Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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Una voz masculina contestó a la tercera señal:

Allò?

Ciao, Lele -dijo Brunetti al reconocer la voz áspera del pintor-. Llamo para preguntarte por un vecino tuyo, el dottor Fabio Messini. -Lele Bortoluzzi, cuya familia residía en Venecia desde las Cruzadas, conocería a cualquiera que viviera en Dorsoduro.

– ¿El de la afgana?

– ¿Perra o esposa? -preguntó Brunetti riendo.

– Si es el que imagino, la esposa es romana; y la perra, afgana. Es una beldad. Lo mismo que la esposa, desde luego. Ella la pasea por delante de la galería por lo menos una vez al día.

– El Messini que yo busco dirige una residencia geriátrica cerca del Giustinian.

Lele, que lo sabía todo, dijo:

– Es el mismo que dirige la residencia en la que está Regina, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y cómo está, Guido? -Lele, que tenía pocos años menos que la madre de Brunetti, la conocía de toda la vida y había sido uno de los mejores amigos de su marido.

– Está igual, Lele.

– Que Dios la ayude, Guido. Lo siento.

– Gracias -dijo Brunetti. No se podía decir más-. ¿Qué hay de Messini?

– Que yo recuerde, empezó hará unos veinte años con un ambulatorio. Después se casó con Fulvia, la romana y, con el dinero de ella, fundó una casa di cura y abandonó la consulta privada. Por lo menos, eso tengo entendido. Y ahora me parece que es director de tres o cuatro residencias.

– ¿Lo conoces?

– No. Sólo de vista. Y no lo veo tan a menudo como a su mujer.

– ¿Cómo sabes quién es ella? -preguntó Brunetti.

– Me ha comprado varios cuadros a lo largo de los años. Me gusta. Es inteligente.

– ¿Buen gusto para la pintura? -preguntó Brunetti.

Por el teléfono sonó la risa de Lele.

– La modestia me impide contestar esa pregunta.

– ¿Se dice algo de él? ¿O de ellos?

Se hizo una pausa larga, a la que Lele puso fin diciendo:

– Yo no he oído nada. Si quieres, podría preguntar.

– Pero sin que parezca que preguntas -dijo Brunetti, aunque sabía que no era necesaria la advertencia.

– Mi lengua será leve como la brisa sobre la mar en calma.

– Te lo agradecería, Lele.

– ¿No tendrá que ver con Regina, verdad?

– No, nada.

– Bien. Era una mujer formidable, Guido. -Entonces, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que había hablado en pasado, agregó rápidamente-: Si averiguo algo, te llamaré.

– Gracias, Lele. -Brunetti estuvo a punto de volver a recomendarle discreción, pero entonces se dijo que, para haber prosperado tanto como Lele en los medios del arte y las antigüedades de Venecia, una persona debía poseer tanto tacto como energía, por lo que se limitó a despedirse.

Aún faltaba mucho para las doce, pero Brunetti se sentía atraído a la calle por el aroma, de la primavera que desde hacía una semana envolvía la ciudad. Además, siendo el jefe, ¿por qué no iba a poder marcharse si le apetecía? Tampoco se sentía obligado a pasar por el despacho de la signorina Elettra para decirle adónde iba; probablemente, la encontraría con las manos en la masa del delito informático, y no quería ser cómplice ni, mucho menos, estorbo, por lo que la dejó trabajar y se encaminó hacia Rialto y su apartamento.

Cuando salió de casa aquella mañana, hacía un frío húmedo y ahora, con el calor de mediodía, le pesaban el abrigo y la chaqueta. Se desabrochó ambas prendas y metió el pañuelo del cuello en el bolsillo, pero aun así sentía en la espalda las primeras gotas de sudor del año. El traje de lana le oprimía y entonces le asaltó la nefanda sospecha de que tanto el pantalón como la americana le apretaban más que cuando empezó a ponérselos a principios del invierno. Al llegar al puente de Rialto, en un acceso de dinamismo, empezó a subir las escaleras al trote. Había subido una docena de peldaños cuando le faltó el aire y tuvo que frenar. En lo alto del puente, se paró a mirar hacia la izquierda la curva que describe el Gran Canal en dirección a San Marcos y el palacio de los dux. El sol se reflejaba en la superficie del agua, en la que se mecían las primeras gaviotas cabecinegras de la estación.

Cuando hubo recuperado el aliento, Brunetti empezó a bajar por el otro lado del puente, tan complacido por la bonanza del día que ni el bullicio de las calles ni el ir y venir de los turistas le producían la irritación habitual. Mientras caminaba por entre la doble hilera de puestos de fruta y verdura, vio los primeros espárragos y pensó que quizá pudiera convencer a Paola para que comprara algún manojo. Una mirada al precio le hizo comprender que no debía hacerse ilusiones, por lo menos, hasta dentro de una semana, cuando la temporada entrara en el apogeo y el precio se redujera a la mitad. Estuvo brujuleando entre los puestos, mirando las mercancías y los precios y saludando a algún que otro conocido. En el último puesto de la derecha vio unas hojas que le eran familiares y se acercó a mirarlas.

– ¿Son puntarelle ? -preguntó, sorprendido de encontrarlas tan pronto.

– Sí, y las mejores de Rialto -le aseguró el vendedor, un hombre con la cara colorada por muchos años de afición al vino-. Seis mil el kilo, un regalo.

Brunetti renunció a discutir semejante absurdo. Cuando era niño, las puntarelle costaban unos cientos de liras el kilo, y muy poca gente las comía; si alguien las compraba era para darlas a los conejos que se criaban ilegalmente en los patios interiores.

– Póngame medio kilo -dijo Brunetti, sacando unos billetes del bolsillo.

El vendedor se inclinó sobre los montones de hortalizas expuestas y tomó un buen puñado de aquellas hojas verdes y aromáticas. Como un prestidigitador, sacó de la nada una hoja de papel y la dejó caer en la balanza, puso las hojas encima y rápidamente hizo un pulcro paquete que dejó sobre unas simétricas hileras de zucchini tiernos y extendió la mano. Brunetti le dio tres billetes de mil liras, no pidió bolsa de plástico y siguió hacia casa.

Al llegar a la pared del reloj, torció a la izquierda y subió hacia San Aponal. Maquinalmente, tomó por la primera calle de la derecha y entró en Do Mori, donde pidió una loncha de prosciutto enrollada en un bastoncillo y un vasito de Chardonnay para quitarse el sabor salado del jamón.

A los pocos minutos y resoplando otra vez, después de subir más de noventa escalones, abría la puerta de su casa donde salieron a su encuentro los varios olores que le alegraban el alma hablándole de familia, hogar y alegría.

Aunque el aroma exquisito a ajo y cebolla fritos anunciaban la presencia de su esposa, Brunetti gritó:

– ¿Estás aquí, Paola?

Un «Sí» que le llegó desde la cocina lo atrajo por el pasillo hasta allí. Dejó el paquete en la mesa y se acercó a su mujer para darle un beso y ver qué estaba friendo en la sartén.

Unas tiras de pimientos rojos y amarillos cocían lentamente en una espesa salsa de tomate de la que emanaba olor a salchicha.

Tagliatelle? -preguntó él, nombrando su pasta fresca favorita.

Ella se inclinó a remover la salsa.

– Por supuesto. -Entonces, al volverse hacia la mesa, vio el paquete-: ¿Qué es eso?

Puntarelle. He pensado que podríamos hacer aquella ensalada con salsa de anchoas.

– Buena idea -dijo ella alegremente-. ¿Dónde las has encontrado?

– Las tenía ese que pega a su mujer.

– ¿Qué dices? -preguntó ella, desconcertada.

– El del último puesto de la derecha según vas hacia el mercado del pescado, el que tiene venitas en la nariz.

– ¿Pega a su mujer?

– Bueno, ha estado tres veces en la questura. Pero, cuando se le pasa la borrachera, ella siempre retira los cargos.

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