Brunetti observó cómo su esposa repasaba su archivo mental de todos los vendedores de la derecha del mercado.
– ¿Ella es la de la chaqueta de visón? -preguntó al fin.
– Sí.
– No tenía ni idea.
Brunetti se encogió de hombros.
– ¿Y vosotros no podéis hacer nada? -preguntó ella.
Como tenía hambre y la discusión retrasaría el almuerzo, él se mostró lacónico.
– No. No es cosa nuestra.
Colgó el abrigo y la chaqueta del respaldo de una silla y fue a la nevera a buscar una botella de vino. Al pasar por detrás de su mujer en busca de un vaso, murmuró:
– Huele bien.
– ¿No es cosa vuestra? -preguntó ella, y por el tono él comprendió que Paola había encontrado Una Causa.
– No, no lo es, salvo que ella presente una denuncia formal, cosa que siempre se ha negado a hacer.
– Quizá le tiene miedo.
– Paola -dijo él, que había deseado evitarse esto-, ella abulta el doble que él: pesa por lo menos cien kilos. Estoy seguro de que, si quisiera, podría arrojarlo por una ventana.
– ¿Pero? -preguntó ella, notando por el tono que su marido se callaba algo.
– Pero no quiere, diría yo. Discuten, la cosa pasa a mayores y ella nos llama. -Se sirvió un vaso de vino y bebió un trago, dando por terminada la conversación.
– ¿Y entonces? -preguntó Paola.
– Entonces vamos nosotros y nos lo llevamos a la questura donde se queda hasta que ella va a buscarlo por la mañana. Es algo que ocurre cada seis meses aproximadamente, pero ella nunca tiene grandes señales de violencia, y se alegra de llevárselo a su casa.
Paola se quedó pensativa y, finalmente, desistió encogiéndose de hombros.
– Es extraño, ¿verdad?
– Muy extraño -convino Brunetti, al que una larga experiencia en estas lides decía que Paola había decidido abandonar el tema.
Al inclinarse para recoger la chaqueta y el abrigo y llevarlos al recibidor, vio un sobre marrón en la mesa.
– ¿Las notas de Chiara? -preguntó alargando la mano.
– Aja -dijo Paola echando sal al agua que hervía en el puchero de un fogón de atrás.
– ¿Son buenas?
– Excelentes en todo menos en una asignatura.
– ¿Educación Física? -trató de adivinar él, desconcertado, porque Chiara se había situado en cabeza de la clase desde el primer grado y allí había seguido durante seis años. Pero, al igual que su padre, la niña no era amante del ejercicio y tendía a apoltronarse, por lo que ésta era la única asignatura en la que, según él, podía fracasar.
Abrió el sobre y sacó la cartulina.
– ¿Formación Religiosa? -preguntó- ¿Formación Religiosa?
Paola no dijo nada, y él siguió leyendo las anotaciones hechas por la profesora para explicar su calificación de «Insuficiente».
– ¿«Hace demasiadas preguntas»? -leyó. Y después-: ¿«Comportamiento perturbador»? ¿Se puede saber qué significa esto? -preguntó Brunetti tendiendo la hoja a Paola.
– Pregúntaselo a ella cuando llegue.
– ¿Aún no ha llegado? -preguntó Brunetti, y le asaltó la disparatada idea de que Chiara, enterada de la mala nota, se hubiera escondido por ahí, resistiéndose a volver a casa. Miró el reloj y vio que era temprano: su hija no debía llegar hasta dentro de quince minutos.
Paola, que ponía la mesa para cuatro, lo apartó suavemente con la cadera.
– ¿Ella te ha hablado de esto? -preguntó él, haciéndose a un lado para no estorbar.
– Nada en concreto. Dijo que no le gustaba el padre, pero no dijo por qué. O yo no se lo pregunté.
– ¿Qué clase de cura es? -preguntó Brunetti, sentándose en su sitio.
– ¿Qué quieres decir con lo de «qué clase de cura»?
– ¿Es de lo que se llama el clero secular o pertenece a alguna orden?
– Me parece que es un cura secular, de la parroquia que está al lado de la escuela.
– ¿San Polo?
– Sí.
Mientras hablaban, Brunetti iba leyendo los comentarios de los otros profesores, todos ellos, categóricos en el elogio de la inteligencia y la aplicación de Chiara. Su profesor de Matemáticas la consideraba «una alumna con mucho talento y muy buenas dotes para las Matemáticas» y la de Lengua llegaba incluso a utilizar la palabra «elegancia» al referirse a la expresión escrita de Chiara. En ninguno de los comentarios se apreciaba esa natural inclinación de los maestros a prevenir con una severa advertencia el peligro de la vanidad que sin duda acechaba detrás de cada palabra de elogio.
– No lo entiendo -dijo Brunetti guardando la pagella en el sobre y dejando caer éste en la mesa. Se quedó un momento pensativo, buscando la manera de formular la pregunta que deseaba hacer:
– Tú no le habrás dicho nada, ¿verdad?
Paola era conocida entre su amplio círculo de amistades por facetas diversas, pero todos los que la trataban coincidían en considerarla una mangia-preti, comecuras. El furioso anticlericalismo que irradiaba de ella a veces sorprendía aun al propio Brunetti, aunque no era frecuente que a estas alturas pudiera sorprenderle algo que dijera o hiciera Paola. Pero el tema de la religión era el que, más que cualquier otro, podía encender en ella de improviso un furor fulminante.
– Ya sabes que desde el principio he estado de acuerdo -dijo volviéndose de espaldas a los fogones para mirar a su marido. Siempre había intrigado a Brunetti que Paola hubiera accedido tan rápidamente a la sugerencia de sus respectivas familias de que sus hijos fueran bautizados y enviados a las clases de Religión de la escuela. «Forma parte de la cultura occidental», solía decir con una indiferencia glacial. Los niños, que no eran tontos, pronto descubrieron que Paola no era la persona a quien acudir en materia de fe, pero también sabían que sus conocimientos de historia eclesiástica y discusión teológica eran prácticamente enciclopédicos. Su clarificación de las diferencias entre los credos niceno y atanasiano era un modelo de ecuánime objetividad y detallista erudición; su denuncia de los siglos de las seculares matanzas a que estas diferencias habían dado lugar era, para usar un término mesurado, desmesurada.
Durante aquellos años, Paola había mantenido su palabra y no había criticado, por lo menos en presencia de los niños, el cristianismo ni religión alguna. Por lo tanto, cualquier antipatía hacia la religión o cualesquiera ideas que pudieran haber inducido a Chiara a observar un «comportamiento perturbador» no habían sido provocadas por algo que hubiera dicho Paola, por lo menos, abiertamente.
Los dos se volvieron al oír abrirse la puerta del apartamento, pero era Raffi, no Chiara, el que entraba.
– Ciao, mamma -gritó mientras iba a su cuarto a dejar los libros-. Ciao, papà. -Poco después, entraba en la cocina. El chico se inclinó para dar un beso a su madre, y Brunetti, que estaba sentado, vio a su hijo desde un ángulo nuevo, y lo vio más alto.
Raffi levantó la tapadera de la sartén y, al ver lo que había debajo, dio otro beso a su madre.
– Me muero de hambre, mamma. ¿Cuándo se come?
– En cuanto llegue tu hermana -dijo Paola volviéndose hacia el fogón para bajar el gas del agua que ya hervía.
Raffi se subió el puño para mirar el reloj.
– Ya sabes que siempre es puntual. Llegará dentro de siete minutos, ¿por qué no echas ya la pasta? -Alargó la mano hacia la mesa y rompió el celofán de un paquete de grissini. Se puso entre los dientes tres bastoncitos y, como un conejo que mordisqueara tres briznas de hierba, los fue royendo hasta hacerlos desaparecer. Sacó otros tres y repitió el proceso.
– Vamos, mamma, estoy desfallecido, y esta tarde tengo que ir a casa de Massimo a estudiar Física.
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