Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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Se me quedó mirando.

– El caso es -proseguí- que yo sabía que Arnie tenía una copia del casete, porque él me lo había dicho, así que cogí todas las cintas que tenía; debía de haber unas cuarenta, todas películas antiguas, de esas que cambias inmediatamente de cadena cuando las ves por la tele. Adoraba esa porquería. Lo que hice fue sentarme delante del televisor, enganchar el vídeo y revisarlas todas. Y, ¡sorpresa!, una de ellas no era lo que se suponía que tenía que ser. La estaba pasando hacia delante, igual que había hecho con las demás, y de repente la imagen normal desapareció y me encontré en una sala con un adolescente atado a una estructura de metal como sacada de la Inquisición española, y una mujer preciosa con pantalones de cuero, guantes, tacones altos y nada más. Ya me he fijado que hoy también llevas pantalones de cuero, pero supongo que no son los mismos, porque los que lucías en la cinta no tenían entrepierna.

– Háblame de la película.

Le conté lo suficiente como para dejar claro que la había visto.

– No tenía demasiado argumento -le dije-, pero el final era la leche, y además ese último plano tan simbólico de la sangre fluyendo por el suelo hasta llegar a la alcantarilla… Desde luego, Arnie estuvo ahí muy creativo, hay que reconocérselo, y las baldosas blancas y negras eran iguales que las del estadio de Maspeth, ¿no es una gran coincidencia?

Arrugó los labios y dejó salir un resoplido sin sonido. Aún le quedaba medio vaso de vino, pero no lo tocó, y alargó, en cambio, la mano para coger mi Perrier. Tomó un sorbo y volvió a dejarla donde la había encontrado. Aquella acción resultó ser curiosamente íntima.

– Habías mencionado a Richard Thurman -me dijo.

– Bueno, sí -afirmé-. Ya ves, tenía la cinta de Arnie, pero ¿qué iba a hacer con ella? El cabrón jamás me dijo quiénes eran los que salían en ella, y allí estaba yo con una cinta cuyos protagonistas estarían encantados de poder recuperarla, y desde luego a mí me valía mucho la pena hacerles el inestimable favor de devolvérsela, pero, ¿cómo iba a encontrarlos? Empecé a moverme por ahí con los ojos y los oídos bien abiertos, pero si no me encontraba con un tipo vestido con un traje de goma y la polla colgando, ¿cómo iba a identificarlos?

Cogí mi Perrier y giré el vaso para beber por el mismo lado en el que sus labios habían tocado el cristal. Aquello era casi un beso.

– Y entonces apareció Thurman -continué-, con su mujer muerta y la opinión pública dividida sobre si él había sido o no el responsable. Me encontré con él en un bar, y como estaba en el negocio de la televisión, nos pusimos a hablar de Arnie, que trabajaba para una cadena antes de que yo le conociera. Y, por extraño que parezca, tu nombre salió a relucir.

– ¿Mi nombre?

– El tuyo y el de tu marido. Unos nombres muy curiosos, fáciles de recordar incluso después de pasado toda una noche en un bar. Eso sí, Thurman bebió bastante más que yo, pero estuvo muy simpático, hubo muchas indirectas, muchas insinuaciones. Creí que volveríamos a reunimos para charlar alguna otra vez, pero lo siguiente que supe de él es que había muerto. Dicen que se suicidó.

– Sí, es muy triste.

– Y trágico, como me dijiste por teléfono. El mismo día que resultó muerto, yo fui a Maspeth. Iba a encontrarme con él en el boxeo, y me iba a mostrar quien era tu marido. Pero Thurman no vino. Supongo que para entonces ya estaba muerto. Pero no necesité su ayuda, porque os reconocí a los dos. Después, bajé por las escaleras y también reconocí el suelo. No fui capaz de encontrar la sala donde grabasteis la película, porque probablemente fuera una de las que estaban cerradas con llave. O a lo mejor la redecorasteis desde el día de la grabación.

Me encogí de hombros.

– Pero no importa. Tampoco importa en qué estuviera metido Thurman, ni siquiera qué tipo de ayuda utilizara para saltar por la ventana. Lo que importa es que yo me encuentro en la afortunada posición de poder hacer algo útil por alguien que puede ofrecerme una buena recompensa por ello.

– ¿Y qué quieres?

– ¿Que qué quiero? Pues muy fácil. Quiero básicamente lo mismo que quería Arnie. ¿No es eso, más o menos, lo mismo que quiere todo el mundo?

Tenía la mano encima de la mesa, a centímetros de la mía. Extendí un dedo y conseguí tocar el dorso de su mano.

– Pero yo no quiero lo que le disteis a él, ¿de acuerdo?

Durante un rato, se quedó allí sentada mirando nuestras manos sobre la mesa. Después cubrió la mía con la suya y me sostuvo la mirada. Fue entonces cuando verdaderamente pude descubrir el tono azul de sus ojos, y la intensidad de su mirada me atrapó.

– Matthew -me dijo, como probando cómo le sabía mi nombre en la boca-. No, creo que te voy a llamar Scudder.

– Como tú quieras.

Se puso en pie. Por un momento, creí que iba a marcharse, pero en lugar de hacerlo, dio la vuelta a la mesa y me hizo un gesto para que me moviese un poco a la izquierda. Se sentó a mi lado en el banco y, de nuevo, puso su mano sobre la mía.

– Ahora estamos del mismo lado -afirmó.

Llevaba muchísimo perfume. Olía un poco a almizcle, lo que no me resultó una sorpresa; no esperaba que oliese a pino, precisamente.

– Cuesta decir ciertas cosas -me dijo-, ya sabes a qué me refiero, ¿verdad, Scudder?

No sé si tenía acento, pero desde luego su forma de hablar resultaba claramente europea.

– ¿Qué puedo decir? Podrías estar engañándome, podrías llevar micrófonos por todas partes para que todo lo que diga quede grabado.

– No, no llevo micros.

– ¿Y cómo lo sé yo?

Se giró hacia mí y me puso la mano en la corbata, justo por debajo del nudo. Deslizó la mano por ella hasta colocarla debajo de mi chaqueta. Acarició con ahínco la pechera de mi camisa.

– Porque te lo acabo de decir -le aclaré.

– Sí, me lo acabas de decir -murmuró ella.

Tenía la boca muy cerca de mi oído, y su aliento resultaba cálido junto a mi cara. Bajó la mano hasta mi pierna, y la deslizó hacia arriba por la cara interna de mi muslo.

– ¿Has traído la cinta?

– Está en la caja fuerte de un banco.

– Es una pena. Podríamos subir a mi casa y verla. ¿Cómo te sentiste cuando la viste?

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabes? ¿Qué tipo de respuesta es esa? Por supuesto que lo sabes. Te pusiste caliente, ¿verdad?

– Supongo que sí.

– Así que supones que sí. Ahora estás caliente, Scudder, la tienes dura, podría hacer que te corrieses ahora mismo solamente tocándote. ¿Te gustaría?

No respondí.

– Yo estoy caliente y húmeda -dijo ella-. No llevo ropa interior. Es genial llevar pantalones de cuero apretados sin ropa interior y mojarse dentro del cuero. ¿Quieres subir conmigo? Podría follarte hasta volverte loco. ¿Te acuerdas de lo que le hice a ese chico?

– Le mataste.

– ¿Y tan mal crees que lo pasó?

Se me acercó más, y cogió el lóbulo de mi oreja entre sus dientes.

– Lo follamos durante tres días hasta desquiciarlo, Bergen y yo. Lo follamos, se la comimos y le dejamos tomar todas las drogas que quiso. Consiguió más placer durante aquel tiempo del que hubiera logrado de otro modo en toda su vida.

– Ya, pero supongo que el final no le gustó demasiado.

– Le dolió un poco, vale. ¿Y qué?

Su mano me tocaba al ritmo de sus palabras.

– No vivió cien años. No llegó a ser viejo. ¿Y quién quiere serlo?

– Supongo que murió feliz.

– Así lo llamaban en el barrio, Happy.

– Ya lo sé.

– ¿Así que ya lo sabías? Sabes mucho, Scudder. ¿Y no crees que en realidad ese crío te importa una mierda? Porque si te importase mucho, ¿cómo es que se te ha puesto dura?

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