habría hecho, si hubiera sentido que iba a disparar. Lo tenía cubierto. Del modo en que estábamos, si yo lo disparaba, él te dispararía a ti.

– Quiero decir después. Después de que le disparara a la luz. Todavía lo estabas apuntando. Seguías haciéndolo cuando salió por la puerta.

Me tomé un momento para responder y entonces dije:

– Decidiste pagar el rescate para que no les entregaran los libros a los de la Hacienda Federal. ¿Qué te crees que ocurre si te relacionan con un tiroteo en una iglesia en Bensonhurst?

– ¡Jesús! No había pensado en eso.

– Además, disparándolo no habrías recuperado el dinero. Ya lo tenía el otro.

– Ya. No había pensado en eso. Pero yo sí que lo habría disparado. No porque fuera lo correcto, sino porque me habría dejado llevar por la tensión del momento.

– Bueno -dije-, nunca se sabe lo que uno puede llegar a hacer en una situación así.

En el siguiente semáforo, saqué mi libreta y comencé a hacer unos bosquejos. Skip me preguntó qué estaba dibujando.

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