Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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Cuando empezaba a bajar del puente de Rialto, vio que un 82 llegaba al embarcadero situado a su derecha y, sin pensarlo, echó a correr y saltó a bordo cuando ya el va poretto empezaba a separarse del muelle, poniendo proa al centro del Gran Canal. Brunetti fue hacia la derecha de la embarcación, pero se quedó en cubierta, disfrutando de la brisa y de la luz que cabrilleaba en el agua. Vio acercarse por la derecha la Via Tiepolo y miró hacia el interior, buscando la barandilla de su terraza, pero antes de que pudiera distinguirla ya había quedado atrás, y él volvió su atención al Canal.

Brunetti se había preguntado más de una vez cómo habría sido la vida en los tiempos de la Serenísima República, por ejemplo, esta travesía, en una embarcación a remo, en silencio, sin motores ni bocinas, un silencio roto únicamente por el «Ouie» de los gondoleros y el golpe de los remos en el agua. Cómo habían cambiado las cosas: hoy los comerciantes, para comunicarse, usaban el odioso telefonino en lugar de aquellos galeones de velas latinas. El aire olía al bióxido de carbono y otras emanaciones del continente, que no había brisa marina capaz de disipar del todo. Lo único que no había cambiado con los siglos era la milenaria tradición de venalidad de la ciudad, y Brunetti se sentía incómodo al verse incapaz de decidir si esto le parecía bueno o malo.

Tenía intención de desembarcar en San Samuele y hacer a pie el largo trecho hasta San Marco, pero al pensar en las muchedumbres que el buen tiempo habría hecho salir a la calle, cambió de idea y siguió hasta San Zaccharia. Desde allí retrocedió hasta la questura, a donde llegó poco después de las tres, al parecer, antes que la mayoría de los policías de uniforme.

Al entrar en su despacho, descubrió que, durante la hora del almuerzo, los papeles se habían multiplicado -¿no sería que realmente procreaban?- encima de su mesa. Cumpliendo lo prometido, la signorina Elettra le había dejado la lista de los herederos de las personas de que suor Immacolata -rectificó: Maria Testa- le había hablado. También le daba las direcciones y los números de teléfono. Al repasar la lista, Brunetti descubrió que tres de ellos residían en Venecia. El cuarto vivía en Turín, y el último testamento indicaba los nombres de seis personas, ninguna de ellas residente en Venecia. En una nota mecanografiada al pie, la signorina Elettra decía que al día siguiente por la tarde tendría copias de los testamentos.

En un primer momento, Brunetti pensó en llamar por teléfono, pero luego se dijo que, por lo menos la primera vez, sería preferible llegar de improviso, sin anunciarse, por lo que se limitó a marcar las direcciones en su plano mental de la ciudad, trazando un itinerario para las visitas y guardar la lista en el bolsillo de la chaqueta. La experiencia había enseñado al comisario que, si bien el factor sorpresa tal vez no le ayudara a descubrir la culpabilidad o inocencia de las personas, solía inducir a la gente a decir la verdad.

Brunetti seguía leyendo inclinado hacia adelante, pero, a la segunda hoja, se arrellanó en el sillón y atrajo los papeles hacia sí. A los pocos minutos, el fárrago de la prosa, el calor del despacho y la digestión se combinaron para hacer que las manos le cayeran en el regazo y la barbilla, en el pecho. Al cabo de un rato, despertó sobresaltado por el sonido de una puerta que se cerraba bruscamente en el pasillo. Agitó la cabeza, se pasó las manos por la cara varias veces y deseó un café. Entonces levantó la cabeza y vio a Vianello en el vano de la puerta, la puerta que -ahora lo advertía Brunetti- había permanecido abierta durante su siesta.

– Buenas tardes, sargento -dijo, dedicando a Vianello la sonrisa del hombre que controla perfectamente a todo el personal de la questura -. ¿Qué sucede?

– Quedamos en que vendría a buscarlo, comisario. Son las cuatro menos cuarto.

– ¿Tan tarde? -preguntó Brunetti mirando su reloj.

– Sí, señor. Subí hace un rato, pero estaba usted ocupado. -Vianello hizo una pausa, dejando que la frase calara y agregó-: Una de las ventajas de esto que hago es que te sientes bien y ágil.

Brunetti, que no sabía de qué le hablaba, iba a decir que todo lo que hacemos debería hacer que nos sintiéramos bien, pero entonces supuso que Vianello debía de referirse a la gimnasia y optó por no hacer comentario alguno.

– Y eso es bueno, porque ahora tengo mucha energía -prosiguió el sargento, pero, viendo que Brunetti se negaba a responder, dijo-: Fuera tengo la lancha, comisario.

Mientras bajaban la escalera de la questura, Brunetti preguntó:

– ¿Ha hablado con Miotti?

– Sí, señor. Es lo que me figuraba.

– ¿Su hermano es gay? -preguntó Brunetti sin molestarse siquiera en mirar a Vianello.

El sargento se paró a mitad de la escalera. Cuando Brunetti se volvió a mirarlo, le preguntó:

– ¿Cómo lo sabe, comisario?

– Parecía muy nervioso al hablar de su hermano y de sus amigos clericales, y no se me ocurre nada más que pueda poner nervioso a Miotti. Desde luego, no es el hombre más liberal que tenemos. -Después de un momento de reflexión, Brunetti agregó-: Tampoco tiene nada de sorprendente que un cura sea gay.

– Lo sorprendente sería más bien lo contrario, diría yo -comentó Vianello mientras seguía bajando la escalera. Y volviendo a Miotti-. Pero usted, comisario, ha dicho siempre que él es un buen policía.

– Para ser buen policía no es indispensable poseer amplitud de criterio, Vianello.

– Quizá no.

Brunetti explicó al sargento rápidamente el motivo de sus visitas y, mientras hablaba, era consciente de que le resultaba difícil eliminar de su voz un deje de escepticismo. A los pocos minutos, salían de la questura. Bonsuan, el piloto, los esperaba a bordo de una lancha de la policía. Todo relucía: las piezas de latón de la embarcación, una de las insignias del cuello de Bonsuan, las hojas tiernas de una parra que revivía al otro lado del canal, una botella de vino que flotaba en el agua que en sí era una lámina de plata bruñida. Sin otra razón que la luz, Vianello abrió los brazos y sonrió.

El movimiento atrajo la atención de Bonsuan, que lo miró con extrañeza. Vianello, un poco cohibido en su euforia, trató de disimular como si con aquel ademán quisiera desentumecerse después de pasar varias horas atado a un escritorio, pero en aquel momento pasaron volando a ras de agua dos vencejos amorosos, y Vianello abandonó todo intento de disimulo.

– Es primavera -gritó alegremente al piloto saltando a cubierta y dando una jovial palmada en el hombro a Bonsuan.

– ¿Todo esto hay que agradecerlo a la gimnasia? -preguntó Brunetti al subir a la lancha.

Bonsuan que, al parecer, nada sabía de la nueva afición de Vianello, miró torvamente al sargento, dio media vuelta, puso en marcha el motor y llevó la embarcación hacia el centro del estrecho canal.

Vianello, sin dejarse desanimar, se quedó en cubierta. Brunetti, por el contrario, bajó al camarote, sacó una guía de la ciudad de un estante que recorría todo un mamparo y comprobó la situación de las tres direcciones de la lista. Desde el interior, observaba a los dos hombres: su sargento, despreocupado como un adolescente y el piloto, adusto, mirando al frente mientras entraban en el bacino de San Marcos. Vio a Vianello poner una mano en el hombro de Bonsuan y señalar al Este, llamándole la atención hacia un velero de gruesos mástiles que iba hacia ellos, con las velas hinchadas por el viento fresco de la primavera. Bonsuan movió la cabeza de arriba abajo, pero volvió a fijar la atención en el rumbo. Vianello echó la cabeza hacia atrás con una carcajada grave que resonó en el camarote.

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