– Bergen Stettner.
– Sí, bueno. No me sorprende. Eres como un perro al que le han dado un hueso. ¿Qué tienes?
Le pasé el casete.
– Una gran película -me aseguró-. ¿Y?
– Esta versión es un poco diferente a la que tú recuerdas. La mejor parte es cuando los Stettner cometen un asesinato frente a la cámara.
– ¿De qué hablas?
– Alguien ha grabado encima de esta película. Después de quince minutos de Lee Marvin, aparece un vídeo doméstico de Bergen y Olga con un amigo, pero para cuando la grabación termina, el chaval está muerto.
Cogió el casete y lo sostuvo en su mano.
– ¿Me estás diciendo que esto es una película snuff?
– Exactamente.
– ¿Y que la han hecho los Stettner? ¿Cómo demonios…?
– Es una larga historia.
– Tengo todo el tiempo del mundo.
– Es que además es demasiado complicada.
– Bueno, menos mal que has venido prontito, aún tengo la mente despejada.
Debí estar hablando durante una hora. Le conté todo desde el principio, desde que Will Haberman se me acercó aterrorizado y me pidió que viese la cinta, y luego el resto de la historia, procurando no dejarme nada importante en el tintero. Durkin tenía un cuaderno de espiral encima del escritorio, y, al poco de empezar yo a hablar, lo abrió por una página en blanco y empezó a apuntar cosas. Me interrumpía de vez en cuando para que le aclarase algún detalle, pero durante la mayor parte del tiempo me dejó contarlo sin paréntesis.
Cuando hube terminado, me dijo:
– Es extraño cómo encaja todo. Si tu amigo no hubiese alquilado la cinta, y si no te la hubiese dado, jamás habríamos relacionado a Thurman con Stettner.
– Y jamás habría podido presionar a Thurman -reconocí-, ni él me habría contado toda la historia. La noche que me encontré con él en el Paris Green fui solamente a echar un vistazo, no pensé que aquello fuera a llevarme a ninguna parte. Pensé que podía conocer a Stettner por la conexión con la Five Borrough Cable, y porque los había visto a los dos en el New Maspeth Arena. Le enseñé el retrato robot únicamente para despistarlo, y fue eso lo que puso en marcha el resto de acontecimientos.
– Y lo que hizo que se tirase por la ventana.
– Pero aún hay más coincidencias -le dije-. Estuve a punto de verme inmerso en todo el asunto incluso antes de que Haberman alquilase la cinta. Un amigo mío le mencionó mi nombre a Leveque cuando se enteró de que estaba buscando un detective privado. Si me hubiese llamado entonces, tal vez ahora no estaría muerto.
– O tal vez te hubiesen matado a ti también.
Se pasó el casete de una mano a la otra como si quisiera que alguien se lo quitara de encima.
– Supongo que tengo que ver esto, ¿no?-me dijo-. Hay un vídeo en la sala, si es que conseguimos quitárselo a esos inútiles que están ahí todo el día sentados viendo Debbie does Dallas.
Se puso de pie.
– Lo vas a ver conmigo, ¿verdad? Lo digo por si me pierdo algún detalle, así me lo vas comentando.
La sala estaba vacía y él puso un cartel en la puerta para evitar que alguien entrase mientras nosotros estábamos allí. Pasamos la parte inicial de Doce del pat í bulo, y luego comenzó el vídeo doméstico de los Stettner. Al principio, Joe hacía los típicos comentarios de poli, destacando cosas sobre la ropa y sobre el tipo de Olga, pero en cuanto comenzó la acción, se quedó totalmente en silencio. Ese era el efecto que producía la película. Nada de lo que se pudiese decir estaba a la altura de lo que se veía.
Mientras yo la rebobinaba, él exclamó:
– ¡Jesús!
– Sí, lo sé.
– Háblame más del chaval que se acaban de cargar. ¿Dices que se llamaba Bobby?
– No, este era Happy -le aclaré-. Bobby era el más joven, el del otro retrato que te di.
– Bobby es el que viste en el boxeo. ¿Y a Happy no le has visto nunca?
– No.
– No, claro que no. ¿Cómo ibas a verle? Ya estaba muerto antes de que te dejasen el casete, antes incluso de que Leveque fuese asesinado. Esto es muy complicado, pero ya me lo advertiste, ¿no es cierto?
Sacó un cigarrillo y se dio golpecillos con él en el dorso de la mano.
– Creo que voy a tener que enseñarle esto a bastante gente. Gente de arriba, ya sabes, como por ejemplo de la oficina del fiscal del distrito de Manhattan. Este es un asunto muy delicado.
– Ya lo sé.
– Deja que me quede con la cinta. Sigues en el mismo número, ¿verdad? En el hotel.
– Sí, pero voy a estar yendo y viniendo todo el día.
– Vale; pero no te sorprenda que no te llame hoy. Quizá pueda hacerlo mañana, o tal vez el miércoles. Tengo que atender también a los casos en los que estaba trabajando, pero voy a empezar a mover esto ahora mismo.
Sacó la cinta del vídeo.
– Esto es muy fuerte -añadió-, ¿habías visto antes algo parecido?
– La verdad es que no.
– Detesto estas mierdas que tenemos que ver. Cuando era un crío y veía a los tíos de la TPF en sus caballos, ya sabes, no me imaginaba esto de ninguna manera.
– Ya lo sé.
– No tenía ni puta idea -añadió-. Ni puta idea.
No volví a tener noticias suyas hasta el miércoles por la noche. Estuve en San Pablo hasta las diez en punto, y cuando volví al hotel tenía dos mensajes. El primero se había registrado a las nueve menos cuarto, y me pedía que llamase a comisaría. Habían vuelto a llamar tres cuartos de hora más tarde para dejarme un número que no reconocí.
Llamé y pregunté si se encontraba allí Joe Durkin. Mi interlocutor tapó el auricular con la mano, pero aun así, conseguí oír lo que decía: «Preguntan por Joe Durkin. ¿Hay aquí algún Joe Durkin?». Hubo una pausa, y luego Joe se puso al teléfono.
– Trabajas hasta tarde, ¿eh? -le dije.
– Sí, bueno, ahora mismo no estoy trabajando. Escucha, ¿tienes unos minutos? Quiero hablar contigo.
– Vale.
– Vendrás aquí, ¿verdad? Pero, ¿dónde coño está este sitio? Espera un minuto.
Volvió y me dijo:
– El sitio se llama Pete's All-American, y está en…
– Ya sé dónde está, por Dios.
– ¿Qué te pasa?
– No, nada -le contesté-. ¿Es suficiente con que lleve chaqueta deportiva y corbata o tengo que ponerme traje?
– No seas capullo.
– Vale, vale.
– El sitio es un poco guarro, de acuerdo, pero no creo que eso sea problema para ti, ¿no?
– No, no es problema.
– Encaja muy bien con cómo me siento ahora mismo. ¿A dónde voy a ir, al Carlile? ¿Al Rainbow Room?
– Estoy ahí enseguida -le dije.
Pete's All-American estaba en el lado oeste de la Décima Avenida, un bloque por encima de Grogan's. Llevaba allí generaciones, pero desde luego no iba a engrosar el registro nacional de lugares históricos. Siempre ha sido un auténtico cubo de mierda.
Olía a cerveza pasada y cañerías. Cuando crucé la puerta, el camarero me miró sin el menor interés. La media docena de tirados que había en el bar ni siquiera se molestaron en girarse. Pasé junto a ellos hasta una mesa situada al fondo, en la que estaba sentado Joe de espaldas a la pared. Había un cenicero encima de la mesa a punto de desbordarse, además de un vaso con hielo y una botella de Hiram Walker Ten High. Se supone que no te dejan que te lleves la botella a la mesa, va contra las reglas de garantía de calidad del servicio, pero mucha gente está dispuesta a romper la normativa si se lo pide alguien que le enseña una placa dorada.
– Ya veo que has encontrado el sitio, cógete un vaso.
– No, estoy bien.
– Ah, claro, tú no bebes. Nunca tocas esta mierda.
Cogió el vaso, bebió un poco e hizo un gesto extraño.
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