Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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– Por Dios -protestó-, ¿es que no lo entiendes? No hay nada que investigar. No hay denuncia en la que basarse, no hay causa probable para una orden, tenemos un montón de nada, eso es lo que tenemos. Ese tipo ni siquiera es un criminal, en realidad. Nunca lo han arrestado. Dices que tiene conexiones con la mafia, pero su nombre no aparece en ningún archivo, ni tampoco ha aparecido nunca en ninguna de las investigaciones que se han llevado a cabo hasta ahora. Está limpio como una patena. Vive al sur de Central Park, y se gana muy bien la vida negociando con divisas extranjeras…

– Pero eso es blanqueo de dinero.

– Eso es lo que tú dices, pero ¿cómo lo pruebas? Él paga sus impuestos, colabora económicamente con instituciones de caridad, incluso hace importantes contribuciones a partidos políticos…

– Vamos, no me vengas ahora con esas. No hay ninguna persona influyente que impida que lo pillemos. Nadie nos ha ordenado que le dejemos en paz porque el gilipollas sea intocable, o porque tenga enchufe con alguien importante. No hay nada de eso. Pero tampoco es un crío de la calle al quien te puedas llevar sin que nadie se queje. Tienes que tener algo firme en lo que basarte y que pueda mantenerse en un juicio. ¿Y sabes qué es lo que se mantiene muy bien en un juzgado? Deja que te lo diga solo en dos palabras. ¿Quieres oírlas? Warren Madison.

– ¿Qué?

– Sí. Warren Madison. El terror del Bronx. Trafica, ha matado a cuatro tipos, que sepamos con seguridad, y está en la lista de sospechosos de por lo menos otros cinco asesinatos. Y cuando finalmente pillan al cabrón en el apartamento de su madre, dispara a seis polis antes de que consigan ponerle las esposas. ¡Se lleva por delante a seis polis!

– Sí, ya me acuerdo.

– Y ese hijo de puta de Gruliow, va y le defiende, y ¿qué es lo que hace? Pues lo de siempre: lleva a la policía a juicio, salpica toda la mierda que puede diciendo que los policías del Bronx estaban usando a Madison como gancho, y que le daban cocaína confiscada para que la vendiera, y que después querían cargárselo para que no hablase. ¿Te lo puedes creer, joder? Seis oficiales de policía cosidos a balas, y ni siquiera una para el puto Warren Madison. Y va el gilipollas y dice que lo ha tramado todo el departamento de policía para matarle a él, el muy hijo de puta.

– Y el jurado se lo tragó.

– Un puto jurado del Bronx. Esos hubieran dejado libre al mismísimo Hitler, y lo hubieran mandado a casa en taxi. Y eso pasó con un camello cabrón que todo el mundo sabía que era culpable. ¿Te puedes imaginar cómo acabaría un caso contra un ciudadano modélico como Stettner? Mira, Matt, ¿ves a lo que me refiero? ¿Quieres que siga adelante con esto?

Estaba claro, pero a pesar de ello continuamos dándole vueltas. Al cabo de un rato, el Ten High empezó a adueñarse de la situación. Los ojos de Joe ya no enfocaban, y su lengua arrastraba las palabras. Pronto comenzó a repetirse y a perder el hilo de sus propias ideas.

– Salgamos de este antro -le aconsejé-. ¿Tienes hambre? Vamos a comer algo o a tomar un café.

– ¿Qué se supone que quiere decir eso?

– Que me apetece comer algo.

– Y una mierda. No me trates como si fueras mi padre, cabrón.

– No pretendía hacerlo.

– No, joder, claro que no. ¿Es eso lo que te enseñan en esas putas reuniones? ¿A convertirte en un grano en el culo cuando otro tío quiere tomarse tranquilamente un par de copas?

– No.

– El que tú seas un puto blando que no aguanta la bebida no significa que Dios te haya elegido para que todo el puto mundo deje de beber.

– Tienes razón.

– Pues entonces, siéntate. ¿Adónde vas? Siéntate, joder.

– Creo que me voy a casa ya -le dije.

– Matt, lo siento. Me he pasado, ¿vale? No quería decirte esas cosas.

– No pasa nada.

Se disculpó de nuevo, y le dije que no se preocupase. Y después la borrachera volvió a llevarlo por el mismo camino y me gritó que no le gustaba el tono con el que le estaba hablando.

– Espera un segundo -le dije-. Quédate aquí, volveré ahora mismo.

Me marché de allí y me fui a casa.

Estaba borracho y aún tenía una botella casi llena frente a sí. Llevaba su revólver reglamentario atado a la cadera, y creí reconocer su coche aparcado junto al bordillo, al lado de una boca de incendios. Todo ello era una peligrosa combinación, pero como él había dicho, Dios no me había elegido para que todo el puto mundo dejase de beber, ni tampoco para asegurarme de que el resto de la humanidad llegase a casa sana y salva.

20

Cuando me fui a dormir aquella noche, coloqué el videocasete en la mesa, junto al reloj, y fue lo primero que vieron mis ojos a la mañana siguiente. Lo dejé allí y salí a enfrentarme con un nuevo día. Era jueves, y como aquella noche no iba a ir a Maspeth a ver el boxeo, lo que hice fue volver a casa a tiempo de ver el combate principal por televisión. Pero la verdad es que no era lo mismo.

Pasó otro día antes de que se me ocurriera que el casete estaría mejor en mi caja fuerte, pero era sábado y el banco estaba cerrado. Me fui a ver a Elaine, y pasamos el final de la tarde dando una vuelta por las galerías de arte del Soho, comiendo en un restaurante italiano del Village y escuchando a un trío con piano en Sweet Basil. Fue un día de largos silencios, de esos que solo son posibles entre personas que tienen mucha confianza entre sí. En el taxi que nos llevó a casa, fuimos agarrados de la mano, pero sin decirnos ni una sola palabra.

Ya le había contado mi conversación con Joe, y ninguno de los dos volvimos a tocar el tema durante toda la velada. La noche siguiente, Jim Faber y yo nos reunimos, como todos los domingos, para cenar, y no le comenté nada del caso. Se me ocurrió hacerlo en una o dos ocasiones, pero preferí obviar el tema.

Ahora me parece extraño, pero durante aquellos días no dediqué demasiado tiempo a pensar en ello. Y tampoco es que tuviese muchas otras cosas en la cabeza; ni que pudiese ocupar mi tiempo divirtiéndome con los deportes, ya que estábamos atravesando esa etapa de sequía que se extiende entre la Super Bowl y el comienzo de los entrenamientos de primavera.

La mente, por lo que yo sé, posee varios niveles o compartimentos, y se ocupa de los asuntos de muchos otros modos aparte del pensamiento consciente. Cuando trabajaba como detective para la policía, y también después, cuando ya estaba por mi cuenta, en pocas ocasiones me había sentado a resolver algo de forma consciente. La mayor parte del tiempo, comprender un último detalle hacía por fin la solución obvia, pero cuando se requería una cierta perspicacia por mi parte, muchas veces la respuesta simplemente se me venía a la cabeza. Alguna parcela inconsciente de mi mente había procesado los datos disponibles y me permitía ver el rompecabezas bajo una nueva perspectiva.

Así que supongo que también entonces tomé la decisión inconsciente de almacenar temporalmente el asunto de los Stettner, de quitármelo de la cabeza (o quizá de dejarlo en la cabeza, en algún recóndito lugar de mí mismo) hasta que supiera qué hacer con él.

La verdad es que no me costó mucho tiempo resolverlo. Lo que ya es más difícil de saber es si la solución fue la correcta.

El martes por la mañana marqué el 411 y pedí el número de Bergen Stettner de su casa al sur de Central Park. La operadora me dijo que no me podía facilitar su número particular, pero que el mismo abonado tenía un registro empresarial en la avenida Lexington. Le di las gracias y colgué. Volví a llamar, y en esta ocasión me contestó un hombre. Me identifiqué como oficial de policía y le di un nombre y un número de placa. Le dije que necesitaba un teléfono que no aparecía en las guías, y le di el nombre y la dirección. Me facilitó el número, le di las gracias y lo marqué.

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