– Vale -dije-. Encended y apagad la luz tres veces.
– ¿A quién quieres hacer señas?
– A los guardacostas.
Intercambiaron miradas y el que estaba junto al interruptor apagó y encendió la luz tres veces. El fluorescente parpadeaba a ritmo entrecortado. Los tres nos quedamos allí esperando; ese tiempo pareció casi una eternidad. Me preguntaba si Skip había visto la señal, me preguntaba si ese rato que había estado solo en el coche le había servido para tranquilizarse.
Entonces lo oí en las escaleras y junto a la puerta. Le grité que entrara. La puerta se abrió y entró con el maletín en la mano.
Me miró y a continuación vio a los dos con sus barbas, sus pelucas y sus antifaces.
– ¡Jesús! -dijo.
Yo dije:
– Dos de nosotros cubrirán con las pistolas y los otros dos harán el intercambio. Así nadie podrá timar a nadie y los libros y el dinero pasaran de una mano a otra a la vez.
El más alto, el que estaba junto al interruptor de la luz, dijo:
– Hablas como si fueras todo un experto en esto.
– Lo he estado planeando. Skip, te cubro. Trae el maletín, ponlo a mi lado. Bien. Ahora tú y uno de nuestros amigos podéis colocar una mesa en el centro y apartar el resto de muebles.
Los dos hombres se miraron; el más alto le dio una patada a la bolsa para pasársela a su compañero y luego se acercó a mí. Me preguntó qué quería que hiciese y le puse a él y a Skip a colocar los muebles.
– No sé qué va a decir el sindicato de esto -dijo. La barba escondía su boca y el antifaz cubría sus ojos, pero pude notar que estaba sonriendo.
Bajo mi dirección, él y Skip colocaron la mesa en el centro de la habitación, casi justo debajo del fluorescente. La mesa tenía dos metros y medio de largo y algo más de un metro de ancho y sirvió para dividir la habitación en dos zonas.
Me agaché apoyándome en una sola rodilla detrás de un grupo de sillas. En el otro extremo de la habitación, el de la pistola también se estaba cubriendo. Le dije a Skip que retrocediese para coger el maletín lleno de dinero y le dije al de la peluca amarilla que cogiera los libros. Así, cada uno colocó su parte en un extremo de la larga mesa. Skip dejó el maletín y le quitó los seguros. El hombre de la peluca rubia sacó los libros y los dejó en la mesa lentamente, luego dio un paso atrás, con las manos en el aire.
Les dije a los dos que retrocedieran y giré la mesa. Skip comprobó que los libros eran los mismos por los que había estado negociando. Su homólogo abrió el maletín y sacó un fajo de billetes. Lo hojeó, lo volvió a meter y sacó otro fajo.
– Son estos -dijo Skip. Los cerró y los metió en la bolsa de la lavandería y se dirigió a mí.
El de la pistola dijo:
– Esperad.
– ¿Por qué?
– Quedaos donde estáis hasta que él lo cuente.
– ¿Que tengo que quedarme aquí hasta que cuente cincuenta mil dólares? ¡Anda ya!
– Date prisa -le dijo el de la pistola a su compañero-, pero asegúrate de que está todo. No queremos irnos a casa con una bolsa llena de recortes de periódico.
– Como que yo iba a hacer eso -dijo Skip-. Como que iba a presentarme aquí, mientras nos estáis apuntando con una pistola, con un maletín lleno de dinero del Monopoly. Apunta hacia otro lado, ¿quieres? Me estoy poniendo nervioso.
No hubo respuesta. Skip se mantuvo en su posición, balanceándose sobre sus pies. Me tiraba la espalda y la rodilla sobre la que estaba agachado me estaba dando algún que otro problema. Por fin el del pelo amarillo terminó de revisar todos los fajos y de asegurarse de que no estaban formados ni por recortes de periódico ni por billetes de un dólar. Probablemente lo hizo tan deprisa como pudo, pero pareció pasar una eternidad hasta que al final se quedó satisfecho, cerró el maletín y echó los seguros.
– Muy bien -dije-. Ahora los dos…
Skip dijo:
– Espera un minuto. Tenemos la bolsa de la lavandería y ellos tienen el maletín, ¿no?
– ¿Y?
– Que no estamos en igualdad de condiciones. Ese maletín me costó unos doscientos pavos y tiene menos de dos años. ¿Cuánto puede costar una bolsa de lavandería? ¿Dos pavos?
– ¿A dónde quieres ir a parar, Devoe?
– Podríais decirme algo a cambio -dijo con la voz tensa-. Podríais decirme quién ha preparado todo esto.
Ambos lo miraron.
– No os conozco -dijo él-. No os conozco a ninguno de los dos. Me habéis sacado un montón de pasta, muy bien, a lo mejor es porque vuestra hermanita pequeña necesita una operación o algo parecido. Es cierto que todo el mundo tiene que ganarse la vida, ¿no?
No hubo respuesta.
– Pero está claro que esto lo ha organizado alguien, alguien que conozco, alguien que me conoce. Decidme quién ha sido. No os pido más.
Se produjo un largo silencio. Entonces el de la peluca marrón dijo:
– Olvídalo.
Skip dejó caer los hombros, resignado.
– Lo intentaremos -dijo él.
Y él y el hombre de la peluca amarilla se apartaron de la mesa, uno con el maletín y el otro con la bolsa de la lavandería. Era yo el que daba las órdenes; mandé a Skip a la puerta por la que había entrado, mientras observaba al otro moverse hacia un arco cubierto por una cortina en la parte trasera. Skip abrió la puerta y estaba caminando hacia atrás cuando el de la peluca marrón dijo:
– Un momento.
Su pistola de cañón largo se había movido para apuntar a Skip y por un momento creí que iba a disparar. Agarré mi 45 con ambas manos y lo apunté. Entonces él apartó la pistola, la alzó y dijo:
– Nosotros nos marcharemos primero. Quedaos donde estáis diez minutos. ¿Entendido?
– Vale -dije yo.
Apuntó al techo y disparó dos veces. Los tubos del fluorescente explotaron y sumieron a la habitación en la oscuridad. El ruido de los disparos sonó fuerte y todavía más, los tubos al explotar, pero por alguna razón ni el estruendo ni la repentina oscuridad me inquietaron. Observé, mientras él se dirigía al arco; era una sombra entre sombras y la 45 seguía centrada en él y mi dedo permanecía en el gatillo.
No esperamos los diez minutos que nos dijo. Nos largamos corriendo. Skip con la bolsa de los libros y yo con la pistola en una mano. Antes de que pudiéramos cruzar la calle hasta el Chevy, Kasabian había arrancado su coche y se había detenido junto a nosotros haciendo chirriar los frenos. Nos metimos en el asiento trasero y le dijimos que diera una vuelta a la manzana, pero el coche ya se había puesto en marcha antes de que nos hubiera dado tiempo a pronunciar esas palabras.
Giramos a la izquierda y luego a la izquierda otra vez. En la Decimoséptima Avenida nos encontramos a Bobby Ruslander apoyado en un árbol con la respiración entrecortada. Al otro lado de la calle, Billie Keegan venía caminando hacia nosotros lentamente, se detuvo y se encendió un cigarrillo con una cerilla.
Bobby dijo:
– Joder, no estoy en forma. Han pasado por aquí corriendo, tenían que ser ellos, llevaban el maletín con el dinero.
– Yo estaba cuatro casas más abajo, los he visto, pero no he querido alcanzarlos, ¿sabes? Es que creo que uno llevaba una pistola.
– ¿No has oído los disparos?
No los había oído, ni tampoco ninguno de los otros. No me sorprendió. El pistolero de la peluca marrón había usado una pistola de un calibre pequeño y, aunque el ruido había sonado muy fuerte dentro de una habitación cerrada, no habría llegado muy lejos.
– Se subieron a un coche -dijo Bobby señalando hacia el lugar en el que había estado aparcado el coche- y se largaron a toda prisa. Hasta dejaron la señal de los neumáticos. Empecé a correr entonces, cuando se subieron al coche, porque pensaba que podría ver el número de la matrícula; los seguí, pero la luz era una mierda y… -Se encogió de hombros-. Nada -dijo.
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